martes, 26 de julio de 2011

La Madriguera

LA MADRIGUERA



Cuentos inéditos de
Zelmar Acevedo Díaz








ÍNDICE


La mala yerba (3)
El tema era la pasión (15)
El estancamiento (33)
La madriguera (40)
El rastro (44)
Renacimiento (57)
El pasajero (68)





LA MALA YERBA

Somos tu hijos; los hijos de tus crímenes.
Roberto Arlt

La sorpresa de Berta no fue haberse vuelto a enamorar a los quince meses de un matrimonio desintegrado, sino que un hombre como Ulrico pusiese su atención en ella, en sus pelos deshilachados, en el abandono de toda coquetería, en su mirada esquiva y un tanto confusa que le quedara luego de la tragedia. Quince meses que su marido se había ido, en silencio, sin agregar un solo reproche. Simplemente se había ido con un baúl y dos valijones de ropas y otros pertrechos personales, sin más peleas ni nada que decirse, con la vista hacia el frente pero con la mirada cabizbaja y rendida. Un primo lo esperaba afuera con el motor en marcha. Cargaron el baúl y los valijones y desaparecieron para siempre. Por un instante Berta hasta llegó a preguntarse, no ya si habría algún amago de despedirse de ella sino si voltearía la mirada para observar quizá por última vez a sus cuatro hijos idiotas sentados en el banco, frente al muro de ladrillos, sus hilos de baba humedeciéndoles los pantalones, la lengua sobresaliéndole de entre los labios como si no cupiese en la boca, sus ojos de nada, perdidos en un brillo lejano e impenetrable que sólo parecía revelar que no estaban muertos. Sin embargo escucharon los pasos de su padre y con ese extraño acuerdo que solían tener, los cuatro se volvieron al mismo tiempo y lo vieron partir desde su nada, desde ese sitio en donde no era posible saber si había tristeza o angustia o rencor o algún otro sentimiento inexpresado, y únicamente uno de los mellizos detuvo el balanceo de sus pies para retomarlo apenas se cerró la puerta. Eso fue todo. Allí se terminaba el mundo para Berta, sola, separada, a cargo de aquellas cuatro figuras sentadas en el banco frente al muro de ladrillos, tomada por un desaliño que en el comentario de más de un vecino se deslizó la idea de si no habría quedado medio loca.
Hasta que aquel hombre se mudara a la casa de la acera de enfrente, y por algún impenetrable designio de las casualidades siempre terminaban encontrándose en sus ventanas y siempre una mirada furtiva, seguramente que la estaría observando desde la tragedia dicha y redicha por todo el vecindario de la zona y su extensión a varias cuadras de distancia porque hasta en los diarios el hecho había ocupado columnas completas con los detalles del horror y la conmoción pública. Por eso cada vez que el hombre aparecía en la ventana Berta trataba de hacerse la desentendida ocultando no sabía si culpa o si vergüenza tras el cortinado anémico. Hasta que en una mañana azul, antes de que alcanzara a cerrar la ventana y correr las cortinas, el hombre le sonrió y la saludó con un movimiento de brazo. Era a ella a quien sonreía y saludaba con el brazo. Tal vez por instinto, se pasó la mano por el cabello para acomodarse algunas mechas disparadas en todas direcciones y esbozó apenas la más sutil de las sonrisas, sin llegar a la exposición de devolverle el saludo. Dejó la ventana abierta y las cortinas al aire mientras se retiraba al interior de la casa con el renacimiento del corazón golpeándole el pecho. Los rugidos de vientre forzado de los cuatro hijos idiotas en el interior del baño le pareció una realidad indigna metida por asalto en su casa, en contraste con aquella otra que todavía se hinchaba en la panza de las cortinas. Entonces recordó que hoy era día de aseo y que ese sonido de animales chapoteando en el agua provenía de la brutalidad de la sirvienta en su semanal tarea de bañarlos. Después había que ventilar el lugar y pasarle un enjuague de lavandina para quitar ese olor a fauna de pantano, a musgo, a mierda, a materia en descomposición.
Ni el día siguiente ni el otro volvió a ver al hombre en la ventana de enfrente y una sombra húmeda le cruzó los ojos y la regresó a la desesperanza. Pero fue un desencuentro casual, o quizá habría estado ausente por un par de días, porque otra vez estaba allí su figura iluminada por el sol. Ahora el hombre no la saludaba sino que permanecía mirándola, estático, sin un gesto, que Berta interpretó como una señal más profunda que aquel saludo elegante y un tanto formal de un desconocido hacia otro. Había una entrega distinta en esa inercia de piedra que le estaba diciendo que no se movería del lugar hasta no obtener de ella un gesto comprometido. Quizá había llegado el momento. Parecía imposible, pero aquella presencia sobrenatural le estaba exigiendo una respuesta, y podría esfumarse para siempre si no se la ofrendaba en ese momento. Entonces fue ella la que levantó el brazo, sin hacerlo oscilar, la mano quieta y pálida igual a un mensaje de paz.
Comenzaron a encontrarse en el banco de una plazoleta cercana sin que importasen los ojos indiscretos, las murmuraciones, la simulada indiferencia, los saludos de aprobación. De nuevo la vida era como en las novelas, con sus historias de amor, sus fracasos, sus abismos y resurgimientos. Por supuesto que no hubo necesidad de contarle nada. Desde los primeros días había llegado a oídos de Ulrico la tragedia de los niños idiotas imitando en su pequeña hermana el procedimiento de la sirvienta en degollar una gallina, la partida del marido, y veía claramente en su rostro que la vida se le había desmoronado súbitamente, la soledad de claustro, la decisión de convivir con los niños y la resignación de que nada bueno podía ocurrir de ahora en adelante. Berta hasta tuvo el sinceramiento de preguntarle si no estaba allí sentado junto a ella por compasión. Fue la primera vez que Ulrico la tomó de la mano y se la llevó a los labios. No hubo ninguna comedia de resistencia por parte de Berta. Tal vez era cierto. Tal vez otra vida comenzaba. Y qué iba a hacer ahora con los niños. En realidad casi no molestaban, más allá de su presencia desagradable, siempre allí, sentados en el banco del jardín, con la mirada de nada apenas lamiendo el muro de ladrillos y su salvaje, incomprensible alegría cuando la tarde lo doraba con la luz del declive, su presencia de enanos de jardín sólo caracterizados por ese persistente hilo de baba mojándoles el regazo de los pantalones, como si nunca nada hubiera ocurrido, como si su hermana estuviera todavía jugando en el interior de las habitaciones, como si hubiese desaparecido toda huella de sangre en el lugar del crimen y hubiesen logrado borrar la aureola en el piso de cemento que a pesar de las cepilladas y los trapeos y los enjuagues, quedó marcada igual a un estigma impreso en la memoria.
La primera vez que Ulrico visitó la casa, Berta hizo encerrar a los niños en la pieza del fondo. Esa tarde, Ulrico terminó por parecerle una persona excepcional cuando le dijo que no debía ocultarlos, que la sola existencia de los niños debía ser respetada, respetado su lugar, aunque fuese un banco frente al muro de ladrillos. Estuvo a punto de mentirle que no quería que molestasen, pero lo cierto es que sólo quería presentar un jardín sin malezas, para eso había dispuesto que la casa estuviese ordenada, para eso ella misma se había acicalado, el más sutil de sus perfumes, el mejor vestido de tarde, un par de hebillas casi invisibles sosteniéndole el cabello, las más elegantes tazas de té.
Ulrico siguió yendo, no todos los días porque felizmente era hombre de trabajo, pero cada vez que Berta reconocía sus golpes en la puerta, ordenaba a la sirvienta que regresara y ella misma iba a atenderla. Ya desde la segunda visita Ulrico había tenido el gesto de dirigirse a los muchachos y de hacerles un cariño en el revoltijo del pelo, sin asco, sin repulsión ante el contacto con aquellos cuatro monstruos nacidos de sangre maldita. Luego de ese saludo, Berta nunca imaginó que fuese a sentirse tan bien por esa aceptación hacia los niños, que a su vez lo habían mirado extrañados, como pudiera verse un pájaro de pronto detenido en el aire. Si Ulrico aceptaba a aquellos cuatro engendros es porque la estaba aceptando a ella, plenamente, tal como era y como estaba y con lo que tenía. Berta nunca fue a la casa de su vecino porque no quería más comidillas de las que ya debían de existir, mientras Ulrico, cada vez que entraba en su casa, iba directo a saludar a los niños. Ya Berta pudo ver, con el paso de las semanas, cómo la mirada inexpresiva de los muchachos cambiaba antes de verlo aparecer, antes aun de que golpeara la puerta, porque por algún extraño fenómeno los cuatro idiotas ya tenían desviados sus rostros con bastante anterioridad a que la figura de Ulrico se aproximase a la casa, y más de una vez Berta pudo adivinar su inminencia por esa inexplicable reacción de los muchachos. Esto no significaba que sus hijos estallasen en un júbilo estúpido como cuando el último sol de la tarde iluminaba el muro, pero era un reflejo, un escape de aquel encierro, de los muros que llevaban por dentro, y alguien estaba logrando rescatarlos, aunque fuese por un instante, de ese espacio entre sombras. De todos modos no eran las miradas ni las reacciones de los niños lo que le interesaba sino las de Ulrico, que cada vez parecía tener ojos más tiernos y manos más firmes y un universo que Berta iba percibiendo impenetrable, y era en realidad ese misterio lo que terminaba por envolverla con el susurro de sus palabras. Ulrico no era mundano ni hablaba para llenar los silencios ni había afectación de novio en su tono de voz, y Berta empezó a darse cuenta de que Ulrico era esa clase de personas que pueden amarse por siempre porque algo en él le habría de ser inaccesible y nunca Ulrico se le revelaría del todo.
La mudanza de Ulrico a casa de Berta no demandó, por cierto, grandes esfuerzos. Ropa, utensilios domésticos, las herramientas con las que volvió a montar un pequeño taller de este lado de la calle y en donde podía pasarse horas fabricando sus propias pipas, reparando cualquier cosa que cayera en sus manos, ideando pequeños inventos. Lo primero que llamó la atención de los muchachos fueron las chispas que el disco despedía en contacto con los metales. Se fueron acercando con timidez, al principio sin atreverse a trasponer la puerta, los cuatro agrupados, pegados uno con otro como atascados en la estrecha abertura del umbral. Ulrico sabía de aquella fascinación por las estrellitas y tal vez las provocase sólo para ver el rostro embelesado de los muchachos con las chispas reflejadas en el brillo opaco de sus ojos. No obstante, todavía no se animaban a trasponer la puerta hasta que Ulrico los sorprendió con alfajores y caramelos a los que él mismo debió desprender de su envoltorio cuando se dio cuenta de que los muchachos no sabían hacerlo. Entonces hubo algo que cambió en la comprensión o en la sensibilidad de los niños porque fueron entrando en el taller con sus sonrisas gangosas y sus párpados con una cubierta de lagañas y sus voces casi sin consonantes, tanteando el piso como si hubiese alguna baldosa floja que pudiera hundirse bajo los pies, tomando cualquier objeto que llamase su atención, un perno con tuerca enroscada que alguno hacía girar tímidamente, trozos de cuero, una pelotita de goma, segmentos de madera con los bordes lisos, cubos pintados de rojo, de amarillo, de azul, elementos de formas y de funcionalidad incomprensibles que les abría un mundo mágico cuanto más desconocido, ni siquiera su padre les había mostrado una mínima parte de lo que allí había, y Ulrico los dejaba hacer habiendo tomado la precaución de no dejar al alcance de sus manos ningún elemento punzante o filoso con el que pudieran hacerse daño. A veces Berta entraba en el taller con la pava y un mate recién cebado y sorprendía todo ese jolgorio de descubrimientos y de chillidos agudos surgidos de sus gargantas de monos trepados a los árboles. Era la primera vez que los veía felices, era la primera vez que alguno se acercaba a Ulrico como jamás lo había hecho con su padre y lo tomaba del brazo para mostrarle cualquier tontería y Ulrico parecía hablar y entenderse con él, participar de la sorpresa de un tarro con tuercas y remaches que al batirlo percutía como sonajero. Cada vez que Berta no veía a los niños en el jardín, sentados en su banco frente al muro de ladrillos, sabía que estaban con Ulrico haciendo de las suyas en el taller, con una total permisividad, y en alguna ocasión debió advertirle que no les diese tantos dulces porque después más de uno aparecía con dolores de barriga y sus quejas se tornaban insoportables. Pero no hubo caso y volvía a sorprenderlos con un alfajor, un chupetín gigantesco o un masticable de leche que les producía el doble de baba de la que solían tener habitualmente.
Cuando los muchachos volvían a sentarse en el banco, se notaba que ya no esperaban tanto el dorado del último sol de la tarde que iluminaba el muro sino la llegada de Ulrico, y de tanto en tanto desviaban la mirada hacia la puerta del jardín como si la intensidad del deseo pudiera acelerar el regreso. Berta lo amaba ya como suelen amarse los gestos imprescindibles, un amante y un marido perfectos. Tal vez, sin que llegara a reconocerlo, el único defecto estaba en esa dedicación con que premiaba a aquellos cuatro engendros a los que no podía dejar de ver como los asesinos de su pequeña hija, y algo en ella se revelaba cuando un residuo de ternura pretendía asomarse al ver a Ulrico comunicándose con los muchachos, atribuyéndoles una inocencia sustancial que a Berta le costaba aceptar. Algo de perverso y de maligno seguía habiendo en algún lugar de esos seres primitivos, pero con la suficiente astucia para mostrar una imagen cándida y todavía infantil. A veces hasta debía esforzarse, que el amor a Ulrico no hiciera que los perdonase, que el amor de Ulrico hacia ellos no los justificase. Y sin embargo era una estampa tan cercana a la felicidad cuando Ulrico intentaba explicarles algo y los alzaba y les limpiaba los mocos, era un retrato tan casero de familia donde reinaban la inclusión y el entendimiento, que le costaba desprenderse de él. Incluso el primer entredicho surgió cuando Ulrico le exigió que despidiese a la sirvienta por su manifiesta animosidad y maltrato hacia los muchachos cuando los bañaba y los alimentaba. Ulrico mismo había sido testigo de los muchachos hambrientos aceptando esa cuchara de sopa hirviente con que la sirvienta parecía medir su sadismo, y a veces hasta tomarlos de los pelos y metérsela en la boca entre rugidos y lloriqueos e inútiles resistencias. Fue cuando Berta le respondió que quién iba a ocuparse de alimentarlos y de asearlos, quién iba a aceptar el contactos con aquellos cuerpos... iba a agregar inmundos, pero se contuvo, aunque Ulrico alcanzó a escuchar la palabra muda, y fue peor que si la hubiese dicho. Ulrico no solamente aceptó el desafío de darles de comer sino de bañarlos, y no una sino tres veces por semana. Desde el día siguiente en que la sirvienta abandonara la casa, Ulrico empezó a levantarse una hora antes para desayunarlos con rodajas de pan casero y mate cosido. Untaba las rodajas con manteca, jaleas y mermeladas que los niños devoraban de manera insaciable y comenzaban a golpear la mesa con furia cuando la dedicación a los demás retrasaba la de cada uno, en especial cuando debía ocuparse de darles el mate cosido con una enorme cuchara que los muchachos aguardaban con la boca abierta, semejante a los pichones en espera del gusano que los padres traen en el pico. Con el pasar de los días, uno de los logros más impresionantes fue cuando uno de los muchachos, ni el mayor ni los mellizos sino el que parecía tener destellos de inteligencia, aprendió a tomar la cuchara y llevársela a la boca, aunque fuese con la mitad del líquido derramado. Eso bastó para que los otros quisieran imitarlo y al poco tiempo los cuatro se bastaban a sí mismos en tan difícil tarea. Ulrico exhibió el logro ante Berta como un triunfo de la perseverancia, y Berta lo abrazó y lo dio un beso en la mejilla y otro que se extendió hasta el lóbulo de la oreja, y habría sido un reconocimiento pleno si no fuese porque algo frío se conservaba en ella, algo que no lograba vencer, quizá esa repugnancia nacida del odio, y cada vez que los veía al caer la tarde, sentados en el banco frente al muro, también veía a su hija tratando de treparse por él, consumida por esas miradas de vidrio, atrapada en las piernas por esas manos blandas que tiraban hacia abajo y la arrastraban hacia la cocina, y Berta también podía ver sus ojos de pánico mientras los cuatro idiotas arrimaban hacia el cuello la misma cuchilla que la sirvienta empleara con la gallina. Por qué Ulrico estaba empecinado en ese cariño y esa dedicación injusta, casi irracional, hacia los muchachos, qué habían hecho aquellas bestias para merecerlo, para merecer una sola de sus caricias, un minuto de su atención, un instante que en definitiva le era despojado a ella. Incluso cuando entraba en el taller y Ulrico estaba enseñándoles algo a los niños, no podía dejar de sentir que su presencia era inoportuna, que en ese momento estaba de más. Lo mismo al entrar en el salón, con un Ulrico aguardando la cena leyéndoles a los niños cuentos de hadas y príncipes y malvados y fábulas de animales asombrosos que los niños escuchaban absortos y a Berta no le era posible reconocer si entendían algo de la historia o si nada más se dejaban llevar por la voz de Ulrico en una corriente de aguas cálidas. También constató que ninguno tendía a quedarse dormido sino que oían el susurro de Ulrico que iba agregando elementos de su propia imaginación a las historias, y en esas miradas perdidas de los niños no era posible saber si captaban figuras y conceptos de las narraciones o si andaban perdidas en un mundo oculto y siniestro que sólo ellos tenían la facultad de recorrer. Además, los cuatro actuaban como uno, misteriosamente enlazados, sin un gesto peculiar que los individualizase. Qué de común y homogéneo descansaba en el fondo del idiotismo que los hermanaba de tal manera, sumando un componente más a su natural condición de hermanos. Había una esencia, una sustancia única que parecía extender los puentes entre uno y otro.
Pero el mayor logro de Ulrico consistió, tal vez, en el baño. Al principio ofrecieron resistencia, posiblemente por la asociación del aseo con el tratamiento brutal de la sirvienta. Pronto dejaron de escucharse sus gruñidos de terror antediluviano para pasar a un silencio de chapoteo relacionado al juego, al placer de ser atendidos y amados. Era una actividad que Ulrico ejecutaba al anochecer, luego de regresar del trabajo. Berta no entraba porque se hallaba abocada a la cocina y por la repulsión que le provocaba el hedor y la figura de aquellos cuerpos desnudos. La única vez que lo hizo quedó sorprendida por la ausencia de olores fuertes y desagradables, quizá porque el baño se había ampliado a esas tres veces por semana y por la docilidad de los niños, el mayor de los cuales ya tenía quince, pero cierto retardo lo hacía parecer de doce, y aún menos. Los cuatro estaban en la bañera, a la temperatura ideal, jugando con elementos flotantes, patitos y pelotitas de goma, una barcaza de madera que hundían sólo para verla resurgir lentamente entre remolinos de agua turbia. En tanto, Ulrico pasaba la esponja enjabonada por el cuerpo de uno de los niños, la espalda, el cuello, el vientre, las piernas, y fue cuando Berta le preguntó si todavía faltaba mucho para el baño o si ya podía ir calentando la comida, que el niño se levantó de súbito sin nada que lo justificase y quedó de pie en la bañera con su miembro erecto y los testículos encogidos como si estuviese a un paso del orgasmo. Berta retrocedió y dio vuelta la cara en un gesto de náusea mientras Ulrico obligaba al niño a regresar a la posición anterior. Después Ulrico le explicaría que es una reacción normal de los muchachos cuando son atendidos de esa manera o juegan entre ellos. De todos modos, Berta no le había pedido que le explicase nada y pareció con más predisposición a olvidar el asunto que a recordarlo.
Hubo escenas que se hicieron frecuentes, la de Ulrico contándoles cuentos en la cama con los cuerpos de los niños pegados al suyo en una muestra de intimidad física que jamás había existido con su padre, aun por la época en que su padre demostrara ternura por aquellas criaturas y les dedicara juegos y parte de su tiempo, hasta el nacimiento de la niña, único de los hijos que esquivó el idiotismo y fuera entonces la acaparadora de todos los juegos y todas las esperanzas y la dicha y las atenciones. Berta no lo vio ni le interesó constatarlo, pero intuyó un grado de excitación en los niños mientras escuchaban en la cama los cuentos de Ulrico, adheridos unos a otros como ventosas. En otras ocasiones oía las risotadas de los muchachos y era porque Ulrico jugaba con ellos a las cosquillas en medio de un hervidero de sábanas y de frazadas, con los dedos de Ulrico escurriéndose por las axilas, el costillar y las entrepiernas.
A partir de aquella confianza de los cuerpos, los niños exigían permanentemente ser alzados, besados, abrazados, el juego de la calesita y de la ronda ronda en la que cada uno era atrapado por sorpresa entre gritos y algazaras. Fue entonces cuando Berta comenzó a experimentar cierto rechazo cuando el amor los unía por la noche y a sentir un lejano pero inequívoco olor en el cuerpo de Ulrico, y no le fue fácil aceptar que el olor de los cuatro monstruos se había tomado el atrevimiento de infiltrarse en la cama e invadir su intimidad hasta identificar plenamente esa conjunción de pedorreos, meadas, vómitos e incontinencias, el olor agrio de las sobacos, de chiqueros y muladares con que aquella baba viscosa y repugnante impregnaba el aire del cuarto de los niños y que parecía adherirse a la piel de Ulrico como una lámina de musgo a la roca, como el olor que los pescadores trasladan a sus hogares. A veces era tan sutil que Berta se preguntaba si sería real o producto de su imaginación, de la indisimulable animosidad que sentía por los niños.
Por cierto que al llegar a casa, el primer beso, el primer abrazo, los únicos alfajores y chocolatines, eran para los muchachos. No era que Berta le diese extrema importancia a los rituales ni que fuese adicta a las golosinas, pero cada objeto, cada pequeña actitud, se transformaba en un símbolo que poco a poco iba socavando la relación que los había llevado a la convivencia. Tal vez si volviera a quedar embarazada. Era una posibilidad que, de manera inexplicable, le parecía lejana. En concreto, no se sabía si la responsabilidad de los engendros venía por el lado de su primer marido o del suyo, aunque cada uno se lo hubiese atribuido al otro. Pero lo más inaceptable era la idea de que un nuevo hijo fuese a convivir con aquellos esperpentos, que de hijos de nadie habían milagrosamente obtenido un nuevo padre.
Con el transcurrir de las semanas, la dedicación de Ulrico hacia los niños y las demandas de éstos hacia Ulrico, en vez de acomodarse y entrar en un ritmo cotidiano y normalizado, fue haciéndose cada vez más intensivo y sofocante. Berta lo veía regresar cansado del trabajo, lo que no impidió que lanzara la idea de que tal vez convendría bañar a los niños todos los días y darles alimentos especiales que no les provocasen trastornos intestinales. Entonces Berta se vio ante la posibilidad de tener que hacer dos comidas diferentes y aquélla fue la segunda discusión que tuvieron, al principio entre cuchicheos y voces reprimidas, por último a los gritos y con los ojos de Berta transformados en diamantes por el brillo de las lágrimas y el filo de su resentimiento. Ulrico le pidió que se calmara cuando advirtió la presencia de los niños torpemente escondidos en el rellano de la escalera, pero Berta ya estaba fuera de sí, que no le importaba que escuchasen, que ni siquiera le importaba que fuesen sus hijos, que estaba agotada y que no soportaba que siguiesen interfiriendo en su vida. Entonces Ulrico pareció comprender y la abrazó y dejó que llorase con el rostro hundido en su hombro. Berta también comprendió que debía hacer un esfuerzo sobrehumano para volver a acercarse a Ulrico e impedir que los niños, una vez más, destruyesen su matrimonio. También era testigo del desgaste de Ulrico al volver del trabajo y en vez de echarse un descanso, como casi todos los hombres lo hacen y lo exigen a su regreso a casa, Ulrico se sumergía en la atención de los niños al punto que Berta se sentía apartada, una foránea en su propio hogar.
Ese fin de semana siguiente, Ulrico se dedicó al arreglo de la habitación de los muchachos. Le dio una mano de pintura color crema pálido y hubo varios trabajos de carpintería en los listones del piso y una viga del techo. También levantó los zócalos, de donde emergieron bandadas de cucarachas, y por el lado del jardín descubrió dos madrigueras de ratas. El veneno se ocupó de todas las especies. Berta le dijo que lo ayudaría con el resto de la vivienda, que se podría limpiar la grasa adherida por años a las paredes de la cocina y pintarla de una amarillo amostazado muy bonito que había visto en casa de una amiga, picar una mancha de humedad y volver a revocar el sitio en la sala junto al aparador, limpiar la chimenea de la acumulación de hollín que estaba dificultando el tiraje, cambiar el herrumbroso depósito del baño y las cortinas del dormitorio, pero Ulrico dijo que la reparación del cuarto de los muchachos lo había dejado extenuado y que todo eso debía quedar para más adelante.
Fue por aquellos días que una vecina le regaló un gatito que pronto tomó confianza y olfateó hasta el último rincón y correteó de aquí para allá como un enloquecido que persiguiera un pájaro invisible y jugó hasta saciarse con el ovillo de lana que Berta le dio del sobrante de un abrigo que había tejido para Ulrico durante el último invierno. Pronto el animal se transformó en parte sustancial de los objetos y del ánimo de la casa, y para Berta representó toda una compañía mientras cocinaba con el animal observándola desde lo alto de la mesada o enrollado junto a ella en el sofá mientras leía un libro, sentir el contacto del pelaje en su mano mientras lo acariciaba, escuchar el ronroneo de satisfacción, adorar sus largos bostezos y sus elongaciones que lo estiraban en toda su extensión, aceptar las travesuras y algún objeto roto como las de un ser normal que al fin habitara la casa. También Ulrico le tomó cariño y el gato adoptó la costumbre de aguardarlo a su regreso a casa sentado junto a la mesa de entrada. Los niños no manifestaron ni contento ni animosidad, de tanto en tanto volteaban la cabeza algo curiosos desde su banco en el jardín, pero su actitud era de indiferencia las más de las veces y parecían estar más interesados en el muro que en esa bolita negra que iba de un lado a otro. Hasta que un día Berta escuchó un extraño silencio en la casa. Era el silencio cotidiano, con los pájaros picoteando el césped, el susurro de la arboleda, el sonido de los utensilios domésticos, pero había algo raro en ese silencio que la impulsó a salir al jardín. Vio a los cuatro niños asomados al estanque mirando algo con atención y a uno de ellos con el brazo metido en el agua. Corrió hacia el lugar y arrancó el gato chorreante y exánime de la mano del niño, que se negaba a soltarlo. Berta quedó desolada y Ulrico a su regreso la encontró todavía llorando en la cocina.
Un par de días más tarde, Berta le reveló a Ulrico su decisión de internar a los niños en un instituto especial, que allí sabrían contenerlos mejor, que ella ya no podía verlos, que estaba cansada, que los niños habían transformado su existencia en un infierno desde que el mayor comenzara con las convulsiones que, uno tras otro, los fue arrojando a su estado de idiotismo. Fue aquella la peor discusión. Ulrico la trató de inhumana, de cruel, egoísta y hasta de perversa, a lo que Berta respondió que más perverso era dormir con el cuerpo excitado de los niños pegados al suyo. Ulrico estuvo a punto de golpearla, pero se contuvo a tiempo al intuir que ése hubiera sido el acto final, y si había algo que Ulrico no soportaba era la idea de separarse de los muchachos. De todos modos, Berta no cedió y lo colocó en la opción de quedarse con ella o sin nada, porque los niños irían a parar a la institución de todos modos. Ulrico, destrozado, volvió a cargar con sus bártulos. En el momento de irse, los niños comprendieron la situación y se abalanzaron sobre él y se prendieron a sus piernas y a su cintura y a sus brazos como garrapatas entre gemidos desgarradores y llantos e hipos que más se parecían al estertor de un moribundo que a la reacción de seres aferrados a este lado de la vida.
Ulrico estuvo menos de veinticuatro horas en su casa de enfrente, y al otro día Berta pudo observar oculta entre los pliegues del cortinado, la mudanza definitiva que se llevaría a Ulrico para siempre. La casa permaneció en venta durante varios meses. Un año después, Ulrico se enteró de la muerte de los muchachos, que finalmente no habían sido admitidos en ninguna institución pública, y con un nudo en el estómago exigió los detalles. Al parecer, uno había muerto por la ingesta del veneno para ratas que Berta desparramó por toda la casa, otro de neumonía, un azaroso descuido hundió a uno de los mellizos en las barrosas aguas del estanque, y el último cerró su boca a todo alimento y terminó sus días en la cama de un hospicio. En aquel momento, Ulrico recordó la vez que una jauría de perros perseguía a un gato urgido en llegar al refugio más cercano. Entonces Ulrico retrocedió un paso para no interponerse en el camino del animal que venía directo hacia él. Fue el movimiento que la desesperación del felino no pudo calcular y terminó por tropezar con uno de sus pies, y fue también el segundo, o las décimas de segundo, que los perros necesitaron para alcanzarlo y dejarlo transformado en una irreconocible masa de huesos y pelos y jirones de cuero sanguinolento. Cuando Ulrico se dio cuenta de que la intención de salvarlo lo había condenado, se prometió no volver a intentarlo nunca más, pero estaba visto que era de las personas que repetían los mismos errores una y otra vez y que sólo había conseguido que los muchachos, más allá de las incidencias de cada uno, en realidad murieran todos de tristeza.

Diciembre de 2009


EL TEMA ERA LA PASIÓN

Pero (su) comprensión (...) estaba decididamente limitada
por el buen gusto, incapaz de dar el salto tal vez mortal
hacia la imaginación.
José Donoso

No sólo la idea del concurso literario había sido de Cristino, sino la de fundar un sello editorial que durante los primeros meses no experimentó el ingreso de una sola propuesta que desacalambrase las dudas que iban surgiendo en el silencio de los tres, el de Edmundo mientras ensayaba en la computadora diseños de libros posibles, potenciales, inexistentes, de Zara mientras merodeaba registros contables que iban acumulando sumas en los pasivos, los atrasos y las ilusiones, de Cristino que se paseaba la oficina de un extremo a otro ante las miradas enmarcadas, casi escrutadoras, de Cortázar, Marechal, Onetti, Alfonsina Storni, que parecían advertirle te va a costar tanto como a nosotros, bajo este aroma a rosas hay una ciénaga donde miles se han hundido y desaparecido para siempre. Y además los veranos no son promisorios para la mayor parte de las actividades salvo que se cuente con hotel, heladería o taller de bicicletas, y ese febrero mortal los había recibido como quizá fuesen todos los febreros para todas las editoriales, con el ventilador de techo revolviendo el calor de las alturas, agitando apenas los papeles como apenas se agitaba el cortinado con las ventanas abiertas y por donde seguían entrando oleadas de aire caliente, cuando de pronto Cristino se había detenido en el medio de la habitación
-Ya lo tengo, lo tengo, muchachos, pero cómo no se nos ocurrió antes
una ocurrencia que hablaba en plural pero que únicamente había pasado por su cabeza y que en un principio no provocó la mínima desatención de Edmundo en el diseño dibujado en el monitor de la computadora ni de Zara como para levantar la mirada por encima del nivel de los anteojos de lectura
-si casi todas lo hacen, casi todas las chiquitas como la que tenemos nosotros
entonces Zara sin inmutarse y sin despegar las vista de sus papeles y con el dedo pulgar haciendo clic una y otra vez en el botón del bolígrafo le había preguntado qué problema tenía con el tamaño
-casi todas las editoriales chicas lo hacen, un concurso literario
ante lo cual Edmundo, también sin cometer el acto temerario de abandonar el monitor y darse vuelta para prestarle atención
-Eso es mas viejo que las catacumbas de Roma.
-Pero sigue funcionando –había insistido Cristino, a quien la indiferencia de sus compañeros y socios no pareció afectar en un miligramo el peso de su idea-. Convocamos a un concurso de cuentos, de no más de cinco páginas para que no se nos venga la noche. Primer premio, mil quinientos pesos y la edición del cuento. Por mil quinientos pesos más la edición, la mayoría de los escritores son capaces de entregar a Satanás el alma de su madre. Después damos tantas menciones como hagan falta para una antología cooperativa, agregamos unos treinta cuentos con cuantas felicitaciones hagan falta para alimentar el ego de tan promisorios autores, y después que se vayan poniendo según la cantidad de páginas de cada uno. Restando los gastos de edición y de ceremonia en alguna pocilga literaria, tiene que quedarnos una buena diferencia. ¿O no?
Sólo en aquel instante tanto Zara como Edmundo se habían dignado abandonar sus actividades y dirigir la vista hacia Cristino que mantenía cara de pensante como si en todo ese tiempo no hubiese hablado sino consigo.
-Lo primero que debemos hacer es establecer las bases, que por supuesto serán como las bases de todos los concursos, cuentos escritos en español, tema libre, bla bla bla, la cuestión del seudónimo, el monto del premio, la fecha límite de presentación que podría ser... a ver a ver, hacia la segunda quincena de mayo, etcétera, etcétera, ¿qué les parece?, el jurado estará integrado por tres personas de reconocido prestigio en el mundo literario, académico y periodístico, hay que promocionar el certamen en los mejores sitios de internet, vos, Edmundo, que te pasás el día momificado ante esa computadora, algo debés conocer, buscá, rastreá, hacé algo, algo tan simple para ir saliendo de este pozo lleno de telarañas mientras esperamos que las señoras Hermenegilda Martínez Paz de Villaurrutia y Bracamonte y Antonieta Elizabeth Thomson de Álzaga Unzué vengan a proponernos la edición de sus poemas atroces que escribieron en los momentos de ocio, es decir durante el noventa y cinco por ciento de sus vidas... pero qué estaba esperando este genio que tengo metido en la cabeza...
Entonces había sido Zara la primera en atreverse a interrumpir ese torrente de palabras que salían de la boca de Cristino como un eructo de digestiones atrasadas.
-¿Podrías aclararnos quiénes son esas tres personas de reconocido prestigio literario y académico y no sé qué más?
-Edmundo, por favor, despertala, sacudila, dale un par de sopapos para que se despabile.
-¿Vos te considerás capaz de formar parte de un jurado?
había seguido acuciándolo Zara, y Edmundo no supo reconocer en aquel momento si interesada o divertida con la propuesta.
-Ni yo ni vos, mi querida Zara. Pero aquí contamos con un escritor. ¿Acaso Edmundo no escribe cuentos?, ¿y hasta no tiene escrita una novela?
-Inédita –se había apresurado en aclarar Edmundo.
-Pero tenés varios cuentos publicados.
-En antologías.
-Qué importa si son antologías. ¿Tenés o no tenés cuentos publicados?
-Quiero decir que no tengo libros unipersonales...
-Dejá de poner palos en la rueda. ¿Me vas a decir que a esta altura no sos capaz de reconocer si un cuento está o no bien escrito?
-Hasta nosotros podríamos ayudarte como jurado de preselección –había agregado Zara, y apenas Edmundo hubo girado la atención hacia ella pudo verle en la mirada esa ventana por donde ya había entrado la idea de Cristino, quien
-Yo en eso de la preselección no me engancho. Sinceramente, creo que vos tendrías que ser el único miembro del jurado, aunque figuremos los tres. De los bodrios que nos lleguen, alguno se podrá rescatar para el primer premio. Y respecto a las treinta menciones, ¿a quién le importa?, ¿me pueden decir quién los va a leer, aparte de los amigotes o algunos resignados parientes de los autores?

Para los primeros días de mayo, Edmundo estaba dando cuenta de doscientos ochenta y seis carpetas llegadas por mano o por correo, algunas de localidades cercanas, otras del interior, incluso nueve de países limítrofes. Cuando hubo cuentos que comenzaron a llegar desde la segunda semana de marzo, tomó conciencia de lo que se venía, conciencia que era algo de promiscuidad en Cristino y algo de curiosidad en Zara, que de tanto en tanto tomaba alguno por azar para enterarse de qué clase de cosas enviaba la gente, lo que al principio le causó gracia, más tarde una fingida indignación cuando dijo que hasta ella hubiese podido participar entre aquella horda de escribas, analfas y aventureros y que sin duda estaría entre los finalistas, y por último un letal aburrimiento en su tarea de numerar las carpetas según el orden de llegada y de confeccionar planillas con títulos, seudónimos, y que incluía un par de columnas para la calificación y para las observaciones.
A Edmundo, en cambio, que había sido el último en aceptar la idea, a partir del arribo de las primeras carpetas se lo vio concentrado, adusto, silencioso, sin moverse de su butaca giratoria, como si tuviera entre las manos pequeñas joyas literarias, incluso a veces dejaba enfriar el café que solícitamente le dejaba Zara sobre el escritorio, ¿es necesario que se lea todo?, ¿no se da cuenta de ante qué clase de texto está nada más que con leer las primeras cinco líneas? Dejalo, dejalo, le contestaba Cristino por lo bajo; algo bueno va a salir de esto, no te olvides que hay que seleccionar como treinta menciones, y Zara insistía en que tendrían que haber estipulado un máximo de cuatro carillas y no de ocho, como ella propuso al principio, ahora cómo va a hacer para tragarse estos pilones que ya ni las estanterías alcanzan, encima por triplicado, pero aquellas voces eran un sonido murmurante para Edmundo como lo había sido ese casi inaudible desperfecto en el ventilador de techo que los acompañara durante todo el verano.
Y mientras las voces y las sombras de Zara y de Cristino se disolvían en la atmósfera como pertenecientes a otra realidad, Edmundo se iba metiendo en el espacio de las ficciones, una realidad nueva hecha de jirones, de escombros, de sintaxis horribles, errores semánticos, faltas ortográficas y de puntuación, impotencias para contar una historia, lugares comunes, relatos insustanciales, invertebrados, finales felices, rosas, cursis hasta el pudor, argumentos de telenovela, hijos naturales, desconocidos, irreconocidos, anécdotas de café que creían acercarse al territorio de la literatura, tragedias de epopeya que no iban más allá de los límites de la familia, delirios oníricos, testimonios herméticos para parecer profundos, o peor aún, con mensaje, morales, didácticos, bien intencionados. De los cuentos que habían llegado, apenas unos seis o siete podían ser rescatados con enorme voluntad, milagrosamente salvados de entre las llamas.
Por cierto que había algunos entretenidos, hasta podría decirse graciosos sin que fuese ésa la intención del autor. La variedad de los argumentos hacía difícil dilucidar en qué consistía exactamente ese atractivo, si en los asuntos de familia que los participantes aprovechaban para ventilarlos a la luz pública, vergüenzas que estuvieron prudentemente guardadas durante años, culpas, exorcismos, acusaciones que arrastraban la fantasía de verse editadas, intimidades que hablaban por sí solas. No eran muchos, un grupito de cuentos, y a veces ni siquiera cuentos, prosa surgida de un género indescifrable, tal vez rudimentos de historias extraídas de viejas cartas ocultas en el fondo de un ropero o de algún diario de juventud, propio o de la abuela, situaciones al vuelo escritas en servilletas de bares o en cuadernos de facultad cuando la morosidad del profesor se hacía insufrible, y de entre tantos escenarios y circunstancias personales, hubo uno que incluso llegó a sorprenderle por su pésima redacción, algo pavoroso, con todas las faltas posibles y atribuibles a la generación computarizada, celularizada, conectada y quizás incomunicada. Me estoy poniendo viejo, pensó cuando pensó en esos términos, pero tampoco supo si su vejez treintañera era un estado peyorativo o una pequeña suma de experiencias que ya lo estaba autorizando a observar la vida desde otro lugar. El relato, que llevaba por título “El gol mas lindo que ví en mi vida”, comienza con el encuentro entre un tal Sergio Pereyra, a quien también le dicen Palito o palito (en ocasiones está escrito con minúscula) y un tal Raúl, el padre de su mejor amigo quien lleva por nombre y apellido Gustavo Martín. Hechas las presentaciones, hola, como andás, y usted como está, entre mate y mate Palito le dice a Raúl que irá a visitar a Gustavo, Raúl le dice que qué bien, que se lo agradece, que Gustavo se va a poner contento de verlo, pero Palito Sergio palito le contesta que después sale mal, que no puede creer que una cosa así le ande pasando a Guss. Toda una introducción que hubiera podido suprimirse porque en realidad el cuento empieza cuando Palito entra en el internado, abre la puerta de un dormitorio, observa a Sergio de espaldas y con voz de falsete le dice: tiene visita, señor. Gran sorpresa, alegría, Gustavo corre hacia Palito y sedan un abraso con mucho sentimiento. Luego viene una referencia a un tal Pucheta cuando Gustavo dice ¡che! estas mas gordo a ver si quedas como el gordo Pucheta ¡te acordás del gordo?, comentario que no parece estar de más porque Pucheta jugaba muy bien al fútbol, era dueño y señor del área, y de abajo no lo pasaba nadie. Aquí se establece el puente entre la visita y el recuerdo de un golazo la vez que salieron campeones, un gol que ha dejado una marca imborrable en la memoria de ambos y que vuelve a despertar las emociones en cada oportunidad que lo describen. Palito, quizá apostando a una jugada condescendiente respecto de su amigo, le pide que vuelva a relatarlo y lo excita con el detalle de que la pelota había dado en la panza del gordo y entonces me cayó a mi y de ahí emprendimos una carrera contigo hasta el área contraria entre paredes y gambetas. Edmundo detuvo la lectura en esa frase, más certeramente en la palabra contigo. Ese brusco pase del voceo al tuteo podía deberse tanto a una sofisticación momentánea del autor como a la confusión lingüística propia de los uruguayos, que no terminan de incorporar el habla de los argentinos ni tampoco de entregarse a las distinguidas formas del español universal. Sí, cabía la posibilidad de que el autor fuese de nacionalidad uruguaya, aunque aquella sola palabra, apenas un detalle, fuese muy poco para llegar a esa conclusión. Además cinco líneas abajo Palito insiste ¡Gustavo! contadme aquel golazo que me encanta como lo contás, un desafuero bizarro seguido de me enloquece escucharte tu relato Guss, aséele ese gusto a tu amigo cuando Gustavo se hace desear y finge resistencia porque siempre que viene le pide lo mismo. Y es en ese instante que comienza el relato de la jugada que termina en gol y que ocupa más de una página. Gustavo recuerda cada movimiento, cada detalle, se diría hasta la última mata de pasto, cada rostro fugaz, el sol calcinante, cada rotación de pelota, cada latido de su corazón, está por terminar el partido (los triunfos son más espectaculares cuanto más agónicos), Guss recibe la pelota en el mediocampo de espaldas a un contrario, toca de cuchara hacia atrás por la derecha del rival (más tarde Edmundo preguntaría a un amigo futbolero qué significaba exactamente cuchara, pero la respuesta fue tan difusa y ambigua que se dio cuenta de que tampoco lo sabía) y sale disparado por el otro lado, es entonces cuando descubre a Palito esperándolo en la mitad de la cancha, le hace el pase y corre buscando posición, entonces Palito se hamaca para la derecha para la izquierda y deja un rival en el camino, ahí es cuando se le tira a los pies otro defensor para sacarle la pelota, y en un arranque de inspiración y de audacia la pisa y la lleva hacia atrás, el defensor pasa de largo con el talón arando tierra y Palito de taco le devuelve la pelota a Guss, que amaga picar por la izquierda pero arranca bruscamente hacia la derecha, el enemigo queda desarticulado, sorprendido, Palito y Gustavo se cruzan a la carrera como en una equis y es Palito el que ahora se lleva la pelota para devolvérsela a Guss otra vez de taco, ambos se filtran en el área y enfrentan a los dos últimos defensores que los esperan casi sobre una misma línea imaginaria, Palito se proyecta como para que Guss intente el pase entre los defensores y Guss en vez de puntear la pelota hace el amague la frena la pisa la muestra gira encima de la pelota hace la bicicleta y queda de espaldas a los rivales, con un toque enérgico y elegante se hace el autopase, llega al área chica, el arquero sale a cerrarle el arco por su lado izquierdo, Guss inclina el cuerpo para pegarle con alma y vida, nuevo engaño, cruza la pierna para darle de rabona en comba hacia el otro palo y la pelota queda mansamente dormida entre las redes y el mundo que estalla, una explosión galáctica conmueve el universo, el gol más lindo que Palito viera en su vida, ahí, a metros apenas, un espectador privilegiado, lo gritan, se abrazan, pronto todo el equipo es un ramillete de cabezas y torsos y brazos como si quisieran fundirse y ser un solo cuerpo, ¡goooool! grita Palito, el internado, la habitación, vuelven a abrazarse, vuelven a festejarlo, a vivirlo, a sentirlo, el dormitorio, Guss, la ventana que da al jardín, Palito le dice que si ese gol lo hubiese hecho en el Centenario quedaba registrado en el Libro de Oro de la F.I.F.A., pero lo hiciste en la cancha del barrio Sur, entonces el gordo Pechera (no es posible saber si se trata de otro gordo o es que el gordo Pucheta ha cambiado de nombre en la vorágine del relato) le dice al juez, ¡¡juez!!, por fabor, termine el partido que salimos campeones. Aquí hay un fuerte elemento que contribuye a pensar se trataría de un autor uruguayo, la mención del estadio Centenario, algo casi impensable en un argentino. La escena del partido culmina aludiendo a los craks que había en el equipo, el flaco Tornillo, el cangrejo Ricardo, Paparulo, el cacho Toscano, además de ellos dos, pero no nos vamos a elogiar nosotros, que no queda bien.
Edmundo no supo si terminar la lectura allí o continuarla hasta el final, como lo venía haciendo con la mayoría de los cuentos, en una especie de respeto religioso por las ilusiones de los concursantes, por sus fantasías, sus expectativas, por el esfuerzo de triplicarlo, de encarpetarlo, de presentarlo, de haberse tomado un colectivo hasta la editorial o gastarse treinta pesos en costo de franqueo. “El gol mas lindo que ví en mi vida” era uno de los tantos desechables, quizá entre los últimos lugares, y todavía faltaban como cuatro páginas para el final. Miró el reloj. Las seis menos cuarto. Cristino ya se estaba poniendo la campera para retirarse y Zara seguía divirtiéndose revisando las calificaciones en las planillas, sólo un siete, y de allí para abajo en una escala de cero al diez. También figuraba un uno que Zara le leyó a Cristino en voz alta, aparentemente escrito por una evangelista que narraba el milagro que Jesús nuestro Señor había operado sobre ella, apartándola del camino del demonio. En el cuento del gol hace su aparición la madre de Gustavo cuando Palito le comenta lo mucho que la quería porque tu vieja era una mujer extraordinaria y que comprende el dolor que le provocara su muerte, pero lo que no puede comprender es por qué abandonó el fútbol con lo buen jugador que era, mucho mejor que cualquiera de nosotros, que hasta se había permitido rechazar ofertas de Peñarol, de Nacional, de Defensor, que incluso lo vino a ver un dirigente de Independiente de Argentina. La mención de estos clubes terminaba de confirmar la nacionalidad uruguaya del autor, aun en el caso de Independiente, a quien un argentino nombraría de Avellaneda y no de Argentina. Es entonces cuando el autor voltea el cuerpo de Guss y lo reconcentra y lo deja mirando hacia el cristal de la ventana. De espaldas a Palito le dice está bien, que va a confesarle algo pero tiene que prometerle que no va a contárselo a nadie. Aquí parece comenzar otro segmento de la historia, aunque firmemente enlazado con el anterior. Gustavo tiene los botines a la miseria y le pide a la madre si puede comprarle unos nuevos, que es la final, que pueden salir campeones pero que él no puede jugar con los botines echos mierda como están. La madre le responde que sí a cambio de que le pinte la cocina. Gustavo acepta, pero pasan los días, se acerca el del partido y Gustavo no cumple con su parte. Entonces la madre le esconde los botines. Es en los momentos en que sufre una aguda recaída por su enfermedad, un cáncer que la viene consumiendo desde hace años. El día de la final Gustavo le suplica, le implora, se arrodilla ante su lecho, le ruega que le dé los botines, que es el partido más importante de su vida, pero la madre se mantiene inflexible, usted me pintaba la cocina y yo le daba los botines, así fue el trato. Porque cuando la madre se enojaba lo trataba de usted. Falta una hora para el partido, busca los botines por toda la casa, no logra encontrarlos y acude a su padre, viejo querido, por favor, por lo que más quieras, dame los botines, es lo último que te pido. Ante la desesperación de su hijo, el padre cede con la condición de que después pinte la cocina, y antes de que Guss salga disparado hacia la cancha le da una medalla con la virgencita, para que pidas por la salud de tu madre, sí viejo, te lo prometo, se mete la medalla en el pantalón y aparece otra vez la escena del juego. En este punto Edmundo se detuvo preguntándose si ese montaje del tiempo habría sido premeditado o salió de casualidad. Empezar por el final, con la visita de Palito a Gustavo en el internado, luego seguir con el relato del gol, retroceder hacia el pedido de los botines a la madre, continuar hacia delante, seguir en el campo de juego con el pedido a la Virgen, Virgencita Virgencita haceme hacer el mejor gol de la tarde Virgencita querida, y no pedí nada por mi vieja, reencontrarse con el festejo, eludir con la corrida el abrazo de los demás compañeros, incluso el de Palito, esquivando a uno y a otros hasta llegar a la mitad de la cancha y es hincarse y levantar los brazos al cielo gracias Virgencita segundos antes de sentir las dos toneladas de muchachos encima mío, el momento más feliz de mi vida, se me cortó la respiración pero no importaba, no se que tenia ganas de hacer, de quedarme así para siempre, que ese gol, el festejo no terminase nunca. Después se fueron cantando por la calle hasta la sede del club, a los gritos, la gente abría las puertas y las ventanas para mirarlos y ver qué pasaba, de repente me acordé de mi vieja y te dige Palo me voy a ver como esta mi vieja y a contarle a mi viejo que salimos campeones, Palito quiere acompañarlo pero Guss le dice no vos quedate festejando que yo vuelvo enseguida. Al arrimarse a la casa ve un ramillete de gente en la puerta, parientes, vecinos, se detiene, es un instante, enseguida empieza a correr, le abren paso, llega al dormitorio y mi madre estaba ahí, en su cama, con los ojos cerrados como si estuviese dormida, con esa carita tan linda y esa media sonrisa en sus labios y un rosario entre la manos, me acerque a su cama, caí de rodillas al lado de ella y le dije, perdóname mamita, perdóname por no haber pedido por vos y pedí para hacer ese gol de mierda que hice, perdóname y no me dejes madre mía, no me dejes sin tus retos, sin tus enojos, sin tus caricias, sin tus besos, sin tus abrazos, no, no me dejes madre mía, y estreche mi cabeza entre sus pechos donde tanta veces me cobijo y me mimo y lloré desconsoladamente contra su pecho, no se si me desvanecí o me dormí pensando que era un sueño, se que mi viejo me saco y me llevo al dormitorio, estaba desconsolado. El desenlace del cuento se aproxima al relatar que no quiso acompañar el cuerpo de su madre cuando se lo llevaron y que al encontrarse solo busca la virgencita (sería materia para un sicólogo dilucidar la razón de por qué ahora escribía esa palabra con minúscula) y le pide que le devuelva a la madre, que si se la devuelve promete que abandonará el fútbol, devolvemela y te juro que no juego mas virgencita querida. Es el instante en que el relato regresa a su presente básico y Gustavo le menciona a Palito que la virgencita cumplió, que todos los días la madre viene a visitarlo a las seis de la tarde y se encuentran en el jardín y que lo disculpe, que tiene que dejarlo porque ya está por venir, que son las seis menos cinco, lo abraza y sale casi corriendo y poco después Palito abandona la habitación y se va caminando despacito por esos pasillos fríos y silenciosos con lágrimas que brotan de sus ojos y piensa pensar que este botija hizo el gol mas lindo que vi en mi vida, y ahora es el mas triste.
Casi podría decirse que tiró la carpeta sobre la pila algo desordenada que se alzaba a un costado. Hizo el amague de tomar otra, pero era suficiente por hoy. Con esos gestos que muestran cansancio para una cámara invisible, convenciéndose de que estaba contracturado, agotado y hambriento, se puso el abrigo, dio una postrer mirada por el ambiente como despidiéndose de tantas horas de trabajo y cerró la oficina. Mientras caminaba hacia la parada del colectivo se puso a pensar en la lectura más acelerada que había empleado en los últimos cincuenta relatos, quizá más, y en el horror que le causaba la posibilidad de que en medio de la catástrofe general y de su propio embotamiento, pudiera escapársele el cuento que de manera inobjetable debiera llevarse el primer premio, que pasara de largo por su mirada como un ligero vuelo de pájaro y perderse con mucha pena y sin nada de gloria entre el carpeterío peligrosamente inclinado que amenazaba con desmoronarse. Tal vez porque fuese el último cuento que leyera, “El gol mas lindo que ví en mi vida” lo siguió hasta su casa, lo acompañó durante la cena, interfirió en el rato que vio algo de televisión y se acostó con él en la soledad de su cuarto. Hasta había algo de molesto en ese cuento, como un mosquito en el silencio de la noche, que lo mantenía con los párpados abiertos y la mirada extraviada en la oscuridad del cielo raso y aun mientras simulaba dormirse, el cuento metido en alguna parte del sueño, en el despertar de la mañana sin alcanzar a revelársele el contenido de lo soñado, pero tenía algo que ver con el cuento, el maldito cuento acosándolo en la intimidad del baño, mirándolo desde el espejo, derramándose en el agua sin que se fuese por el orificio de desagote, percibiéndolo durante el desayuno en la espuma del café con leche, en el sabor de las tostadas. Más tarde, de vuelta en la editorial, por momentos la lectura de otros cuentos lograba alejarlo, pero “El gol mas lindo que ví en mi vida” siempre regresaba, aunque fuese como una caricia casi impalpable, un susurro lejano de palabras que no podían entenderse. Como siempre durante esas últimas semanas, era el primero en llegar y Zara y Cristino lo hallaron concentrado en las lecturas y con la cafetera eléctrica echando vapor. Ese día leyó treinta y cinco cuentos y cuando la pila se inclinó como advirtiendo que no sostendría uno más, Zara reacomodó todas las carpetas y se puso a embolsarlas y a distribuirlas por las estanterías y bajo el escritorio. Sólo permanecía con Edmundo la pequeña pila de cuentos que iba escogiendo para la antología, sin que el ganador se hubiese dignado a aparecer.
Ese día el correo trajo otras once carpetas y quince participantes las alcanzaron personalmente. Edmundo ya había procedido a encerrarse en un cuarto contiguo para que aquellos rostros cargados de expectativas y de esperanzas no entorpecieran su atención y mucho menos su decisión, que unos ojos dulces no hiciesen dulce un relato, que un rostro duro o feo o un cuerpo desaliñado no lo predispusiese desfavorablemente. Entonces se preguntó qué aspecto tendría el autor de “El gol mas lindo que ví en mi vida”. Sería un tipo joven, un muchacho, un cuarentón, o sería el cuento de un viejo recuerdo de juventud, un cuento que alguien habría rescatado desde allá lejos en el tiempo. No parecía tener un tono nostálgico sino transitar una historia reciente. Sería joven, no debía de superar los veinticinco, uno de ésos con los sempiternos auriculares metido en qué tipo de música, bailantera, bolichera, rock nacional, a qué clase debía de pertenecer, clase media baja, bajísima, iletrada, un taller mecánico, una herrería, o un pequeño negocio, no se lo figuraba dependiente sino trabajando para él en algo no muy rentable pero que garantizaba la supervivencia digna, un buen chico, querido en el barrio, a la cancha los domingos, infaltable, nunca solo por supuesto, con un grupo de amigos, y a la salida a tomarse unas birras, pero en qué estaba pensando, en estereotipos, él era un escritor, un intelectual, no tenía derecho a esas fantasías, a deslizarse cómodamente por los lugares comunes, podría ser un muchacho con el espíritu torturado por la desgracia, angustiado, queriendo salir de un lugar social para instalarse en otro, de alguna manera se había conectado con las bases de un concurso literario, quién se las hizo llegar, cómo, por qué, en una tarde aburrida, sentado ante la computadora, divagando por un buscador, de pronto dio con el certamen, mil quinientos pesos, no vendrían mal, recordó la historia del gol, debía de tener componentes autobiográficos, aunque la maniobra del gol fuese exagerada y no haya sido tan compleja como la que vivió, luego la cuestión de la chifladura, algún pariente, algún amigo caído en desgracia, el hijo de un vecino, algo que escuchó en el barrio, enloqueció así de pronto y hubo que internarlo, ni siquiera sabía que lo recordaba, que una imagen inquietante había quedado agazapada en el fondo de su memoria hablándole de la fragilidad de la mente, de la posibilidad de que a cualquiera en cualquier día algo se le quebrase dentro entre ruidos silenciosos y grietas que nunca se habían advertido, y despertar una mañana con los ojos asustados, con ese desvarío clavado en el cerebro, una ruptura con el mundo exterior, y asociar ese hecho con la muerte de la madre, el partido de fútbol, aquel gol, el más lindo que viera en su vida, y formar una historia con virgencita incluida. En qué momento habría venido del Uruguay. No de niño porque las referencias al estadio Centenario, a los clubes, al juego y ese tanto glorioso pertenecían a alguien que había trascendido la adolescencia o que estaba por desprenderse de ella. Había venido a la Argentina de muchacho como pasando de una provincia a otra en busca de un futuro mejor, como lo hacían cientos de miles de provincianos hacia la capital y de capitalinos hacia el interior, habría venido solo, casi con lo puesto, casi una aventura, sin tanto dolor de exilio porque Montevideo ni siquiera estaba lejos...
-Por qué pensamientos andarás volando.
Era Zara arrimándole otro humeante tazón de café. Tuvo que retomar varias páginas del relato que tenía entre la manos cuando se dio cuenta de que no recordaba una sola línea y que el pensamiento y el vuelo regresaban siempre a aquella historia estúpida, monumento a la cursilería de madres agonizantes, llantos desconsolados, desmayos, insostenible descripción de un gol en un campeonato de barrio, todo eso rematado con un concepto ligero y elemental de la locura. Sin embargo el cuento se mantenía allí, siguiéndolo y persiguiéndolo como una obsesión, con esa superioridad mansa, imperturbable, de quien sabe que tiene la partida ganada.
-¿Qué estás buscando? –le preguntó Cristino cuando lo vio pasar revista por las estanterías.
-Es una de las carpetas. Creo que llegó hace como dos semanas, posiblemente menos. No recuerdo bien...
Enseguida se arrimó Zara. Dijo que las bolsas estaban todas mezcladas, que no había seguido ningún criterio en el ordenamiento porque suponía que los cuentos que le interesaban los había apartado. Los originales ya estaban mezclados con los duplicados y los triplicados. Cristino hasta llegó a preguntarle si era estrictamente necesario recuperar ese título por suerte tan fácil de recordar, a lo que Edmundo respondió con un rotundo silencio. Mientras desembolsaban las carpetas y el cuento seguía sin aparecer, a Edmundo se le iba formando una roca en el estómago, un divertículo gigantesco pero nada divertido, una lámina de sudores que le pegaba al cuerpo la camisa de lana. De todos modos, había tres ejemplares y alguno habría de encontrarse, hazaña que le correspondió a Zara luego de una hora de búsqueda.
Esa tarde se retiró más temprano y una vez en su cuarto volvió a leerlo con la atención puesta en cada detalle, salteando las partes inútiles, deteniéndose en ciertos escenarios, en oraciones completas, frases, palabras, para volver a insertarlas en la amplitud del párrafo y organizar una evaluación general. Ciertamente, el cuento era irrecuperable. No era cuestión de corregir afectaciones, vulgaridades, faltas ortográficas, contracciones escandalosas, rimas, repeticiones, acentos que faltaban o que sobraban, comas que dividían el sujeto del predicado, provocar pequeños giros sintácticos dentro de lo permisible sin afectar la autoría del texto. El cuento debía ser reescrito en su totalidad, pero para recuperar qué. Algo había en esa historia que se le estaba metiendo dentro, que se metía en sus sueños, en su vigilia, que lograba colocarse por encima de la mediocridad de todo lo demás. Hasta empezaba a sentirse ofendido, con un sentimiento de devaluación de su propio intelecto, por dejarse atrapar por un cuento que en realidad no merecía más cuidado que una lectura fugaz. Sin embargo allí estaban ese gol transformado en el hecho más importante en la vida de un hombre, esa angustia por los botines que no aparecían, ese grito existencial con los brazos al cielo en la mitad de cancha, esa virgencita pagana de religiones antiguas que regresaba convertida en medallita de lata, esa madre y un amor desnudo, descarnado, sin planteos, sin traumas, sin complejos por el complejo de Edipo porque lo más grande que hay en el mundo es la vieja, allí se encontraban esos elementos escondidos tras un disfraz grotesco que pedían ser rescatados, salvados, reivindicados.
Comenzó a trabajar cerca de la medianoche. Lo primero que hizo fue eliminar aquella introducción superflua, el encuentro entre Raúl y Sergio Pereyra, alias Palito. El relato debía comenzar sin preámbulos en el instante en que Palito entra en el cuarto y dice: tiene visita, señor. Esa presentación era esencial porque sugería que no se ingresaba en una habitación o en un dormitorio cualquiera, sino en un lugar un tanto peculiar. No fue Guss quien atendió la puerta de calle y había sido sorprendido. Ese abrazo y la alegría del encuentro podían considerarse logrados pero, al igual que todo el texto, debía rescribirse por completo. Además era conveniente cambiarle el nombre al tal Pucheta, dedicatoria a la perogrullada y primer sobrenombre que puede pasársele por la cabeza a alguien desprovisto de imaginación. No obstante, la palabra pucheta, íntimamente asociada a puchero o a pechuga, podía aproximar la idea de algo gordo o pesado. Dejó el sobrenombre para después, con puntos suspensivos entre paréntesis. Al menos la mitad del relato del gol debía ser eliminado, con esa sobreabundancia de tacos y pases y gambetas, y sobre todo de palabras técnicas del argot futbolero que pudiesen ser pesadas o sencillamente ininteligibles para el lector común. Mantuvo la escena de la corrida hacia la mitad de cancha, eludiendo a sus propios compañeros y con los pelos al viento, hasta caer de rodillas dentro del círculo central. Esos brazos al cielo debían estar elevados más a una entidad abstracta, una búsqueda y un hallazgo dentro de sí, que a una virgencita concreta. La virgencita era prácticamente insalvable y debía desaparecer. Luego el final del partido, el festejo por las calles, el ingreso en un bar de la zona, los ríos de cerveza. Llegó a preguntarse qué clase de campeonato sería ése, cuántos equipos intervendrían, si se jugaría en varias canchas o habría una sola con grandes peladares en el centro y en las áreas, si habría condición de local y de visitante. Y en todo caso, si en ese partido habían sido locales o visitantes. En esas circunstancias le hubiera gustado encontrarse con el autor para ciertos detalles que situasen el relato que estaba escribiendo, aunque no los nombrara. Luego la escena más delicada, cómo podía hacer para arrancar ese sentimentalismo rústico y tanguero a la escena del encuentro con la madre muerta. Tal vez debía quedar paralizado en la puerta, no animarse a entrar, o mantenerse quieto en las aproximaciones antes de ser visto por parientes y vecinos, comprendiéndolo todo medio oculto tras el tronco de un árbol, imaginando el rostro de su padre, recrear el de su madre acostada en su lecho con las manos tomadas una de la otra y un rosario enredado entre los dedos, pegar la vuelta y vagar por las calles de la ciudad arrastrando la culpa en cada paso, murmurando palabras que sólo eran un movimiento de los labios, pero hacerlas legibles al lector. Aquí podrían insinuarse los primeros síntomas de desequilibrio, por qué no pintó la cocina, si hubiese pintado la cocina tal vez su madre estaría viva, debería pintarla apenas regresase a casa, mañana mismo, no recuerda el color, cree que era amarillo, un amarillo subido, tipo mostaza, aunque el tono de inmediato le devuelve el rostro del cadáver de la madre, lo ahuyenta, trata de espantarlo como una mosca que revolotea incansable alrededor de su cabeza, sigue caminando por calles lóbregas, solitarias, de árboles raquíticos y viejo empedrado. Las sombras del anochecer comienzan a envolver la ciudad, en algún momento deja caer los botines que llevaba colgados de los cordones, pero no, a los botines los tenía puestos, en ningún momento se los sacó y desprenderse de ellos y dejarlos abandonados en cualquier sitio y seguir su camino descalzo sería una afectación melodramática. No sabe qué hacer con los botines, cómo convertirlos en símbolo. Los deja pasar. Quizá en algún momento podría detenerse y permanecer observándolos sin poder tomar una resolución. Transmitir su propia impotencia al personaje. Comienza a lloviznar, una lluvia fina, triste, que se confunde con el deseo de llorar y no poder. Por qué no puede llorar. Por qué no puede largar lo que tiene dentro, manteniendo la culpa intacta, sin una fisura, sin una maldita grieta que pueda quebrarla. La escena final del encuentro entre Gustavo y Palito en la habitación del hospicio debía presentar cierta ambigüedad, falta de precisión, como una pintura impresionista, algo más cercano a lo onírico que al mundo real. Y, por supuesto, la locura de Gustavo en algo mucho más sutil, apenas insinuado, breves destellos que inquietaran a Palito, que lo volviesen tenso, preso de su propio disimulo. Podrían ser incoherencias, respuestas que poco tuvieran que ver con la pregunta, alguna mención a la madre en tiempo presente, como si se hallase en las cercanías y fuese a aparecer de un momento a otro. Sólo algunas líneas, segmentos de ciertos párrafos, conceptos sustanciales, iban quedando del original, que sin embargo no era irreconocible porque el paralelismo entre una historia y otra era evidente. Corrigió toda la ortografía, las preposiciones, cambió palabras por sinónimos, modificó la sintaxis, suprimió grandes sectores del relato y agregó otros, buscó giros que apelaran a la metáfora y a la elegancia del lenguaje, a las composiciones visuales, al sentido plástico de la literatura. El transcurrir de las horas lo fue envolviendo en un arrebato donde se sentía a un mismo tiempo extraño y nunca tan cercano a él y esa contradicción se trasladaba al golpe frenético de los dedos en el teclado. Habría puesto sencillamente “El mejor gol” para que uno de los protagonistas de la jugada no apareciese como espectador, pero lo único que no podía cambiarse era el título, no hacerlo ostensible a primera vista, y se limitó a colocar la tilde en el adverbio y a suprimirla en el verbo. Si había algo que no podía ocurrir era que el autor se diese cuenta de las alteraciones en la ceremonia de entrega del premio. Seguramente ni siquiera abriría el libro para echarle una ojeada, permanecería tieso en su lugar, de pie, con uno de los ejemplares y el sobre con los mil quinientos pesos y el pergamino con la leyenda 1er premio narrativa, las fotos, los aplausos, el abrazo con los parientes, los amigos, luego ir a tomar un café con algunos escogidos, prolongar el momento, la gloria, casi como aquel gol inolvidable. Se lo imaginó en su cuarto, en la cama, abriendo al fin el libro con su cuento en primer lugar, siempre lo hacen, regalarse ese instante, después de todo se trataba de su obra, posiblemente la única, el único cuento que escribiera en su vida, tal vez creyéndose un embrión de escritor, y de pronto la sorpresa, el texto modificado, podado, embellecido, desde la primera hasta la última línea, reconociendo el original como un eco lejano que a cada página se iría extinguiendo en la inmensidad del paisaje hasta hacerse inaudible, sin el encuentro con el padre de Guss (esa doble ese que permaneció por una cuestión visual y sonora), sin los dos tercios de ese exasperante relato del gol, sin la virgencita, sin desplomarse sobre el cadáver de la madre, sin escenarios de telenovela, qué habría pasado con su testimonio, quién lo habría rescrito, quién había sabido tomar lo esencial de su historia para transformarla en un verdadero cuento, de qué se trataba aquello, parecía una broma, ni siquiera había guardado una copia del original como para recordar, hacer comparaciones, pero él había ganado el premio, en el libro, en el pergamino, estaban su nombre, en el sobre estaban los mil quinientos pesos, todo era suyo, más de uno le diría decime che, dónde aprendiste a escribir vos, no te hacía escritor, entonces habría un secreto celosamente guardado entre él y un desconocido, para siempre, hasta el fin de la vida, un cuento que leerían sus hijos, sus nietos, la anécdota que alguna vez vivió concebida en otra dimensión, como un acto mágico del que nadie, nadie, debía enterarse.
Terminó de rescribir el cuento a las seis de la mañana, cansado pero siempre excitado. Alcanzó a tomarse un último tazón de café y a fumarse el último cigarrillo antes de que una pálida luminosidad en el horizonte anunciara el amanecer. Ese día llegó a la editorial más tarde de lo acostumbrado, ojeroso y con un brillo raro en la mirada. Zara y Cristino se mostraron sorprendidos.
-Tengo el primer premio.
Zara le recordó que todavía faltaban algunos días para el cierre de admisión y que ella sabía que los mejores trabajos suelen llegar al final porque son los más elaborados. Cristino le recordó que el primer premio era el menos importante, que lo que realmente importaba eran las treinta o cuarenta menciones, es decir, los treinta o cuarenta idiotas que iban a pagar por la publicación y que constituían la ganancia concreta de la editorial. Pero el resto de los cuentos fueron pasando como una acción de compromiso. Efectivamente, hubo dos o tres que hubiesen podido alzarse con el primer premio, pero él ya lo tenía decidido y ni aunque Borges y Onetti y Cortázar se levantasen de sus tumbas y se les diese por participar en el concurso de esta pequeña editorial, nada en este mundo iba a modificar su determinación.

La ceremonia se hizo en el subsuelo de un tugurio de la zona donde solían presentarse conjuntos de rock, grupos de poesía y otras marginalidades. Paredes con manchones de adobe a la vista, cuadros con fotos antiguas, semipenumbra de luces de poco voltaje, araña central llena de telarañas que no habían sido plumereadas en los últimos diez años, rústicas mesas de madera, cáscaras de maní pulverizadas y mimetizadas con el piso de ladrillos. Mencionados y allegados cubrían la totalidad del espacio y muchos permanecían de pie, en grupos o en hileras arrimadas a las paredes. Edmundo fue el único orador, palabras de agradecimiento, el placer de reencontrarse con la literatura joven, figuras prometedoras, otros buenos relatos que debieran haber participado de esta antología pero que por una cuestión de espacio quedaron fuera, que los cuentos seleccionados eran todos ganadores, que felicitaciones, que el honor no era tanto para los concursantes sino para él, para los restantes miembros del jurado, etcétera, aplausos, flashes, la entrega de cada diploma, nuevos aplausos, y por último el nombre del primer premio, Gonzalo Salvatierra, se sorprendió al verlo, no lo imaginaba así, podía ser de unos treinta años, quizá treinta y cuatro, quizá veintiséis, un rostro de edad indefinible, algo gordito, de estatura más bien baja, no tenía aspecto de jugador de fútbol, tampoco tenía aspecto de entrar en un siquiátrico y abrazarse con Guss para recordar viejas glorias, parecía más bien de clase media, algo rubión, de ojos claros, ni siquiera tenía las manos curtidas por un taller mecánico o algún otro tipo de trabajo manual. Quedó desconcertado. Gonzalo Salvatierra le devolvió una mirada limpia, de cristales recién pulidos. En el apretón de manos sintió su carne blanda y húmeda, sus dedos poco firmes, y esa sonrisa abierta, expansiva, con dientes de teclado. Nada era como lo había supuesto. Después de todo, quizá ni siquiera la historia era real, arrebatada a un mundo inventado, de imaginación pura.
La tertulia culminó tarde. Todo un éxito, según Zara. Muchos subieron a tomar algo y ocuparon la totalidad de las mesas. También fue un éxito para el dueño del bar. Edmundo regresó a casa cerca de las tres de la mañana, ocultamente feliz detrás de un bostezo, pero con la energía suficiente para preguntarse si Gonzalo Salvatierra ya habría leído el cuento escrito sobre su cuento, su relato real o imaginario transformado en un palimpsesto. Se fue desnudando sin prisa. Colocó la almohada contra la pared a modo de respaldo. Tomó un ejemplar de la antología que había dejado sobre la mesa de luz. Tenía sueño pero no podía resistir la tentación de echarle un vistazo, aunque fuese a las primeras páginas. Y allí, desde la cama, el cuento empezó a parecerle otro, con otra cadencia, otro alcance, como si tampoco esta historia estuviese escrita por él. Es posible que estuviese más cansado de lo que su vigilia se esforzaba en decirle. Fue pasando las líneas, los párrafos, las situaciones, y el relato se le figuraba cada vez más vacío. Algo faltaba, invisible a sus ojos, un cuerpo sin esqueleto, perfectamente modelado por fuera, de movimientos audaces, la mejor escenografía, el estado de tensión, un cuerpo depurado de vibraciones rudimentarias, ni una palabra de más, ni una de menos, y sin embargo hueco. Cuando terminó de leerlo, tampoco pudo saber qué faltaba o qué sobraba. Le hubiese gustado rescribirlo totalmente si pudiera. Pero ya era tarde. El relato estaba impreso, acuñado, con vuelo propio, con toda su farsa pegada al papel, indestructible. Hasta llegó a preguntarse si en ese preciso momento Gonzalo Salvatierra también lo estaría leyendo en su cama, percibiendo lo mismo que él, historia despojada de una esencia que no alcanzaba a precisar, acaso inmaterial, acaso una arenilla que se escurría entre los dedos y que un soplo de aire diseminaba por el piso de la habitación. Se sintió árido.
Cerró el libro y apagó la luz.


EL ESTANCAMIENTO

¿Dónde hallaré la estación para tomar el tren
de rieles inacabables que ya no puede
ganar mayor velocidad porque todo es límite
a partir de cierto recodo?
¿Dónde se reanuda el infinito?

Augusto Céspedes


Ya hacía un buen rato que el sol se encontraba escondido tras el horizonte de arboledas y edificios suburbanos. Miró el reloj por quinta vez en la última media hora. Era noche cerrada. El tren seguía hamacándolo de un lado a otro, un movimiento tan rutinario e imperturbable como su voz colocada en el extremo del vagón, solicitando la atención de los señores pasajeros, que disculpen la molestia, que estoy entregando los exquisitos bocaditos de dulce de leche cubiertos de chocolate dulcico, dos bocaditos por dos pesos, solamente tienen que solicitármelo, y después comenzar el recorrido del vagón acompañando ese movimiento que hacía cuántos años había aprendido a dominar, aproveche la oportunidad, dos bocaditos por dos pesos, cuántos vagones de ida y vuelta había recorrido durante el día, desde la mañana, rostros todavía adormilados, la hora pico, luego el mediodía, nunca se le había dado por contar la cantidad de trenes que envolvían su jornada, la tarde, otra hora pico de gentes metidas en sus aburridos rostros de oficina, obreros, comerciantes, el anochecer, nunca se le había dado por contarlos, unos veinte, veintidós, tal vez más, cuántos viajes en esos trenes que se repetían hasta formar un solo tren, un solo movimiento, y la suya una sola voz, los mismos bocaditos dulcico cubiertos de chocolate. Noche cerrada. Siempre a esa hora se le daba por mirar el reloj, la vuelta a casa, otra hora de viaje, el subte, otro tren camino al sur, el colectivo hacia las profundidades de Berazategui, barrios bajos, mal iluminados, calles de tierra, y sin embargo podía gozarlo a pesar del cansancio, gozar el ladrido de los perros, los grillos, los faroles de media cuadra, ese olor a plantas, casi campo, Vanina, los críos.
A veces ocurrían cosas como ésa. Una señora que creía haber visto en el vagón anterior, que volvía a levantar la mano para llamarlo, que otra vez hurgaba en la cartera, en el monedero, en busca del billete de dos pesos, que permaneció por un instante con el billete colgándole de los dedos. Rostros, actitudes que posiblemente se repetían en el transcurso de los días, gente que se sentaba en el mismo asiento, figuras y situaciones que terminaban empastándose en la conciencia porque ya no era posible diferenciarlas. También esa muchacha de ojos pintarrajeados como faraones que volvía a darle no un billete sino las dos monedas de un peso que le diera en el vagón anterior, o quizá en el otro, hasta había algo de gracioso en esa situación y estuvo por preguntarle por qué decidió cambiarse de asiento. No sería la primera vez que un grupo completo de personas, por alguna razón que desconoció y que no se interesó por conocer, se trasladara de vagón y se lo encontrara más adelante y volviera a ofrecerle los bocaditos dulcico, personas que terminaron festejando el reencuentro lo mismo que si hubiesen hecho una jugarreta. Les había sonreído tanto a la señora como a la muchacha, pero ambas respondieron a la sonrisa como interpretando un gesto de amabilidad. Lo del hombre calvo con el portafolios sobre las piernas que le comprara cuatro bacaditos con un billete de cinco y al que debió darle una moneda de cambio, empezó a transformarse en una coincidencia inquietante. El agotamiento, ese agotamiento luego de doce horas de trabajo repitiendo las mismas palabras en los mismos trenes con personas que volverían a cruzarse en su itinerario una y otra vez, todos los días en los mismos horarios, y sin embargo hasta se permitió la idea de regresar al vagón anterior, o quizás al otro, no recordaba bien, estaba seguro de haberlos cruzado, de que esos tres pasajeros compraron los bocaditos con iguales billetes e idénticas monedas hacía sólo unos minutos, además estaba el guarda que conocía de años, como a todos los guardas de la línea, y que lo saludó apenas con esa inclinación de cabeza, es cierto que se permitió la idea, pero no estaban las cosas como para andar perdiendo el tiempo, y aunque volviese a encontrarlos, en qué cambiaba esa coincidencia mágica en su vida, por más que la vida se llenase de fantasmas, de fenómenos inexplicables, él podía seguir vendiendo los bocaditos dulcico a los fantasmas que se trasladaban de un inexplicable vagón a otro y regresar a casa con los bolsillos llenos de monedas y de billetes de dos pesos y los fenómenos podrían repetirse hasta el cansancio porque en definitiva no era algo que le interesase. Que la realidad tuviera todas las irrealidades que quisiera, acaso alguien no le contó en cierta ocasión que un hombre que regresaba de su oficina se había encontrado con un supermercado en lugar de su casa, un supermercado que hacía años estaba en el lugar, y la persona que se lo contó lo hizo como si aquello fuese un hecho verosímil y ni siquiera le quedó del todo claro si la persona había protagonizado el hecho o lo escuchó de otro, la persona aquella tenía muy mal olor y la mirada atravesada por una neblina, pero en seguida su mente regresó sin dejar de admitir el impulso de volver a los vagones anteriores, una cuestión de curiosidad, sacarse algo de encima por más que ese algo fuese algo tan impreciso, inasible, estaba casi seguro de haberlos visto en la parte trasera del tren.
Aun en el vagón siguiente seguía con esa impresión extraña mientras anunciaba disculpen la molestia, los bocaditos dulcico bañados en chocolate y hasta había un residuo de protesta por permitirse aquellas inquietudes que en el fondo no servían para nada y sentir una babosa pegada a la espalda que escurría un jugo helado y espeso cuando lo único importante era terminar con la jornada y llegar a la estación Retiro y regresar a casa, al arrullo de la arboleda, los faroles de media cuadra, casi olor a campo. Cuando volvió a ver la señora en el vagón siguiente al siguiente estuvo a punto de lanzar una carcajada, un verdadero ataque de risa, pero no había nada de qué reírse, nada, hubiese sido preferible un puñetazo en la boca del estómago que lo dejase sin respiración y no esa estúpida ganas de reírse, tener que reprimirlo incluso en el instante que la señora lo llamó desde el mismo asiento pegado a la ventanilla sin siquiera la necesidad de las palabras de anuncio sobre los bocaditos dulcico, ese gesto con la mano derecha, acaso volvería a pagarle con un billete de dos pesos, no iba a permitírselo, ni a ella ni a la muchacha de los ojos pintarrajeados como faraones que también lo estaba mirando tal vez en espera del discurso de los bocaditos que no tenía la menor intención de comenzar, y de que se arrimase a su asiento pegado al pasillo para abonarle los dulcico con las dos monedas de un peso, y aunque el vagón estuviera con algo más de gente de a pie que podría haberle dificultado la visual, alcanzó a sorprender la presencia del hombre calvo que quizá tendría el portafolios sobre las piernas y la billetera en el saco y el billete de cinco pesos con que le pagaría no dos sino cuatro bocaditos dulcico, y por supuesto también el guarda al que no le veía la cara porque estaba de espaldas pero que podía adivinarle ese rostro curtido y los ojos fatigados y esa cabeza de cráneo macizo con que iría a saludarlo apenas con una inclinación. Era curioso que persistiese con la idea de tener garantizada la venta de al menos ocho bocaditos en el vagón, que ya no le quedaban más de treinta en la caja, quizá unos veinticinco, incluso era posible terminase la jornada con unos pocos dulcicos en la caja, que hasta con algo de suerte podría venderlos casi todos al terminar en el primer vagón del tren, que es donde siempre terminaba, la primera puerta del primer vagón y en lo posible ser el primero en salir y en trasponer los molinetes, sin embargo había una cuerda atada a su cintura que tiraba en sentido contrario, que lo arrastraba a investigar los vagones por donde había pasado y comprobar si la señora y la muchacha y el guarda y el hombre calvo se habían ido trasladando de un vagón a otro sin que él se diera cuenta, quizá se tratase de un complot, o de una broma como en esos programas de la tele que colocan a la gente en circunstancias absurdas para que todo el mundo se ría, para que todo el mundo se ría de él, en el barrio, en su propia casa, sin embargo por qué presentía que no había nada de eso, que no era posible, cómo se habían escabullido todas esas personas sin que él se diese cuenta, pasándole por el costado, rozándolo con el movimiento del tren, claro que no era posible, y al regresar a casa entre el arrullo de la arboleda y los faroles y los ladridos lejanos, seguiría preguntándoselo. Aunque vendiese unos bocaditos menos tal vez debiera sacarse esa curiosidad de encima, volver sobre los pasos, recorrer cada uno de los vagones y comprobar lo que hubiese que comprobar, libre de sospechas, en ese momento se le hacía difícil especular con abrir la puerta de casa, comentárselo a Vanina que muy posiblemente lo escucharía con desinterés mientras terminaba de calentar la comida, debía llegar con la plena evidencia de que había personas que se estaban repitiendo de vagón en vagón y que además repetían sus actitudes, debía comentárselo con la prueba irrefutable del convencimiento en sus palabras, sólo así lograría la atención de Vanina, pero en qué estaba pensando. De pronto se dio cuenta de que había gente que tenía puesta su atención en él, quizá extrañada de verlo ahí parado en el extremo del vagón, sin saber qué hacer, sin hacer nada, mudo y estático igual a un idiota, era el momento de tomar una resolución, encarar a la señora, o al guarda a quien conocía de tantos años y preguntarles cómo era posible que sus presencias se fuesen repitiendo en varios vagones, pero no, era preferible evitar que lo mirasen como posiblemente los mirarían, como si el bromista fuese él, lo más aconsejable era retroceder a los vagones anteriores para comprobar que ese día estaba más cansado que nunca, más perturbado que nunca, que las jornadas diarias podían desembocar en ese tipo de espejismos, que había que tomarlo con calma, la señora lo llamaba agitando el billete en la punta de los dedos, empecinada en comprarle los malditos bocaditos dulcico con el mugroso billete de dos pesos, entonces se volvió con la decisión de retroceder hasta el primer vagón de todos, que en realidad era el último en el sentido de la orientación del tren, el tren que se hamacaba peor que nunca llevándolo para un costado y para otro, tirándolo contra los asientos, provocando que embistiera a los pasajeros, estuvo por perder la caja, por conseguir que los bocaditos dulcico bañados en chocolate terminasen aplastados por los zapatos de los pasajeros, traspuso ese vagón completo, pasó al otro, pero cuántas cuadras había entre estación y estación, el trayecto parecía interminable y el tren que seguía hamacándose tal vez en un exceso de velocidad como si en cualquier momento fuese a derrumbarse para cualquiera de los costados, pero los pasajeros no parecían darse cuenta de nada, algunos metidos en el diario, en un libro, otros adormilados, otros con cara de ausencia, los menos mirando por la ventanilla un paisaje de luces fugaces, nadie parecía alarmado, no señor, y cómo no reconocer de espaldas la cabeza calva del hombre del portafolios, fue detenerse de golpe, luego empezó a acercarse de a poco, el hombre calvo lo vio cuando estuvo a su lado y puso en él esos ojos diluidos por diez horas de oficina como si fuese a decirle que ya le había comprado, y la prueba era que todavía seguía con la mitad de un dulcico en la mano, el papel abierto en forma de pétalos marchitos mientras la otra mitad era devorada con movimientos de rumiante, ¿no era una tontería contarle que lo había visto en un vagón anterior?, ¿y también en uno posterior?, mientras sentía que se le enfriaba el rostro y se le cortaba la respiración cuando descubrió a la misma señora y a la misma muchacha pintarrajeada, ahora ambas ocupando otro asiento, ambas junto a la ventanilla.
Un hombre robusto que llevaba un bolso colgado del hombro estuvo a punto de increparlo y hasta de causar un incidente cuando en el apresuramiento hacia la puerta de salida lo empujó con violencia, pero no podía detenerse y el guarda de rostro curtido y cráneo macizo que estuvo por saludarlo con una leve inclinación de cabeza terminó por preguntarle qué pasa amigo como solía hacerlo con alguien comprometido en un episodio violento o desagradable, qué pasa amigo, pero él sólo podía permanecer estampado contra la puerta de salida, golpeándola con su única mano libre, la otra sosteniendo aún la caja de dulcicos hecha un cubo de arrugas y con los bocaditos desparramados en un caos donde se atropellaban unos con otros, qué pasaba con ese tren que no llegaba a la próxima estación, que llegaba y no terminaba de detenerse, ¿se siente bien, amigo? escuchó del guarda, la urgencia por salirse de ese tren enloquecido, tal vez si se bajara, en cualquier estación, no importaba cuál, que se abrieran las puertas y descender de una vez y tomar el siguiente y emprender el camino de nuevo, el camino a casa, un sudor amarillo le empapaba el rostro y el guarda que alcanzó a tomarlo del brazo antes de que el tren se detuviese y se abrieran las puertas y otra vez preguntándole si se sentía bien y él que tampoco le contestó, nada más fue bajarse cuando al fin las puertas se abrieron al aire libre de la noche, trastabillar tres o cuatro pasos en el andén, las puertas se cerraron y el guarda que quedó tras ellas y el hombre calvo y la señora y la muchacha pintarrajeada yéndose en ese tren que al fin arrancaba y desaparecía en la curva de sus luces rojas traseras como el fin de una pesadilla, permanecer un rato en el aire fresco de la estación hasta la llegada del próximo tren, recomponerse como esas máquinas que empiezan a tener comportamientos extraños y que conviene apagarlas para que al encenderlas todo haya regresado a la normalidad.
Aspiró entonces el aire profundo, el corazón no paraba de decirle aquí estoy lo mismo que si golpease una puerta con el propósito de entrar o de salir de alguna parte, los repetidos golpes del corazón golpeando aquella puerta y el sudor amarillo que le mojaba la cara, que le estaba mojando la camisa, un sudor amarillo y frío extendiéndose por la espalda las axilas el bajo vientre, humedeciendo el calzoncillo hasta aquella sensación de babosa helada pegada a los testículos. Se desconoció cuando empezó a buscar el indicador de la estación, estación Vicente López, sorprendido de sí mismo por ocuparse de ese detalle como si el cartel indicador tuviera alguna importancia, luego se sentó en uno de los bancos protegidos por la oscuridad. Sólo era cuestión de dejar pasar los minutos, confiar en que el mundo se calmase, que las aguas regresaran mansamente a su cauce después de un maremoto. Había sido una mala jugada, nada más que eso, una mala jugada de la existencia, el corazón iba dejando de golpear la puerta, los bocaditos dulcico, empezó a ordenarlos, se vio a sí mismo ordenándolos y tuvo ganas de llorar, se vio desde afuera ordenando los dulcico y sintió pena por ese hombre al que le pasaban cosas incomprensibles, nadie podría entenderlo, aunque lo explicara con las mejores palabras, aunque encontrara las palabras justas, quién podría entender lo que le estaba ocurriendo. Los minutos pasaban como pasaban los automóviles por la avenida Libertador, como seguía pasando la vida por aquellos edificios iluminados y él en esa estación de poco voltaje, casi a oscuras, nadie de este lado del andén, nadie del otro lado, una estación extrañamente solitaria. Ni siquiera pasó otro tren por el margen de enfrente. Eso le hubiese traído alivio, no supo por qué. De todos modos, al rato empezó a sentir la señal de la campanilla y el sonido a herrumbre en la bajante de las barreras. El tren volvía a aparecer de su lado. Recién cuando se cerraron las puertas se dio cuenta de que había olvidado la caja de dulcicos en el banco. Era una pérdida. Había como cincuenta pesos en bocaditos dentro de la caja, pero jamás se hubiera bajado en la próxima estación y regresado en el tren de enfrente para intentar recobrarlos. Quería llegar a casa, al rumor de los árboles, el ladrido de los perros lejanos, a las calles de tierra con los faroles de mitad de cuadra. Promediando el vagón, la señora lo miraba sin interés, la muchacha de los ojos faraónicos no sacaba su hipnosis de la ventanilla, el hombre calvo se mantenía pensativo con las manos apoyadas sobre el portafolio y el guarda lo saludaba con una leve inclinación de cabeza. Por qué no pegó un grito. Por qué su cuerpo no se desplomó sin conciencia sobre el piso vacilante del vagón. Por qué permaneció de pie, mudo, con fuerzas sacadas de cuál escabroso refugio de sus energías. El guarda, quizás ofendido, quizás indiferente, le dio la espalda y metió la manivela en el mecanismo del abrepuertas. Prefirió permanecer en ese vagón, con su parálisis, con su espanto, antes que pasar a otro y comprobar que el guarda y los pasajeros volvían a repetirse. Empezó a faltar el aire, una sensación de asfixia, de claustrofobia, de ventanillas herméticamente cerradas. La llegada a la estación siguiente parecía interminable, cuadras y cuadras de ritmo de rieles, de bocacalles, de campanillas en los cruces y pasajeros enjaulados en su silencio. El tren se detuvo en la estación siguiente. El guarda ni siquiera lo miró. En el andén vacío volvió a recuperar el aire mientras el tren se alejaba en la curva de sus luces rojas traseras. La caja de los dulcico seguía en el banco. Estación Vicente López. Salió corriendo del andén y siguió corriendo a lo largo de la vereda paralela a la vía del ferrocarril. Volvía a faltarle el aire pero el impulso de correr era más fuerte, como un animal que sigue huyendo y huyendo aun cuando su predador haya renunciado a la cacería. Era cuestión de correr y seguir corriendo aunque no tuviese sentido, aunque huyese hacia ninguna parte. Llegó a la estación siguiente con la boca seca, un agudo dolor en la ingle, fuego en los pulmones, las pantorrillas acalambradas. Miró fugazmente el cartel indicador. Estación Vicente López.
Vomitó.



LA MADRIGUERA

...sabía que tanto el bien como el mal son cosas
rutinarias, que lo temporario se prolonga,
que lo exterior se infiltra al interior
y que a la larga la máscara se convierte en rostro.

Margerite Yourcenar


Por algo le decían el topo. Desde un principio algo le atrajo de él, aunque en realidad no sabía si era atracción o rechazo, sino más bien un cierto girar dentro de su órbita a pesar de él porque de tanto en tanto se daba vuelta para mirarlo, sin pensarlo ni proponérselo, se daba vuelta porque sí y la mirada se le iba sola hacia el topo que por supuesto ahí metido en su cueva, en el último banco, junto a la pared, en el rincón más húmedo y oscuro del aula. O a veces lo miraba de costado, medio de reojo para ver si el topo algo, pero el topo nada. El topo no se daba con nadie y hasta el espárrago, también bastante tímido él, que al principio del año se le sentó al lado, después de una semana terminó yéndose de puro aburrimiento. No hablaba, no tiraba pedacitos de tiza ni hacía cilindros de papel en forma de V para usarlos de misil con los gomines ni jodía con el de adelante, tampoco levantaba la mano yo señor y el maestro tenía que estirar el cuello y buscarlo y señalarlo para hacerlo intervenir. Un flaco raro este topo, siempre ahí callado, metido en su covacha. Hubo quienes lo compararon con el mogi, pero el silencio del mogi era distinto, era un silencio vacío con una mirada ida y una sonrisa idiota. En cambio el silencio del topo parecía esconder algo, como si estuviese lleno de cosas y su mirada se iba hacia adentro y rara vez sonreía. Acaso la tristeza del topo fuese una muralla que nadie debía traspasar, y esto empezó a ser entendido como un desprecio que se permitía el topo, con qué derecho si en el fondo es igual a todos y se las viene a dar de qué. Varias veces intentó acercarse, pero el topo nada, flacucho y con sus patas de ternero, se limitaba a sonreír con un costado de la boca, dos o tres palabras cortas, no sí qué se yo no sé y de vuelta la mirada en el suelo y las manos en los bolsillos. Y no es que el topo lo rechazase ni que a su modo le dijera andate, dejame tranquilo. Ni siquiera eso. Tanto su presencia como la de cualquiera, parecía que al topo le era indiferente. Lo mismo que estuviese o que no estuviese. Y cuando se le arrimaba, no es que el topo fuera aburrido precisamente. Al contrario, era cuando más se preguntaba qué andaría pasando por adentro del topo, en qué cueva andaría metido, en qué pensaba, porque lo cierto es que el topo siempre andaba pensando en algo y a veces arrugaba el entrecejo y en la cara había como una sombra. Entonces imaginó momentos de dolor, cosas que al topo capaz le habrían pasado y que nunca contaba. Pero jamás se hubiese permitido sentir lástima por el topo. Lo que el topo le provocaba era una permanente curiosidad.
Una vez se animó y le preguntó ¿te pasa algo? Entonces el topo lo miró sin demasiada atención y le respondió con otra pregunta ¿a mí? Y no supo bien si aquello quiso decir a mí no me pasa nada o no puedo hablar o metete en tu vida. Otra vez compró un alfajor para él y otro para el topo. Se lo dio como si él mismo fuese el topo, sin decirle tomá, es para vos ni nada de nada. Y el topo lo aceptó y se lo comió mirando el horizonte más allá de la pared del colegio, algo que solamente él parecía ver, sin decirle gracias ni est´bueno como si al alfajor se lo debiera y le estuviese pagando una deuda. En realidad, le hubiese sorprendido que el topo actuase de otro modo, pero aquella manera de ser parecía ofenderlo tanto como cautivarlo y no lograba saber si lo amaba o lo odiaba ni tampoco cuál era la consistencia de ese mundo que el topo se ocupaba de mantener bien guardado. Algo atraía y lastimaba de todo aquello. Por un momento se le ocurrió que tal vez el yoli tuviese razón y se trataba nada más que de un estúpido cargado de misterio, que solamente era una máscara y que detrás de la máscara no había nada, y hubiese sido más fácil pensar que era así, una simulación, que el topo esto y eso otro, que disfrazaba un gran hueco, pero la forma de participar y de replegarse, de festejar ciertas bromas, de levantar las cejas en algunos comentarios y de esperar que le pasasen la botella de cerveza y nunca pedirla, gestos insignificantes, fueron revelándole que más allá de su silencio había una naturaleza escondida y, lo que era más perturbador, distinta. Entonces comenzó a preguntarse cómo sería el topo si un hecho cualquiera lo hiciese estallar. Cómo sería si se abriese la piel, si se dejase ver las tripas, si el corazón pudiese latirle a la luz del día.
Una tarde vio la oportunidad. Fue en el patio de cemento, durante un picado. Se las arregló para ponerse en el equipo contrario. El topo rara vez se prendía en esos peloteos y en un momento enganchó la pelota justo frente de él. Sabía, otra de sus observaciones, que era lento, que abusaba de la gambeta, que no se desprendía de la pelota hasta el pase milimétrico o hasta que alguien se la sacara. Vio la oportunidad y se le fue con todo con los pies hacia adelante, decididamente olvidado de la pelota y directo a los tobillos. El topo se levantó por el aire y cayó de espaldas, casi pegado a su cuerpo. Ambos se levantaron al mismo tiempo. Pudo haber visto algo diferente en los ojos del topo, no sabía, creyó divisar una bronca que todavía no se animaba a irse a las manos. Por un instante, saboreó el triunfo. Quizá no había otra cosa que miedo en aquella indecisión. Quizá eso era todo, el misterio, la tristeza, el silencio. Nada más que miedo. Entonces lo empujó dos veces en el pecho. El topo trastabilló, pero lo hizo con tal elegancia que fue como si hubiese quedado en el lugar. Tampoco movió los labios y sin embargo allí había una sonrisa que era apenas un guiño imperceptible, un gesto para él y para ningún otro. Notó sus propios ojos brillantes y los puños apretados hasta el dolor. Los demás ya iban formando círculo. Por alguna razón el topo empezó a figurársele un torero con sus banderillas de colores esperando tranquilamente la embestida. No entendía. Él era el provocador y tuvo que írsele encima como un animal acorralado. De nuevo por el suelo. Ambos trataban de inmovilizarse los brazos, pero el topo se desembarazó un par de veces y le dio en los costados de la cabeza, en la mandíbula y a la altura de las sienes. Él consiguió tomar algo de distancia y apenas le rozó la nariz, sin darle de lleno; no obstante la nariz del topo empezó a sangrar.El círculo había terminado de cerrarse entre gritos y arengas y apuestas por uno o por otro. En el ir y venir pudieron verse unas cuantas veces, los ojos mansos del topo y los suyos como diamantes. Parecía que se jugaban otros principios, la dignidad, el respeto, el coraje de pendejos, cosas tradicionales, pero n medio e aquel torbellino, durante fugaces miradas del topo, alcanzó a descubrir que éste, por fin, había comprendido. El topo impulsado hacia fuera, expuesto, el topo y la máscara arrancada con toda la impiedad que puede caber en una profanación. Supuso que lo había logrado, despojarlo, colocarlo en el mundo, a la vista de todos, sangrante y desnudo, pero aun en esa concesión de revolcarse en una pelea, el topo mantenía su ausencia, como si ese cuerpo que se debatía en el patio del colegio fuera un cuerpo ajeno y él siguiese perdido en alguna parte, la mirada quién sabe dónde por más que estuviese pegada a la suya, su tristeza empapada de sudor, el silencio del topo entre gemidos, su calma a pesar de la agitación, el rostro al descubierto reproduciendo una copia exacta de la máscara. De pronto todo aquello era un simulacro, una representación, porque en realidad el topo ya había escapado del círculo y lo observaba y se observaba a sí mismo desde un punto distante.
El cuerpo del topo quedó bajo el suyo, reducido, inmovilizado, y parece que aquello dio la señal de que la pelea había terminado porque varias manos lo tomaron y lo obligaron a ponerse de pie. El topo siguió en el suelo, como descansando, mirándolo desde su posición dominante. A él, alguien le levantó el brazo, igual a un combatiente en medio del ring, y en el instante de ese reconocimiento presintió su derrota.


EL RASTRO

Cuándo llegará, Señor, el día que vengas a nosotros
para reconocer tus errores ante los hombres.
José Saramago

Es nuestro único hijo, le dice al señor de uniforme al tiempo que se toma del brazo de la mujer a su lado. Ambos permanecen mirándolo, estáticos, como si con esas palabras y esa actitud de estatuas de plazoleta se propusiesen sensibilizarlo y lograr que los autorice de una buena vez a abandonar la sala y pasar hacia las entrañas de la prisión tal como lo hicieran los demás, pero el señor de uniforme sigue barriendo los nombres en la planilla con un lejano interés o con un desinterés que trata de disimular y ahora qué, ahora otra vez a repetirle el nombre, ¿Jacinto Vergara dice que se llama?, sí, Vergara con ve corta, es nuestro hijo, y el señor de uniforme que retoma las planillas desde el principio y hace ese gesto de dejar caer los labios y comprimir el mentón diciéndose, diciéndoles qué pudo haber pasado que no figura, a ver, espere un momento. Otra vez ese momento que sumados acumulan unos cuarenta minutos y en poco más habrá terminado el horario de visitas, sólo los miércoles y los domingos, encima ellos que viven tan lejos, es todo un esfuerzo llegar hasta aquí y pasar por la requisa, que a Emilia hasta le obliguen a partir el budín por la mitad, serán cosas que tienen que hacerse le había dicho Emilia aquella vez mientras andaban de regreso. Es posible, pero no es rutina de requisa esos cuarenta minutos ahí esperando como si fuesen ellos los castigados, en poco más habrá terminado el horario de visitas, entonces Emilia adivinándole el pensamiento no te preocupes, seguro van a dejarnos un ratito más después del horario. Él no habla palabra, le pasa la mano por el brazo igual a una caricia que a veces es su manera de decir las cosas, luego se abre la puerta lateral y otro señor tan amable y tan seco como el anterior pero sin uniforme les ruega síganme por favor. Ahora este otro tiene la tabla con las planillas mientras caminan un par de pasos detrás, en silencio hasta la puerta donde les pide permanezcan en el lugar y es entonces cuando repara en el rostro de Emilia que mira el suyo quizá buscando una explicación, cómo ocultarle que en ese instante está abrumado de piedad al verla con ese saquito de años y la bolsa donde carga el budín partido al medio y el abrigo que le tejiera a Jacinto, pasen.
En la oficina los recibe alguien que apenas aparenta algo más de autoridad que un escribiente, ¿el señor y la señora Vergara?, el nudo flojo de la corbata y un vértice del cuello un tanto despegado de la camisa, dice sí y está a punto de agregar que por más de cuarenta minutos han permanecido en la sala y que ya pasaron por la requisa y por qué todo esto si las veces anteriores no hubo ningún problema, mi hijo, nuestro hijo Jacinto hace siete semanas que está en esta prisión cuando siente las manos nudosas de Emilia, sus manos de fibras y enjuagues y lavandinas, manos de venas pardas, lamento que hayan tenido que venirse hasta aquí, el reo Jacinto Vergara ha sido trasladado al presidio de Los Polvorines ante el cuerpo tieso de Emilia y las paredes atónitas y su propia respiración cortada de a tajos y una luminosidad pálida que se mete por la ventana, ¿por qué lo trasladaron? pregunta Emilia con vocesita que es exhalación disolviéndose en el aire pero algo logra llegar por ese tubo de silencio hasta los oídos del hombre casi un escribiente, ha sido orden del juez, no se me ha suministrado más información, supongo que podrán requerirla en el juzgado o en su defecto cursar una nota al director.
Abandonan la prisión al paso de un día perdido, un día de rejas y portones y humedades en los muros a sus espaldas en el momento que las primeras visitas también empiezan a salir y caminan junto con ellos hasta la parada de los colectivos. Ahora deberán esperar hasta el domingo, siente en el brazo de Emilia las ganas de preguntarle a alguien y a usted cómo le fue, cómo está, si pudo hacerle llegar las cosas porque la vez pasada una señora comentó que a un medicamento no se lo dejaron pasar, que lo necesita, que está recetado, pero no, no hubo caso, no puede ingresar sicofármacos, está prohibido. Algunos también harán trasbordo con el ferrocarril, hay casi una sonrisa en el rostro de Emilia, pero él sabe que es una máscara, que debajo de la máscara hay un rictus, una mueca de amargura, lo adivina en el fondo de sus labios aunque la mire de reojo, apenas el perfil del rostro mientras caminan hacia la parada de los colectivos, hacia el desamparo de no haberse encontrado con Jacinto.
El día celeste pasa por la ventanilla del ferrocarril, pasan las casas de azoteas chatas, los postes de luz, el cablerío que gira hacia el fondo y se pierde por calles de tierra, pasan los ranchos las cunetas los pajonales los tendales de ropa al viento, camisas y suéteres que sacuden sus brazos y los saludan y les dicen adiós hasta la próxima, también pasan los chicos que pelotean en un campo pelado, la desnudez de las barriadas, el suburbano del conurbano, la segunda línea del hambre, pasa la mirada de Emilia rompiendo el cristal de la ventanilla, atravesándolo con sus ojos perdidos, en qué estás pensando Emilia, desde hace un rato que se te dio por girar la cabeza y te quedaste mirando quieta lo que pasa de largo, las moradas son nidos, refugios contra la intemperie, o acaso tus ojos anden en busca de Jacinto, casi una hora y media de viaje incluyendo el trasbordo, adónde lo llevaron, no podremos hacer ese trayecto a Los Polvorines dos veces por semana, es posible debamos elegir el domingo, una salida dominguera como quien va a visitar amigos y parientes, no quiero interrumpirte, algo me dice que no debo hacerlo, dejar que te vayas por este aire lleno de ladridos y azoteas y techos de chapa, Jacinto se habrá preguntado ante la sorpresa de su nombre Jacinto Vergara recoja sus cosas, por qué, ha sido transferido, por qué por qué, Emilia abandona el horizonte, hurga en la cartera, saca un pañuelo y se suena la nariz, después vuelve a meterse en la ventanilla.

La prisión parece cubierta de greda, paredes porosas, materiales de otra época. También los guardiacárceles son de otros tiempos, sus uniformes, sus armas, los gestos, los ecos, el estrépito antiguo de los portones. Sin embargo la requisa es ligera, apenas un trámite. Hay cierta despreocupación, un desgano en todo eso. Se pregunta por la higiene, el tipo de comida. Emilia se vuelve hacia él y le pregunta qué clase de comida le darán aquí a los presos. Antes le sorprendían estas coincidencias. Emilia sostiene el budín contra su vientre. Esta vez no la han obligado a partirlo, simplemente lo observaron y lo pesaron en la mano como si el brazo fuese la extensión de una balanza. Los budines de Emilia salen esponjosos y livianos, un breve golpe de horno. Caras nuevas, en la otra prisión ya empezaban a ser familiares, a preguntarse de dónde venían, había temas de conversación, sobre todo para Emilia que en seguida entra en confianza. Se lo dicen delante de todos, ni siquiera el tacto de llevarlos aparte, próximos a la pared, tiene un papel en la mano, el convicto Jacinto Vergara fue trasladado anteayer al presidio de Santa Rosa. Esa voz dueña del espacio, de las almas, de la espera, de los días y los años. Los rostros de todos se vuelven hacia ellos. Por qué lo dice así. Observan la forma de tomar el papel entre los dedos, un papel del que busca desprenderse pero que sin embargo tarda en entregar. Todo es suyo, la situación, la historia de ese territorio, quién diría que ha nacido allí hace más de un siglo, que el presidio se ha vuelto ruinoso y poblado de arrugas pero su autoridad se mantiene intacta, que ha visto colocar la piedra fundamental, levantar los muros, fijar las rejas, instalar el rudimentario sistema de seguridad de aquellos tiempos, es joven, no envejecerá nunca, el presidio se vendrá abajo y él seguirá ahí, en el puesto, recorriendo las pasarelas, imponiendo su dominio sobre los fantasmas, cuando todo desaparezca él se mantendrá en su puesto, por siempre, Emilia parece ensayar una protesta, ¿Santa Rosa en La Pampa?, el hombre no responde pero lo que más hiere es el silencio de los demás, alguno retrocede, algún otro voltea la mirada como si buscaran apartarse de la peste, podrían habernos avisado, pegándose a la voz de Emilia para no quedar como un imbécil delante de todos. El hombre se entretiene con los segundos, los deja correr, es por una cuestión de hacinamiento, explica. No es el único convicto que ha sido redistribuido, otros fueron con él. Ya el director advirtió que aquí no cabía uno más, que por esas cuestiones de tono suena lo mismo que si dijese este es un país de malvivientes que llenan las cárceles y entre ellos figura un tal Jacinto Vergara formado no sólo por su inadaptación a la sociedad sino por la deficiente educación de sus progenitores, y en esa alusión figuran Emilia y él ahí parados expuestos indefensos huérfanos de hijo, aquí tienen la notificación oficial, papel con firma, sello redondo, negro, un tanto acuoso, de mala tinta.

Jacinto estará esperándonos de lo más preocupado le dice Emilia, diciéndoselo a él y a ella misma en partes iguales, pensando en voz alta y haciéndolo cómplice de su pensamiento, porque si él no estuviese a su lado en aquel ómnibus de caminos polvorosos su pensamiento no tendría voz y quedaría encerrado en la boca. El hecho es que Emilia por segunda vez se ha levantado de su asiento del lado del pasillo para revisar algo del bolso en el portaequipajes, el presidio no quedaba en la misma ciudad de Santa Rosa ni en su alrededores sino a unos cincuenta quilómetros y debieron aguardar como tres horas en la estación terminal y durante ese tiempo apenas si pidieron agua caliente en el bar para llenar el termo. Después apareció ese ómnibus plateado que lastimaba los ojos, Emilia ya se había puesto a conversar con otros pasajeros que esperaban con sus bolsos y mochilas y hasta equipaje de larga distancia, todos se dirigen al presidio a visitar a los suyos en ese ómnibus especialmente destinado, un ómnibus de latas viejas, entachueladas, de asientos gastados y vidrios borrosos, algunos no cierran bien y el aire del mediodía termina agitando los pelos, entumeciendo el rostro mientras las ideas se van durmiendo, Emilia no para de conversar con la señora sentada del otro lado del pasillo en tanto él mira la hilera de cabezas por delante, a veces se entrega a ese límite tras la ventanilla sin una sola ondulación, campos de pajonales, raquíticos postes de alambrada, nota que cada vez hay menos árboles, sólo arbustos de hojas duras, algunos montes estrechos perdidos en la lejanía, algo de todo eso lo agoniza, es una mano helada que le acaricia la garganta y el aire empieza a atascarse en algún punto de la respiración a pesar del mate que la alcanza Emilia, de la bolsa de bizcochos y la sonrisa que le hace llegar la señora que conversa con Emilia, las ve tan distendidas una en la otra y yo aquí con esta sensación, la mano invisible, todo es invisible salvo este paisaje chato, tan pocos árboles, el suelo parece arenoso y sin embargo hay belleza en esto, no sé dónde está, puedo verla y no sé dónde está, en los espejismos del aire, el viento y el sol que desmenuzan la tierra en partículas de polvo, Emilia se interesa por la mujer de al lado, cuántas veces ha venido a la prisión, a quién visita, me pregunto quiénes serán los dueños de estos campos, dónde vivirán, en algún remanso perdido allá adentro, lejos de las miradas intrusas que pasan por los caminos, siempre es por familiares, han llegado a averiguar por qué están presos, intercambian bizcochos por galletitas dulces, no ha de resultar fácil vivir en un lugar como éste a no ser que se tenga un buen monte, con aguada, algún arroyo en las cercanías, Emilia me alcanza otro mate, hay que tener cuidado con el traqueteo del ómnibus que permanentemente se tropieza quién sabe con qué clase de obstáculos, por qué habrán hecho una cárcel por estos lados, tan lejos de la ciudad, ya pasamos el desvío de la ruta que va para Victorica, es posible que haya un pequeño poblado en los alrededores, un poblado con un quiosco, un bar, sánguches, expendio de bebidas, tal vez un almacén, siempre se termina formando un caserío para atender las necesidades y de pronto es como si fuese un zumbido, o un alarido que viene de lejos, no ha de ser una alucinación porque algunas cabezas se dan vuelta y miran hacia atrás, con tanta conversa Emilia y la señora del otro lado del pasillo parecen de las últimas en enterarse, es un aullido, o mejor dicho varios aullidos juntos, lobos que le cantan a la tarde seca de la pampa.
Una jauría de sirenas pasa de largo por el costado del ómnibus que se ha ladeado prudentemente hacia la banquina. Emilia, la señora de al lado, él mismo, estiran los cuellos tomándose del asiento de adelante. Las cabezas son ahora un cardumen revuelto y varios se han puesto de pie. El conductor afloja el acelerador, avanza un trecho más por la banquina y regresa a la ruta sin retomar la velocidad. Más adelante los detiene un cordón de luces azules, uniformes, patrulleros atravesados en la ruta. El conductor detiene el ómnibus en tanto otras patrullas y los carros de bomberos han pasado de largo y se han perdido entre los muros de la prisión. Comienzan a bajar en silencio. Emilia y él son de los últimos y ya los primeros están interrogando a uno de los oficiales, hay disturbios, es todo lo que puede decirles, no sabe cuándo comenzaron exactamente, tampoco si se trata de un amotinamiento o de un intento de evasión, tampoco si hay heridos si hay rehenes si hay prófugos, tampoco cuándo se los va a informar, si va a haber un parte oficial, no, tampoco cree que los medios de prensa estén al tanto, al menos no todavía, uno a la vez por favor, no, eso tampoco, tampoco, tan poco es lo que puede verse desde allí, Emilia no despega la vista de los muros lejanos, algunas construcciones sobresalen por encima, son como cúpulas de mezquitas, edificaciones extrañas, hay una que se alza por encima de las demás, un obelisco con la punta truncada, tiene pequeñas ventanucas que parecen miradores, sin embargo no es una torreta, el conjunto se aproxima a una fortaleza, una fortaleza blanca en medio del desierto, de la nada, no hay poblado, no hay caserío, ni un solo árbol, es curioso, desde el lugar donde se observa la prisión no aparenta estar preparada para impedir fugas sino para resistir un asalto exterior, sólo falta el foso, el puente levadizo, Emilia se voltea, lo interroga, la figura de Jacinto está dibujada en su rostro, quisiera decirle algo, pero cualquier cosa que se le ocurra sería una estupidez sin relación con el miedo ni con el desierto ni el vértigo ni la fortaleza ni esa cúpula indescifrable, no dirá nada de lo que pueda arrepentirse, nunca tan mudo, tan impotente y encima esa explosión que pareciera un enorme petardo dentro de los muros del presidio, en seguida una segunda y una tercera, una sucesión de explosiones, otras menores mimetizadas con las más estruendosas, quizá disparos, la señora que conversaba con Emilia se ha puesto a lloriquear y otra a su lado se lleva la mano a la boca ahogando un grito, el oficial pone su atención en la fortaleza sin asombro, con un mero gesto de curiosidad por esa neblina blancuzca que empieza a emerger entre los muros, no se trata de humareda de incendio, negra de quemazones, es posible sean gases lacrimógenos le dice al fin a Emilia como musitando que no es tan grave, pero los disparos, las explosiones se suceden una tras otra, imagina el caos, el griterío, las corridas, los colchones cubriendo las aberturas, se pregunta si habrá gente atrapada, se pregunta dónde Jacinto en todo eso.
Al rato nuevas jaurías, otro carro de bomberos, furgones, ambulancias. Todos se hacen a un lado y las ven pasar apretujados en la banquina. Luego de dos horas y media la calma parece renacer tras los muros. Las explosiones se han ido extinguiendo, exhaustas, hasta desparecer. Sólo queda un silencio que para sus oídos resulta más inquietante. Ha escuchado ese silencio en el cementerio del pueblo donde naciera, en las afueras, también rodeado de nada. Emilia ha ido y vuelto varias veces hacia el cordón policial pidiendo informes con la certeza de que nadie va a comunicarle nada. Alcanza a escuchar la conversación entre dos de los pasajeros que viajaron con ellos. Uno se pregunta qué raro la prensa, siempre aparecen. El otro opina que los han atajado más atrás en el camino, que no los dejaron llegar. Hubiese querido acercarse, pero otra vez esa impresión de que cualquier cosa que diga será para sumar incertidumbre, Jacinto tan cerca y tan lejos, hasta podría vernos con un prismático aquí abanquinados tras los patrulleros y las luces azules que son una muralla más sólida que la que rodea la prisión, me pregunto si todo ha terminado, cuándo nos dejarán pasar, la gente de las patrullas no se ha cansado de hablar a través de sus radios, es tarde ya y nosotros aquí, con la atención puesta en esa construcción que parece fundida con la nubosidad del cielo, con la misma tierra como si hubiese salido de sus entrañas, engendrada por demonios subterráneos, ladrillo por ladrillo, bloque por bloque, hasta que un oficial se desprende de las luces azules y se acerca al grupo, pronto un ramillete lo rodea, Emilia le había hecho señas para que se arrimase pero estaba distraído y distanciado y es de los últimos en llegar, ubicado en la periferia, sin embargo la voz del oficial es clara, la situación está controlada, hubo un amotinamiento que ya ha sido sofocado, los reos han entregado a dos penitenciarios que mantenían como rehenes, no podrán volver sino en la semana, deben regresar a Santa Rosa. Un vocerío de quejas y de lamentos nace del grupo que rodea al oficial, preguntan si hay heridos, si hay contusos, nadie pronuncia la palabra muertos, si están bien, sí, supongo que se encuentran bien, solamente puedo decirles que el día de visitas ha sido postergado, pedimos disculpas, se debe a fuerzas mayores y a órdenes superiores como ustedes comprenderán y ahora qué vamos a hacer le pregunta Emilia cuando el oficial dio por terminado el informe y regresó al cordón de los micrófonos y de las luces azules, lo que todos, volver a la ciudad aunque sepa que no es ésa la respuesta porque Emilia le ha preguntado cómo vamos a arreglarnos estos días fuera de casa.
Está rendido. La tensión y la espera lo han dejado exhausto. Emilia y la señora del otro lado del pasillo se mantienen desveladas y lúcidas, pero ya no hablan y la tarde comienza a hacerse rojiza. Debiera aprovechar para dormir un rato durante esos cincuenta quilómetros, aprovechar el mullido asiento del ómnibus porque cuando lleguen a la ciudad no podrán ir a un hotel, ni siquiera tendrán dinero para dejar las horas y los días en el bar de la terminal, las nubes tiene formas raras, nadie habla en el ómnibus, nada más el esfuerzo del motor en avanzar por esta ruta de mierda, daría todo mi agotamiento para que Emilia se quedase dormida y pudiese descansar pero está erguida en el asiento, casi ni se apoya en el respaldo, empiezan a verse algunos árboles, aparentemente de este lado de la ruta hay más vegetación que del otro, Jacinto va y viene, por momentos parece desaparecer pero en seguida regresa, espero que no lo hayan puesto en una celda de castigo y debamos volvernos con las manos vacías, sin que siquiera llegue a enterarse que estuvimos, que hicimos el viaje hasta Santa Rosa para verlo, que estuvimos cerca de él durante los disturbios, cuándo podríamos volver, con suerte el mes que viene y es posible que sólo pueda viajar uno de los dos, se nos va a poner difícil el costo de los pasajes, por qué tan lejos, este país enorme, de una vastedad abrumadora, de nuevo los aullidos, Emilia lo toma del brazo hasta casi lastimarlo con las uñas, las sirenas pronto se transforman en puntos rojos que se pierden en la profundidad del camino, fueron dos ambulancias y un furgón, el ómnibus vuelve a despabilarse en conjeturas, quiénes en las ambulancias, la prisa, las sirenas, se inventan respuestas, cada uno da su versión mientras él permanece callado, sabe que las palabras son inútiles y que en definitiva las dichas y las calladas se han terminado yendo con las sirenas y cuando algunos quilómetros adelante puede al fin distenderse y ceder al cansancio de la jornada, el ómnibus entra en el ejido de la ciudad y poco más tarde en la estación terminal.
Los pasajeros se han diseminado y desaparecido y ellos quedan solos en la plataforma, estáticos junto a los bolsos, con esa sensación de ser distintos, apartados del resto. Tal vez la mayoría fuese de la misma ciudad de Santa Rosa, algunos habrá que fueron a parar a un hotel, que se tomaron un taxi, que los pasaron a buscar, que optaron por irse a pie. Entran en el salón de espera donde también están las boleterías y los depósitos de equipajes. Hay un bar donde sirven pizzas y empanadas. Ya las ocho de la noche, noche cerrada. Se sientan en uno de los bancos laterales. De haber sabido que esto iba a suceder, habrían traído un par de mantas. Parece haber más frío en el aire quieto del salón que en la zona de plataformas. Permanecen pegados uno junto al otro. Emilia friega sus manos entre las de ella. Antes de la medianoche ya ha ido dos veces a pedir agua caliente al hombre tras el mostrador. Sólo ha sido Emilia quien habló para pedirle que le llene el termo. El hombre le llenó el termo y le tomó el billete de dos pesos sin dirigirle la palabra a pesar de que en los labios de Emilia pudo leer gracias buenas noches. En otro de los bancos un mendigo trata de dormir sosteniendo la vertical, pero un hilo de baba se le corre hacia un costado, y con la baba la cabeza y con la cabeza el cuerpo, hasta casi caer sobre el asiento. Luego se recobra y vuelve a erguirse y vuelve a repetirse la inclinación de la baba y la cabeza y el cuerpo hasta que una fuerza extraña, acaso un mandato que reconocerá entre sueños, lo endereza nuevamente. Poco después un hombre que no se sabe quién es pero que alguna autoridad tendrá dentro de la terminal sacude al mendigo y le avisa que ya no puede permanecer allí, que debe irse. El mendigo lo mira entre jadeos y palabras como gruñidos reconociendo la sacudida de todas las noches y la voz del hombre y la orden de que debe retirarse. Luego el hombre se acerca a ellos y les dice que tampoco pueden permanecer en el lugar. Emilia acude a la cartera y le muestra los pasajes de regreso que acaban de extender para algún día de la semana pero el hombre ni los toma ni los mira y les repite que no pueden quedarse allí como si fuese la primera vez que lo dijera, entonces interviene él para aclararle que son pasajeros que debían regresar esta noche pero que los disturbios del presidio han postergado... hasta que el hombre lo interrumpe para advertirle que él no quiere problemas y que supone que ellos tampoco los quieren y que fuera del bar la terminal está cerrada hasta la mañana y que deben retirarse de inmediato.
Con el pañuelo trata de secar el banco de la plaza empapado de rocío. Luego coloca algunas hojas de diario sobre el tablado y se abrazan para darse calor mientras de tanto en tanto dirigen las miradas al cielo cargado de estrellas ateridas. Emilia saca el budín y comienza a partirlo en trozos con los dedos, pero algunos se rompen y se desmigajan. Los trozos más grandes son para él. Por la mañana regresan al salón de la terminal apenas abre sus puertas. Le duelen todos los huesos, Emilia está entumecida y le había costado ponerse de pie. El primer ómnibus se estaciona en el sector de plataformas. Ordenan en el bar un café con leche bebido y después van a completar el desayuno a la sala con un paquete de galletas dulces. Compran un diario de la ciudad que, curiosamente, no trae comentario alguno sobre los disturbios. Horas después acuden a un diario capitalino recién llegado, donde tampoco encuentran una sola noticia. Los días siguientes terminan convenciéndolos de que los medios ignorarán toda información relacionada con el motín. Sin embargo parecía tener la suficiente importancia para merecer una cobertura. Durante ese tiempo no se alejaron gran cosa de la terminal, apenas unas cuadras, además de la habitual visita al almacén para comprar pan y algún embutido, más otro paquete de yerba que fue el sorbo caliente de esos días. Emilia se agarró una constipación y un enfriamiento de moquillos acuosos que por las noches podían humedecer y confundirse con su tristezas. Entre desmayos que lo hacían cabecear permanentemente, nunca la sintió dormir. Recién a mitad de semana, cuando ya empezaba a parecerle que aquella excursión al presidio había sido un producto de su aturdimiento y del insistente deseo de Emilia, es que vuelven a subirse al mismo ómnibus entachuelado donde se encuentran con los mismos pasajeros de la vez anterior y con el mismo conductor. Sólo ellos dos tienen ahora ese olor que tratan de moderar arrebujados en el asiento.
También la prisión es la misma fortaleza enceguecida por la inclemencia del sol. Será por los ojos que le arden o por ese zumbido en los oídos, que descender del ómnibus en medio de la resolana, del suelo embaldosado del patio, de aquellas paredes blancas como la nieve y de la estridencia de ese silbato que rebota en todos los muros, es entrar en un mundo ajeno a lo conocido. Hay construcciones inexplicables, edificios circulares rodeados de columnas como mausoleos, edificios rectos de ventanas estrechas, más altas que anchas, más altas que la altura de un hombre, un cubo sin aberturas al exterior, ni siquiera una minúscula puerta, se pregunta si será un gigantesco tanque de agua, pero está en el nivel del suelo, una losa escalonada que termina en superficie vacía, sin siquiera un banco, una mancha verde, un macetón de plantas colgantes que rompa con esa uniformidad encalada. Emilia y él no son los únicos que deben hacer visera con la mano para cubrirse los ojos. Evidentemente, se trata de un presidio moderno, de construcción reciente, de líneas frías y portones automáticos que se van abriendo por acción sobrenatural, indiferente a la voluntad de los hombres. Hay algo en ese presidio que domina a los uniformados como si fuesen apéndices de una voluntad superior. Emilia también debe de tener la misma impresión porque observa la disciplina de cada ángulo, cada superficie, y los pasos parecen ser resonancias independientes de los pies. Se pregunta si Jacinto estará mejor o peor que en una prisión de ambientes añejos y paredes tomadas por la humedad, se pregunta dónde estarán los presos, sus voces, amordazadas por ese silencio de lugar apartado. Sólo la estridencia del silbato sigue escuchándose de tanto en tanto, aunque cada vez más débil, como si se fuese disolviendo o permaneciese encerrada por los muros de concreto. En ninguna parte hay rastros de un motín, de un incendio, nada que haya provocado la menor huella en la estructura. Dónde estarán los presos. Se detienen en una galería tan ancha como el túnel de un tren subterráneo. Pero allí todo sigue siendo blanco, blanco y aséptico, sin una marca, ni un roce, luces blancas, potentes. Les comunican que por una cuestión de seguridad, parte de los reos han sido transferidos a otra prisión. Leen el listado. Las visitas de los reos nombrados deben colocarse sobre la derecha. Los demás, pueden pasar. En el listado figura Jacinto Vergara junto a otros catorce reclusos. Se encuentran alojados en la unidad CT34, en la provincia del Chaco, a pocos quilómetros de Resistencia. Para los que así lo deseen, un vehículo del servicio penitenciario los trasladará al lugar en el mismo día de hoy.
Todo tan correcto, tan bien organizado, que no parece parte de este país. Incluso el vehículo tiene la cantidad de asientos casi justa para los pasajeros, como si estuviese previsto. Posee todas las características de un vehículo militar, incluso los asientos no son reclinables ni tienen cabecera y tampoco hay baño, por lo que debe detenerse periódicamente en alguna estación de servicio, tanto para asearse como para comprar algo y desentumecer las piernas. Siguen alimentándose de galletas, acompañadas de gaseosas que les convidan algunos compañeros de viaje. El viaje dura catorce horas y media y llegan a la penitenciaría al atardecer. Ya no hay tiempo para recalar y abastecerse en Resistencia. Además llueve intensamente. Descienden con sus bolsos en un patio interior porque el principal se encuentra anegado. De todos modos, tampoco ese patio está techado y deben correr entre charcos y huecos de baldosones ausentes para guarecerse. En ese breve trayecto, tanto Emilia como él se han empapado las zapatillas. Les piden que permanezcan en unos bancos de la galería. Al menos allí no sopla el viento ni salpica el agua. Hace frío, pero el frío no está en los muros ni en las ventanas ni en las rejas ni en los portones de acceso. Dentro de todo, parece ser una suerte que a Jacinto lo hayan trasladado a esta prisión, aunque para ellos el recorrido será más extenso y las visitas más espaciadas y no reconoce si a estas cosas las está pensando o las está viendo en los ojos de Emilia y entran en él y simulan camuflarse en un razonamiento propio. La llegada de todos ellos desde Santa Rosa ha de haber quebrado la rutina porque no los hacen pasar de inmediato y deben esperar en el lugar más de una hora y no sabe si Emilia agita la piernas por la impaciencia o por las zapatillas heladas. Luego los van llamando por orden de antojo de un hombre algo perdido dentro de su uniforme y con una gorra que le cubre la totalidad de la frente. Tiene en su mirada y en sus ademanes una inteligencia despótica. Hubiese preferido el capricho de un mazacote de grasa, inservible y bruto, con un adoquín en la cabeza. Las personas se pierden por una puerta y nadie regresa a la galería, señal que al fin las conducen hacia los reclusos, hacia la sala de visitas, Jacinto tan cerca, Emilia deja de temblar y se pone de pie tal vez en el intento de que el hombre los elija, también él se ha puesto de pie pero el hombre no parece tener la menor intención de seleccionarlos. Mientras, siguen pasando unos tras otros y, tal como lo sospechara, quedan en el último lugar. Los recibe una habitación más espaciosa que lo esperado, de paredes amplias y peladas y un solitario escritorio en el centro. Alcanza a preguntarse por qué las paredes tan elevadas, el cielorraso perdido en las alturas. La lámpara envuelta en una bocha de vidrio es apenas una tímida luminosidad que tiñe las paredes de un color indefinible. El hombre tras el escritorio les hace una seña para que se sienten. Todo en ese presidio es vasto, los patios, la galería, la alzada de los pabellones, el espacio parece sobrar o es que ellos se han ido reduciendo y los lugares figuran como sobredimensionados. El hombre tras el escritorio no deja de anotar algo en un cuaderno, sin levantar la mirada. Sobre el escritorio hay un par de carpetas y un libro grande de tapa dura, como un libro de actas. Deben aguardar a que el hombre termine con sus anotaciones, pero ya están allí, a un paso de Jacinto, cualquier espera, cualquier trastorno resulta ahora soportable. El hombre les dice que no les tiene una buena noticia. Que lamentablemente el depósito donde se guardan los archivos de la prisión han quedado bajo agua. No es la primera vez que sucede. Hace unos quince años ocurrió algo similar y hubo que reconstruir el registro de todos los presos y solicitar a los juzgados el estado de las condenas. Que para colmo de males se rompió un caño maestro que contribuyó a la inundación del depósito. Que reconstruir los archivos llevará varios meses, tal vez un año. Pero nuestro hijo acaba de llegar hace poco, fue trasladado por los incidentes del penal de Santa Rosa, explica Emilia. Vuelvo a decirle que lo lamento, pero no es posible saber en qué celda, en qué sector, ni siquiera en qué pabellón se encuentra ahora su hijo. Hay cerca de cuatro mil reclusos en una cárcel que ha sido hecha para ochocientos. Encima son muy pocos los que colaboran. Se creen muy listos embarullando los datos, entorpeciendo las requisas, confundiendo al personal penitenciario. No hace mucho nos enteramos que un reo se había evadido hacía más de cuatro años, y fue descubierto porque volvió a caer por un nuevo delito. Los reclusos piensan que con la política del caos crean un mundo aparte donde ellos son dueños y señores y pueden hacer lo que se les antoja. Créame que los mantendremos informados y en cuanto averigüemos dónde está su hijo se lo haremos saber.
La lluvia es ahora torrencial. Se desprende de su abrigo y cubre la cabeza y los hombros de Emilia hasta llegar al ómnibus que los trajo. Ya hay pasajeros en sus asientos. El conductor les dice que va a dejarlos en la terminal. Entonces Emilia hace la pregunta lógica, la que él no hubiese querido hacer o no se le hubiese pasado por la cabeza, si los pasajes de Santa Rosa a la capital son considerados bajo estas circunstancias especiales, si en todo caso el servicio penitenciario va a hacerse cargo. El conductor le responde que no sabe, que no es su función, que las órdenes son llevarlos a Resistencia. Emilia todavía tiene la cara mojada y no es posible saber si es agua de lluvia o desolación lo que corre por sus mejillas. Luego desempaña un sector de la ventanilla con la caricia de los dedos.


RENACIMIENTO

A José María Arguedas. In m.

Todavía los vecinos no habían sacado las bolsas de basura a la vereda, que ya empezaba a sentir esa acumulación de olores indescifrables, una sociedad de olores que de pronto invadía el espacio, que aparecía y desaparecía, que iba y venía, tal vez a merced de las corrientes de aire. Se detuvo a mitad de cuadra sobre un costado de la calle de tierra, del otro lado de la zanja de sumideros donde crecían matas de pasto agreste, yuyos de varias especies y mechones de paja que cada dos meses eran segados por cuadrillas de la municipalidad en medio de un escándalo de briznas y nubes de mosquitos. Desde hacía un tiempo que venía prefiriendo caminar por la calle y no por el embaldosado vacilante y rotoso de la vereda. Se detuvo una vez más y observó el crepúsculo, el horizonte de fuegos que el sol dibujaba allá en el fondo, prestó atención al polvo que el viento alzaba en el cruce de calles y en el potrero de dos manzanas que seguía virgen después de cuántos años sin que se construyese una sola casa, sin un solo amague de parcelamiento, ese potrero que había terminado amando de tanto verlo, cercado por el desaliño de un antiguo y ya desmantelado cerco de alambres y varillas roídas, de dónde esa multitud de olores que parecían venir de cualquier parte, tal vez del interior de las chacras, de los patios de las casas vecinas, del cotorral que alborotaba en las alturas del único eucalipto que reinaba entre los arbustos enanos del potrero. No era la primera vez. Ya algo venía sintiendo en los últimas semanas, especialmente durante los atardeceres, pero hoy era particularmente intenso, como si un hilo invisible se le hubiera metido por las narices, bien adentro, hasta ovillarse en alguna región del cerebro y quedarse allí, expectante, aguardando la noche. Pero ahora el olor lastimaba las fosas nasales, dilataba los sentidos, exigía ser dividido, clasificado, contar con un nombre, una sucesión de nombres, que cada olor que formaba parte del conjunto fuese identificable. Se detuvo, cerró los ojos, aspiró profundo, una, dos, tres veces, dejando escapar el aire por la boca. Contuvo la respiración, dejó el olor adentro, empezó a desmenuzarlo, a separarlo de a poco, olor a bosta de caballo, a tierra seca, a pajarillo muerto en algún sector de la zanja. Olor a humedales, a raíces podridas, a hojarasca secándose en el fragor del suelo. El olor que se asomaba por alguna ventana de las casas próximas o quizá distantes, olor a mate cocido, a pan recalentado, a merienda tardía. De dónde había adquirido esa habilidad. Era extraño, como una confusión de olores nuevos y familiares. Y no le habría dado importancia de haberlo experimentado ocasionalmente, una impresión que el capricho de los sentidos le hubiera entregado por sorpresa. Lo sugestivo era que los días y las horas inflamaban los olores como nunca antes, nunca nunca, ni siquiera de jovenzuelo cuando corría entre las vacas y los becerros, cuando iba a pescar al arroyo y los pescados inánimes absorbían el calor de la tarde y desprendían ese olor intenso de las cosas muertas, tampoco cuando jugaba con sus hermanos y se revolcaba entre las hojas bajo la luz tibia de los árboles, ni cuando se escondía en las entrañas del matorral ni cuando cerraba la puerta de tablillas de la letrina y se dejaba envolver por ese penetrante olor a hueco, a paredes vírgenes, a chapa recalentada, ese querible y tierno olor que años después se alzaría en su memoria desde el foso donde su madre y su padre y sus hermanos y la abuela Florencia dejaban caer sus excrementos. Y ahora con el hálito del tiempo recorriéndole las vértebras y los hombros, sentía olores viejos con una intensidad nueva, cosa de haberse quedado ciego y se le agudizara el oído como según dicen les ocurre a los ciegos.
Alacrán lo recibió como siempre, fuera de la casa, husmeando el barrio, y entró con él en el vestíbulo que daba directamente a la cocina, sin dejar de mover el rabo, de hundir el hocico en la bolsa donde traía el paquete de huesos junto con otras compras de la carnicería. Luego Alacrán se fue a triturar su ración de hueso a un rincón del patio que desde siempre usaba de comedero mientras él terminaba de acomodar las compras en la heladera y en un sector bajo la mesada. En ambos casos hizo una prueba extraña, sin pensarlo, sin decidirlo previamente. Cerró lo ojos y el aire de la heladera pretendió desorientarle los olores. Pero fue como si una parte de su cara se remoldease en un crujido de huesos y estiramientos de piel y largos bigotes que parecían vibrar como reconociendo el entorno. Sonrió o trató de sonreír con los labios finos y oscuros que quizá hasta dejasen entrever unos agudos colmillos. Había visto una película así del hombre lobo. En la heladera no le resultó difícil detectar los tomates, las naranjas, un racimo incompleto de ajos, una mustia planta de lechuga en el compartimento de abajo; luego un saché de leche, un tarro de mayonesa, pan en rodajas, el botellón de agua, la olla con el guiso de ayer en la parte media; el paquete abierto de salchichas, un bife algo pasado y que posiblemente fuese a parar a las mandíbulas de Alacrán en la bandeja bajo el congelador. Todo eso sin mirar y como si lo estuviese viendo. Antes de acomodar los sifones bajo la mesada, hizo la misma prueba y tampoco fue difícil separar las cosas y ubicarlas cada una en su lugar, el jabón en polvo, el vinagre, el aceite usado en tarros de mermelada, las botellas con sedimentos de cerveza hacia al fondo, y más al fondo aún el olor de la mancha de humedad, la pared algo descascarada, el codo del desagüe de la pileta, el olor de aguas residuales por la tubería hacia el pozo ciego, estaba todo tan claro que le parecía curioso que hasta ahora no hubiese podido captar y dividir y ubicar los olores del mundo que lo rodeaba, como si siempre esa habilidad le hubiese pertenecido, latente, esperando ser despertada una día de verano.
Se irguió en un largo suspiro. Todo estaba allí, igual que siempre, las paredes celestes, el cable de la luz bordeando la orilla de los mosaicos, la alacena, la lámpara que pendía en el centro del cielorraso, la puerta de vidrio que daba al patio, las telarañas deshechas que flameaban su abandono entre la pared y el techo. Todo estaba allí menos él, el desconocido, el intruso que todo podía reconocerlo con el olfato. Era él quien había cambiado y no las cosas. Alacrán ya no se encontraba en el comedero y andaría enterrando los restos de su hueso en algún escondrijo de los canteros o junto a la caseta de las herramientas. Caminó hacia la galería que daba al patio, hacia el crepúsculo, con un borroso sentimiento de felicidad. Alacrán ya estaba trotando hacia él. Se puso de cuclillas para recibirlo. Tal vez el animal supuso que debía esconder la cara en su cuello, entrecerrar los ojos y dejarse acariciar en torno de las orejas, sentir la energía de sus manos en el lomo, la panza, el costillar, dejarse llevar por el sonido de su voz, aguardar la ternura humana de aquellos labios hablándole al oído. Pero esta vez fue distinto y empezó a aporrearlo en los costados de la cabeza, en los bofes, en el nacimiento de las patas. El animal retrocedió, posiblemente asombrado. Entonces lo atacó como había visto cuando los perros jugaban entre sí, quiso echársele encima, pero el animal lo esquivó, tomó distancia, luego avanzó, los dos avanzaron hasta el encontronazo, pretendió voltearlo de costado pero otra vez el animal logró eludirlo para contraatacar de inmediato, el animal y él entreabrían las bocas, mostraban sus dientes, fingió morderlo y el animal se dejó hacer, sintió los bofes en sus labios, la baba que se desprendía de los bofes, sin un vestigio de asco. El animal retrocedió y se escurrió como si fuese a huir, pero en seguida volvió a arremeter. Era como una pelea simulada, un juego no de hombre con perro sino de perro con perro, de igual a igual. Lo siguió sopapeando, azuzándolo, atento a aquellos gruñidos como si tuviese las orejas tiesas, erguidas, escuchando con su respiración agitada, con la tensión de sus piernas y de sus brazos, con el endurecimiento de las tripas. Él también gruñía, amenazante, y soportaba una nueva embestida del animal que le puso las patas en el pecho y lo echó al suelo. No pretendió levantarse ni recomponerse, aceptó el cuerpo del animal sobre el suyo, atenazándole el costillar con sus piernas. Buscó desestabilizarlo hasta que logró tumbarlo. El animal quiso ponerse de pie varias veces defendiéndose con sus patas, con el sacudimiento de todo su cuerpo, con sus gruñidos intimidantes. Finalmente dejó que recuperase el equilibrio. El animal mantuvo las patas traseras bien abiertas mientras seguía echándole baba en la cara con esa expresión de triunfo, de victoria sobre el hombre como sobre otro animal en un juego misterioso que no conocía hasta entonces. Puso su brazo entre las mandíbulas y sintió la lengua, los dientes, la saliva, el hueso de su brazo atrapado por los caninos, el dulce aliento del fin, el fragor de la muerte. Antes de dejarlo ir, con la mano libre lo tomó del cuello y lo llevó hacia su boca abierta, hacia la saciedad de sus dientes. Mordió, mordió la carne, la piel, la tensión de los músculos, sin lastimar, apretándose al animal dentro de las reglas del juego. El olor intenso del pelaje, la palpitación de la sangre. La sintió correr, a cascadas, como ríos enfurecidos, hirviendo en su lengua, en los labios. Luego comenzó a hablarle al oído, en voz baja, apenas un susurro, lo besó en el hocico. El animal aflojó las mandíbulas y entonces fue sacando el brazo de adentro de la boca. Estaba cansado, agitado, bebió agua directamente del botellón de la heladera. Los raspones en el brazo empezaron a arderle y los puso bajo el chorro de la canilla. Cuando salió de nuevo a la galería, Alacrán seguía tomando agua desde la profundidad del balde. Nunca se había sentido tan comunicado con su perro, tan secretamente ligado a él.
Pocos días después ocurrió una experiencia que volvería a rodearlo de enigmas. Fue en el pequeño mercado de la esquina, mientras aguardaba ser atendido. Una señora delante de él hablaba del tiempo con la almacenera. Charla de ocasión, como de las que había escuchado cientos de veces, pero que giraba en torno de las semanas que no llovía. Un hombre se sumó a la conversación con el comentario de que tenía unos parientes chacareros y que peligraba la cosecha de maíz. Va a llover el viernes –dijo como si su boca hubiese hablado sola, apartada de su voluntad, aunque con una convicción que otra vez lo hizo sentirse otro, otro profundamente ligado a él, que habitaba su cuerpo, sus sentidos, con esa misteriosa percepción sobre las cosas. La señora y el hombre se voltearon y permanecieron mirándolo. La almacenera le preguntó dónde lo había escuchado. Va a llover el viernes –volvió a decir. La almacenera detuvo un instante la manivela de la cortadora de fiambres. Pero don Sixto, para el viernes faltan cuatro días. Va a llover el viernes -repitió la voz igual a un golpe de maza sobre la tierra. El hombre y la señora regresaron sus rostros a la almacenera y por alguna razón no sólo no volvió a tocarse el tema del tiempo sino que se hizo un concentrado silencio. Mientras tanto, él seguía allí, como una presencia omnisciente, tieso, con la red colgándole de la mano derecha sin que nada pareciera moverse. Por qué había afirmado eso. Qué sabía él del tiempo, de los pronósticos. Nunca había acertado, ni siquiera con el cielo encapotado y plomizo de una tormenta que finalmente pasaba de largo. Sin embargo algo le decía que el viernes iba a llover, lo supo con el poder de la intuición y el estupor de la conciencia apenas salió del almacén, lo supo en el olor de la atmósfera seca, del cielo límpido, sin una sola nube que amparase el vuelo de aquel pájaro solitario, lo supo en el viento, en la ansiedad de los pastizales, en el lejano mugido de un becerro y en el viaje presuroso de un panadero que buscaba hacerse invisible en la agonía del aire.
El viernes luego del mediodía se desató el diluvio y las aguas corrieron por las zanjas y alborotaron las alcantarillas y las calles de tierra se hicieron intransitables y las hojas de los árboles y de los arbustos se limpiaron del polvo de los días y los verdes se cubrieron de fosforescencia y la tierra absorbió prontamente los charcos para desentumecer las napas y el bicherío de la zona se agitó como un cardumen frenético y en las casas las canaletas no alcanzaron con la chorrera de los tejados ni las rejillas con el cerramiento de las azoteas y los pluviómetros marcaron setenta y cuatro milímetros en dos horas.
Al acostarse luego de una cena ligera, se quedó repasando esas nuevas impresiones que le ofrecía el mundo. Permaneció quieto, con el brazo sobre la frente, quizá el pensamiento algo abatido y la mirada hundida en aquella oscuridad apenas quebrada por el resplandor de la luna en el límite de los postigos. Era una luna a medias, en cuarto creciente, aún atravesada por nubarrones, pero que lograba encender sus ojos en el socavón de la noche. Fueron apareciendo la superficie del techo, los surcos entre las tablillas de madera, la lámpara de bronce que fuera de su madre, el color liso de las paredes algo retocado por las sombras, de celeste a gris nocturno. Se reveló ante su mirada sin asombro el viejo cuadro de potros atravesando las aguas de un arroyo, laderas rocosas, hocicos dilatados, las crines al viento. Nunca había logrado ver aquella pintura sin encender la luz. Abandonó la almohada y se alzó sobre los codos clavados en las sábanas, no porque el fenómeno de poder observarla le llamase la atención sino para descubrir en medio de la oscuridad nuevos detalles ante los que nunca se detuvo. Otra vez, la impresión era que siempre pudo hacerlo y que recién ahora los sentidos lo autorizaban. No supo cuántos minutos permaneció explorando la pintura hasta agotarla, hasta que los brazos se cansaron y volvió el torso a la cama. Escuchó la leve respiración de Alacrán acostado sobre la alfombra. Resultó una respiración despareja, interrumpida por los sueños, por la saliva que se acumulaba en el cuenco de la boca, donde chapoteaba la lengua. Tal vez fuese sólo un nuevo interés por escucharlo porque le parecía no recordar nada de aquellos sueños, el pecho de Alacrán que se inflaba y que languidecía como un fuelle exhausto y un lejano ronquido que moría en la garganta.
Y fue esa misma semana que la vista le reveló aquel ratón escurriéndose entre los macetones del patio. Pudo verlo sin verlo, apenas una sombra fugaz, pero supo que el ratón estaba allí, un ratón mediano, de color pardo que seguía avanzando hacia los macetones rojos de los helechos. Por un momento llegó a preguntarse cómo podía saber con aquella certeza el tamaño y el color del ratón, por qué sabía que se trataba de un ratón y no de algún otro animalejo de la zona, un lagarto, un cuis, una culebra. Ni siquiera Alacrán, que estaba despatarrado sobre la frescura del embaldosado, lo había visto, y si no era así, tampoco lo estimaba tan importante como para suspender su siesta. Pero él alcanzó a verlo con la mirada en otra cosa y se sentía atraído por confirmar esa presencia. Recién cuando se acercó sin siquiera con el ánimo de espantarlo, fue que Alacrán levantó la cabeza y lo miró a él y luego miró en dirección a los macetones rojos y quizá terminó siendo su curiosidad lo que despertó el ánima cazadora del perro, que se puso a barrer el lugar con el hocico. Todo no pasó de una correría cuando el ratón, al verse descubierto, emprendió la huida y logró escurrirse por debajo de la puerta de rejas, hostigado por los ladridos impotentes de Alacrán. Pero la impresión lo siguió hasta entrada la tarde, cuando salió a la vereda y le pareció descubrir el mundo de insectos que se ocultaba entre los pastos, toda una ciudadela de seres que se cruzaban de prisa yendo y viniendo de dónde y hacia dónde ante el acoso de los pájaros y los saltamontes y los sapos y las lagartijas, cientos, miles de insectos que apostaban al número infinito como estrategia de supervivencia, los fue detectando sin moverse del lugar, sin necesidad de acuclillarse y de apartar los pastos, los insectos minúsculos, casi invisibles, las hormigas, los escarabajos, el burbujeo de lombrices bajo el manto de tierra húmeda, los cienpiés y los bichos bolita entre aquellas lajas casi enterradas por el tiempo, podía verlos mezclándose, tropezándose, la mosca que había sido atrapada en la telaraña, la araña que había conseguido tomarla del extremo de una pata para adormecerla, para envolverla e inmovilizarla en el capullo de sus hilos luminosos, para absorber el jugo fresco durante la noche y que la mañana descubriese a la mosca trasformada en una figura de patas sin cuerpo y de alas secas. Luego levantó la vista hacia el eucalipto, lanzó la mirada con la precisión de un dardo y los fue sorprendiendo mimetizados con el ramaje, los nidos de las cotorras y las cotorras mismas disimuladas entre las hojas, despulgándose ante la vecindad de dos jilgueros, un petirrojo y cuatro palomas monteras. Consideró que no valía la pena preguntarse por esa habilidad de deslizarse en un espacio hasta hoy desconocido, el lugar de los pájaros, el lugar que sólo podía ser explorado por la certeza del gavilán en busca de su presa. El dardo de su mirada siguió escurriéndose entre la espesura del follaje, apartando las hojas, igual a una mano furtiva que pudiese violar la intimidad de las aves, sus relaciones sociales, el liderazgo, los sometimientos, las rabietas, los arrumacos, la indiferencia, el deseo de soledad que se sabe rodeado de su especie.
Estas observaciones debieron de ser un tanto agotadoras porque hacia la noche tuvo un cansancio que lo obligó a una comida frugal y a desentenderse del televisor hasta transformarlo en una luminosidad incómoda y en un sonido que fue reduciendo hasta hacerlo casi inaudible. De todos modos, antes de las diez una extraña fatiga lo empujó hacia la cama. El sueño lo fue arrullando mientras consideraba los descubrimientos de los últimos días. Pero por la mañana se levantó con una parte del cielo aún azul y otra que anunciaba la claridad celeste del amanecer. Fue como un impulso límpido que lo desprendió de las sábanas sin bostezos ni sopores ni remoloneos. Se duchó con el agua apenas tibia, las alpargatas, el único bombachón de verano y una camisa de mangas cortas lo vistieron con ropa liviana, se preparó el tazón de mate cocido cortado con leche y la tostadora se encargó de dorar cuatro rodajas de pan viejo. Cuando puso pie en el pequeño patio del frente, le pareció que hacía años no veía la madrugada recién amanecida porque en aquel entonces jamás se levantó a esas horas ni se desayunó en penumbras sin recurrir a la luz artificial ni permaneció en el umbral de su casa contemplando cómo se iban apagando las estrellas y cómo el estertor de la noche se prolongaba en el lucero del alba. Ciertamente, no recordaba otro momento como ése, y quizá fuera la primera vez que se encontraba así, respirando el primer aire de la mañana sin un motivo que lo justificara. No era silencio por la algarabía de los pájaros y el canto de los gallos a la distancia y el ladrido también lejano de los perros, y sin embargo había silencio en ese despertar, había silencio en ese aire fresco que le lastimaba la piel, en ese olor distinto, antes de ser invadido por el ajetreo del pueblo, en esos colores algo apagados que se deslizaban por el panorama de su retina. Cuántos amaneceres había perdido, qué parte de la existencia se le había escurrido furtivamente, sin que se diese cuenta.
Luego de unos días hubo otras sagacidades que comenzaron a asomarse, no relacionadas ya con los sentidos sino con el discernimiento. Estuvo a punto de comentarlo con su primo Demetrio que vivía a tres cuadras, pero decidió no hacerlo por temor a un comentario inoportuno, que lo oyese sin escucharlo o, peor aún, que le aconsejase recurrir a un médico. Por qué supo que no debía saludar al vecino de la vuelta de su casa si lo vio venir como lo viera tantas veces, con su boina hasta las cejas y el tranco largo y los ojos sin tiempo y sin historia. No había nada en ese instante que lo singularizase, ni un solo gesto de advertencia, y si terminó por saludarlo buenas don Amador fue para constatar que el vecino pasaría de largo como si él no existiera ni las casas ni la vereda de baldosas vacilantes ni la zanja de sumideros existieran y que seguiría caminando como si el mundo entero tampoco existiera salvo aquellos ojos que ahora sí veían hacia adentro metidos en quién sabe qué cavilaciones por más que simulasen mirar y se empeñasen en las cosas, algo le venía ocurriendo y lo supo desde que lo vio aparecer en la esquina y también supo que si insistía en el saludo le respondería con un refunfuño de compromiso o, peor aun, con alguna improcedencia como si el saludo se estuviese metiendo en un asunto que no le importaba, y así llegó él al codo de la esquina, con la constatación de ese saludo no correspondido colgándole de la boca, humillado y vencido, y con la satisfacción de haber adivinado que Amador no le respondería, de haberse metido del otro lado de la piel igual a los perros que intuyen quién es condescendiente y quién investido de autoridad, a quién deben acercárcele, a quién mover el rabo, de quién sospechar, quién es amistoso y de quién conviene tomar distancia. Empezó a percibirlo en todos aquellos que se le cruzaron en el camino, conocidos y poco conocidos, aunque con una particular penetración en las situaciones especiales. Ocurrió en el único autoservicio del pueblo, aquella mujer que sabía vivía en las afueras, en la orilla difusa de las últimas casas y el campo. Una mujer regordeta, de no más de un metro cincuenta y cinco, de rostro veteado por el viento y la escarcha, abrumada de angustia. Por qué sabía de su angustia. No había nada en ella que lo denunciase, que pudiera llamar la atención, una mujer de tantas en los arrabales del pueblo. Y sin embargo había un mundo allí, tal vez en la rigidez del cuello, en la manera de mirar las conservas sin decidirse por ninguna, de terminar arrojando cualquiera en la bolsa, de merodear por los paquetes de yerba, de fideos, sin prestar interés a las marcas ni a los precios, de tomar uno y volver a dejarlo en su lugar, metida en sus pensamientos, fuera de todo aquello, de los artículos, de los tubos fluorescentes, de los ventiladores de techo. De pronto la mujer se dio vuelta y lo miró. Él debió bajar la mirada o hacerse el desentendido, seguir husmeando por los anaqueles, pero no lo hizo y enfrentó la mirada de la mujer. Quizá la mujer supo que él había entrado en ella porque no lo miró con desenfado ni con rencores sino con un recóndito sentimiento de piedad que ambos sabían era una piedad volcada hacia ella misma. Entonces sus mejillas se encendieron, pero aun así siguió mirándolo como la voz que se filtra entre las tablillas de un confesionario y su presencia fuese el oído invisible capaz de escuchar los pecados de la desesperanza. Imposible saber durante cuántos segundos se mantuvo aquel puente antes de desmoronarse y ser arrastrado por las aguas del mundo cotidiano, si fueron tres, si fueron cinco, si fueron largos minutos, horas, días enteros, si en aquella breve fracción de tiempo estuvo condensado un segmento de la eternidad.
A pesar de irse habituando a este despertar de las percepciones, cada vez que una nueva se abría era un capullo de aromas desconcertantes que lo dejaba en estado de excitación y en un lecho de meditaciones que solían susurrarle por las noches. Las más de las veces, aquellas percepciones se iban asomando de a poco, sin asombro. Otras, brotaban de golpe, como ocurriría durante el gran remate semestral de hacienda, siempre rubricado por la doma, una especie de festividad en las tradiciones del pueblo y en la que él participaba como ayudante desde una edad que los años volvían cada vez más imprecisa. Lo había hecho decenas de veces, sujetar el potro, aguardar la monta, que el domador se acomodase, atender la señal, desprenderle al potro la venda de los ojos, apartarse para que aquella multitud de nervios y de energía bruta se entregase al ruedo, al furor de los cielos y de la tierra, a ese temblor de la sangre en su esfuerzo por desprenderse de una presencia intrusa pegada al lomo. En aquella jornada, como nunca, identificó el olor de cada potro, el olor de la bosta de cada potro. Volvió a preguntarse cómo era posible que hasta ese momento los caballos tuviesen olor a caballo, un olor universal que los uniformaba, cualquiera fuese su porte, su raza, su sexo. Ahora cada potro era único y la bosta de cada potro le daba más identidad que el dedo con que los chicuelos lo señalaban y que el nombre de la estancia de donde procedía y que la expectativa con que los concurrentes aguardaban la salida. También venía percibiendo los distintos olores de cada hombre y de cada mujer, olores que eran asombrosamente propios, ácidos, dulces, vigorosos, corrompidos, débiles, suaves, delicados, embriagantes, olores cuyos nombres no se habían inventado, el olor fronterizo del macho y de la hembra, de la menstruación, la adolescencia, el olor del desencanto, de la vejez, de la menopausia. Pero ese mediodía, abrumado por el aroma de los costillares y de las achuras que la humareda hacía llegar hasta el corral de la doma, advirtió un olor distinto, tal vez agrio, aunque no fuese ése el termino exacto. Observó a aquel joven que no pasaría de los veintitrés buscando la mejor estabilidad sobre un recado que era apenas una cubierta de cuero de oveja sujeto por la cincha. El potro no dejaba de cabecear y de retroceder afiebrado por la masa de músculos, mientras que el chico parecía estar más sujeto a la suelta del rebenque que al penacho de crin. Lo vio con esa apariencia de aire desenvuelto, su cuerpo erguido y la mirada soberbia, una confianza extraña y una media sonrisa que se deslizaba por el cuello del animal hasta acabar en las orejas. No comprendía esa postura, no la había visto en los otros hombres, cada uno con sus gestos, pero siempre serios y concentrados, respetuosos de su potro. En ningún momento el chico dirigió su mirada hacia él. El olor se iba haciendo más intenso y más definido, pero seguía sin darle un significado. Fue un segundo, o quizá partículas de segundo antes de desprender la venda, que súbitamente tuvo la convicción de que se trataba del olor del miedo. Era indudable que el animal también lo había sentido porque salió como para revolcar al intruso o dejar la última exhalación en la polvareda que de pronto el viento arremolinó en torno de bestia y de jinete. Pudo notar la tensión, el silencio de los espectadores mientras el chico subía y bajaba en sincronía con los saltos del animal. Habrá sido en el décimo salto, alguno más, uno menos, que se produjo el movimiento fatal, y vio en camaralenta, con una lucidez aterradora, que el chico bajaba cuando el animal subía. Fue suspendida la doma, el gentío terminó comentando el suceso entre chorizos, mollejas y tiras de asado y en esa misma semana se habló del estallido de uno de los riñones y que debieron extraérselo desintegrado.
Con el transcurrir de los días, las semanas y los meses, llegó a igualarse con Alacrán y con el resto de los perros del vecindario al identificar los olores del contenido de las bolsas de basura con sólo pasar junto a ellas, restos de carne, de verduras, cáscaras de frutas, pañales, posiblemente algún jarabe vencido, artículos de higiene. El oído captó sonidos distantes o sutiles, la variedad en el canto de las aves, el significado del mugido en los novillos, acercó algunas indiscretas discusiones de vecinos antes encerradas en la impunidad de los intramuros, reparó en el vuelo caótico de las mariposas, el zumbido de las abejas, la ubicación exacta de los grillos, el furtivo corretear de las cucarachas entre las grietas de los zócalos. Asimiló la cautela de los gatos, la astucia de los gorriones, el siempre hambriento recelo de las palomas. Todo un mundo que amenazaba romper los límites del mundo se fue extendiendo con sus sentidos. Tomó la costumbre de salir a caminar por las noches con el pueblo dormido, a alzar la vista hacia las profundidades del firmamento, y ese silencio le fue permitiendo escuchar el sonido de las moléculas en el malezal, la voz de los planetas que le hablaban desde sus distancias insondables, percibir las palpitaciones de su propio corazón, de la vida escondida que corre por dentro.

Enero de 2011


EL PASAJERO

...en la humanidad, la regla (...) es que los duros son débiles
rechazados y que los fuertes, sin preocuparse
de que los quieran o no, son los únicos que tienen
esa dulzura que el vulgo supone debilidad.
Marcel Proust

Desde que lo vio caminar por la escalerilla de abordaje con una valija colgada de un brazo, el maletín del otro y algo inclinado por el desequilibrio de ambos, que le pareció un ser insignificante que medía cada paso, tratando de disimular el temor de que la escalerilla se quebrase y él y valija y maletín fuesen a dar al agua. Hacía tres años que no recibían un pasajero en el buque y hubo otra vez que acondicionar uno de los camarotes para tan ilustre visita. Apenas traspuso la baranda, un marinero se ofreció a llevarle el equipaje, pero sólo le dio la valija, quedándose él con el maletín, que cambió de brazo. Así y todo, el marinero caminaba más rápido con la valija que el pasajero con su maletín, hombrecito de piernas cortas y sombrero en una época en que los sombreros habían dejado de usarse, lo que le daba un aspecto arcaico y también algo ridículo. Desde el puente de mando, viendo aquel cuzco faldero que no se cansaba de mirar para todos lados, en especial el muro formado por los contenedores, se preguntó qué lo habría inducido a cruzar el océano en un buque mercante. Sabía de casos de personas que sentían terror por los aviones y preferían largas jornadas en el mar que abordar uno de esos tubos con alas que de manera inexplicable sostenían sus varias toneladas en el aire. Como en territorio extraño y apurando el paso para no retrasarse, casi corría detrás marinero por la no muy amplia pasarela de cubierta entre la baranda de estribor y la carga. Pero fue sólo la impresión de un momento. Enseguida se desentendió de él antes de que desapareciese de su vista. El buque zarpó ese mismo atardecer, conducido por el remolcador, bordeando las boyas y luego liberado al fin de sus amarras hacia al mar abierto, hacia la brisa celeste y el vuelo de las aves costeras y el horizonte donde iban apareciendo las primeras estrellas. Habían pasado los años y seguían seduciéndolo las partidas, en especial cuando la nocturnidad se iba tragando las aguas, mezclándolas con esa impresión de infinito. Era un íntimo y placentero sentimiento de terror que lo hacía permanecer en el puente hasta entrada la noche. Luego la nada, el silencio en el murmullo de los motores, en el aire rojizo de la cabina y luces como luciérnagas del tablero de mando, en la presencia muda del segundo oficial, del timonel y del reciente encargado de comunicaciones, casi un chico, todos como él, de pocas palabras, las indispensables.
Fue consciente de cierta afectación al ponerse la mejor camisa y el saco de capitán para recibir al hombrecillo durante la cena. El señor Estébanez apareció con puntualidad de segundero. Se dieron la mano con una leve inclinación y conservando la distancia, demasiada ceremonia para un capitán de buque mercante y un pasajero ocasional. Había algo de extravagante en todo eso, y era extraño, tanto él como el pasajero parecían sentirse a sus anchas en ese grotesco de cinematografía, como si ambos tuviesen la capacidad de observar la situación desde afuera. El señor Estébanez parecía ahora más corpulento y hasta más decidido que cuando abordara la nave, lo que no impedía que siguiese viéndolo con una sonrisa bien disimulada dentro de la boca y un respetuoso velo en el brillo de la mirada. Le ofreció asiento a su lado y comenzaron a hablar antes de que llegase la comida. Lo primero que hizo fue preguntarle por su nombre de pila, como para ir adquiriendo confianza y un clima propicio durante las próximas semanas de viaje. El señor Estébanez le respondió que su nombre era Esteban y cuando el capitán repitió Esteban Estébanez levantando un tantito las cejas, Esteban Estébanez dijo le aseguro no es la primera vez que alguien parece sorprenderse del símil entre mi nombre y el apellido, por lo que el capitán se encontró ante la obligación de aclarar que esa articulación no queda nada mal, sonoramente digo, en realidad es bastante artístico, justamente, agregó entonces Esteban Estébanez, dos artistas que tuve el agrado de conocer llevaban por nombre Gonzalo González y Leonardo Leonardi, poeta el primero, un plástico bastante reconocido el segundo, ¿lo ha escuchado nombrar?, ha hecho varias exposiciones, pero el capitán confesó no estoy consustanciado con el mundo del arte y la literatura, aunque reconozco que durante los días de alta mar uno cuenta con tiempo para eso, es posible haya algo de vagancia, ante lo cual el señor Estébanez se apresuró en aclarar que el desinterés no es vagancia y nada obliga a un capitán de buque mercante a ser aficionado a la lectura ni a tener conocimientos de plástica y luego de llevar la mano a la boca en forma de embudo y dar un par de tocesitas algo me hace sentir que mis palabras son tan artificiales como mi presencia en este barco, por lo que pido disculpas, pero el capitán casi saltó sobre las últimas palabras del señor Estébanez, no tiene usted nada de qué disculparse en el instante en que el señor Estébanez dirigía la mirada hacia una marina de proporciones, único cuadro del comedor con la imagen de un velero de tres mástiles agitado por las aguas con la proa lanzada hacia un cielo retorcido de nubarrones y la popa a punto de ser devorada por una ola gigantesca. No lo puse yo, es de la compañía, se apuró en informar el capitán. A propósito, si no es indiscreción, me interesaría saber el motivo del viaje en barco. ¿Siente rechazo por los aviones? El señor Estébanez aspiró su respuesta, que salió acompañada de algo que se parecía a un suspiro, no es que sienta rechazo por los aviones; siento pasión por el mar. Aquella contestación dejó un tanto sorprendido al capitán. Era evidente que estaba lleno de prejuicios dictados por las apariencias, pero no conseguía evitarlo, y lo que menos se figuraba era que un hombrecillo a quien en todo caso podía pensarlo como apasionado por la filatelia, monedas antiguas, miniaturas de colección, fuese un amante de la inmensidad del mar, de las profundidades abisales, del horizonte azul alucinado por el resplandor del día. Cuando de reojo echó una mirada al oficial sentado, como siempre, a su derecha, observó en la inexpresividad de su rostro el pensamiento de alguien que estaba imaginando aquella pasión metida en el agua, mecida por las olas y rodeada de tiburones. Luego el señor Estébanez dijo que era la segunda vez que realizaba un viaje de éstos, que por desgracia no podía hacerlo más seguido por cuestiones de tiempo y por supuesto económicas, que de tanto en tanto, algún fin de semana solía ir al delta y subirse a una lancha que lo pasease por las islas y se sonrió como sonriéndose de sí mismo, pero el río no es como el mar, claro, aunque algo es algo. Y algo había en ese hombrecillo que en definitiva no le caía mal al capitán, ni siquiera un misterio sino un deseo insatisfecho por esas aguas que él veía día tras día y que a veces dejaba de ver, remplazadas por el espacio que ocupa la costumbre. Así fue como terminó invitándolo en el momento que lo quisiera al puente de mando para observar el panorama desde allí, aunque el primer plano de los contenedores montados unos sobre otros no fuese el espectáculo más atractivo, pero también era factible dejar resbalar la visión por encima de ellos y entregarse a la plenitud del mar.
El señor Estébanez acudió una sola vez a esta invitación. Prefería levantarse temprano, caminar por el estrecho margen de la cubierta, dirigirse hacia la proa, tomarse de las barandas en el punto donde se juntan y donde la nave abre las aguas, y pasarse allí horas incansables, de espaldas a los contenedores, de cara al viento salado como si también volase en una de esas gaviotas alejadas de la costa y sólo existiesen él y el mar. Qué mirará con tanta insistencia, llegó a comentar el chico de comunicaciones, horas y horas, rígido en la misma posición, parece una momia, siguió comentando el chico radioelectrónico, una momia que sólo reaccionaba con la llamada del almuerzo y de la merienda y con la noche cerrada. En una oportunidad el capitán llegó a decirle si no deseaba ubicarse en la popa para observar la puesta de sol, algunas son muy bonitas, pero al hombrecillo las puestas de sol no parecían interesarle, eran únicamente él y el mar y el viento y quién sabe qué pensamientos y sensaciones ante aquel horizonte ilimitado.
Al principio, el señor Estébanez fue el comentario de toda la marinería como si dijeran ahí está otra vez o ahí viene de vuelta o ahí va de nuevo y el capitán debió interrumpir con una mirada seca una de las tantas versiones que le llegaban a través de los oficiales y hasta del jefe de máquinas porque lo que menos se decía era que al tipo le andaba faltando una tuerca, pasarse todo el día parado en el mismo lugar, en la misma posición, aunque no podía saberse si cerraba los ojos o si los mantenía furiosamente abiertos y se dejaba llevar por el paisaje marino hacia regiones que sólo el señor Estébanez parecía ver. No eran excepcionales las ocasiones en que el capitán descubría a los marineros cuchichear cosas entre ellos y girar la mirada y señalarlo y reírse de tan exótica presencia dentro de la febril actividad del barco, y debió hacer un llamado de atención al contramaestre para que los marineros no se entretuviesen en tonterías, pero a él mismo, por instantes, le parecía estar viendo un espantapájaros asido al barandal de proa, por completo desentendido de todo lo demás, sólo comprometido con su mundo, devorado por las horas y por los implacables rayos del sol que comenzaban a freírle los brazos y la cara. Con el pasar de las horas y de los días, el estatismo del señor Estébanez sólo fue alterado por la indumentaria y se lo vio con un extraño sombrero playero de aletas anchas y flojas que se agitaban con el aire y que le hacían visera en los ojos, un pantalón algo corto que dejaba expuestas descoloridas medias de toalla y una tricota completamente pasada de moda, algo larga y con botones de madera, quizá herencia de algún pariente difunto. Estas pequeñas variaciones seguían siendo pasto para los comentarios de la tripulación, único entretenimiento durante el tedioso trabajo en cubierta, mientras los oficiales lo veían como una presencia inanimada que comenzaba a formar parte de la estructura del buque, o en el mejor de los casos una medusa que había quedado adherida a la proa de pura casualidad. Pero de tanto en tanto el capitán ponía su atención en él, tratando de visualizar un cambio de posición, un giro de cabeza, aunque no era fácil percatarse de este movimiento por causa del sombrero playero. De todos modos, el señor Estébanez parecía mantenerse estático, bien aferrado al barandal con sus manitas minúsculas, dejándose acariciar por la brisa marina y por la satisfacción de deslizarse sobre las aguas. Algo había de perturbador en ese estado de solidez, casi de atrofia muscular, y definitivamente la tripulación terminó bautizándolo con el apodo de momia. Sin embargo, en una oportunidad lo vio asomarse peligrosamente sobre la baranda, con más de medio cuerpo afuera, como si sus ojos fueran más allá del bulbo de la nave y se empeñaran en penetrar las profundidades. Estuvo a punto de advertirle al contramaestre, pero a poco el señor Estébanez recobró la verticalidad y no volvió a moverse.
Fue en el mediodía de la tercera jornada cuando el rostro algo desencajado del oficial de comunicaciones le mostró el parte sobre una tormenta que se venía formando por el noroeste. Nunca en sus años de capitán había padecido una de esas tormentas inexplicables que los servicios de información meteorológica no podían prever con suficiente antelación, pero sabía que esa condición casi súbita solía hacer del comportamiento de la tormenta algo imprevisible y peligroso, con vientos que parecían enloquecer y arremolinarse sobre un oleaje caótico. De todos modos, el comunicado no fue de mucha ayuda porque en poco más de una hora él mismo vio en el horizonte la avanzada de una línea oscura cuyo color violáceo quizá se extendiese a lo ancho de cientos de quilómetros. Jamás la naturaleza de alta mar le había mostrado algo así, ni tampoco a los demás a juzgar por el rostro serio del primer oficial y los ojos iluminados del timonel y los movimientos bruscos del chico de comunicaciones. Mientras, la línea violeta del horizonte se iba ensanchando como una boca enorme y desdentada dispuesta a engullir todo lo que encontrara a su paso, y en su paso estaba ese puntito minúsculo, larva de superficie seguida de una tímida estela de espuma que comenzaba a dar un giro de catorce grados para encarar la tormenta de frente. De inmediato, el capitán dio la orden de inspeccionar y de reforzar el estibaje, no sólo de los contenedores de cubierta sino los de bodega, y la parsimonia de la embarcación se transformó en un hormigueo de hombres que corrían de un lado a otro y aparecían y desaparecían por huecos e intersticios, incluso se recurrió al extremo de emplear sopletes para soldar puntos clave de la carga y evitar posibles deslizamientos y la cubierta fue una fiesta de fulgores y de estrellas en pleno día. El capitán se quedó contemplando el sosiego de las aguas que eran para las paredes del buque apenas una caricia en la línea de flotación, y más se parecía a laguna sin límites que a mar abierto. Era lo que más lo inquietaba. Tampoco había peces que jugaran en la superficie ni que pudieran apreciarse por debajo de ella, como si todos hubieran acudido a sus refugios en la profundidades o hubiesen desaparecido de la zona, y aquella ausencia lo hizo sentirse atrozmente solo, solo y desprotegido en la cabina de su barco, en medio de sus hombres, abandonado a su suerte por la fauna marina, por las aves migratorias, por todo lo que nacía allí y se desarrollaba con sabiduría de milenios, abrazado por ese silencio que hablaba desde las voces de la marinería y el rumoreo monótono de la sala de máquinas, qué estaba ocurriendo, no podía sino permanecer estático en un punto de la cabina, pero no era miedo ni alarma sino otra vez esa extraña fascinación ante la inmensidad de los desconocido, de fuerzas incontrolables que, como la noche, lo vinculaban con el misterio del universo.
Cuando salió a la azotea para respirar y sentir en la piel el aire de la tormenta, fue que volvió a advertir la presencia del señor Estébanez siempre sujeto al barandal de proa. Desde que apareciera en el fondo del horizonte, el señor Estébanez no habría despegado ni por un segundo su mirada de aquella línea que de tan violácea era ahora de un intenso azul, sabía que tenía puesta su atención en ella, lo sabía por sus ojos que adivinaba fijos, clavados en la tormenta, por su actitud más rígida y momificada que nunca, por cada uno de sus músculos y tendones y articulaciones agarrotados ante aquellas luminosidades donde ya un relámpago sucedía a otro sin tiempo para la pausa, con la impresión de saberse sólo un fragmento perdido en la infinitud de la naturaleza, ser nada más que un microbio, una partícula, pero ser parte de todo eso, algo había en común entre el señor Estébanez y él, entre ese hombrecito en la proa y su porte de capitán en la azotea del puente de mando, un reflejo ante esos fenómenos que los diferenciaba de los demás, acaso ese desconcierto que los trasladaba a los límites sagrados de la vida, como el instante del nacimiento, del primer llanto, de la primera cópula, y por esas regiones andaba su mirada cuando comenzó a sentir la brisa desplazada por el aire frío, era cuestión de minutos, también él se aferró al barandal para recibirlo, su rostro al viento como un desafío, o como una ceremonia, un rito antiguo de sometimiento a dioses paganos en los tiempos que se adoraba el sol y la lluvia, el mar y la montañas, sabía que el señor Estébanez andaba recorriendo el mismo camino, y esa certeza era tanto más absoluta cuanto que estaba de espaldas a él, una travesía que los apartaba del resto de los mortales, de hombres que sólo veían una tormenta en la tormenta a bordo de aquel buque mercante cuya figura empezaba a transformarse en barco fantasma a merced del oleaje.
Pocas veces había visto hacerse la noche en pleno día. La boca desdentada los alcanzó y los cubrió con una ráfaga y la piel se le erizó con el aliento helado. Seguramente la gorra se le hubiese desprendido de tenerla puesta. Intentó encender un cigarrillo. Nunca le gustaron los encendedores, únicamente empleaba fósforos de madera, pero al cuarto intento se dio por vencido. Mientras se frotaba los brazos, oyó a su lado la voz del contramaestre comunicándole que la carga había sido asegurada dentro de lo posible y que todas las escotillas estaban cerradas. La expresión dentro de lo posible le reveló el grado de alarma de la tripulación. Las células fotosensibles ya habían encendido las luces exteriores en la chimenea, el poste del radar, el del tope, la antena de radio y los focos que vigilaban la carga. La superficie de los contenedores empezaba a verse abrillantada, como si una bruma lluviosa hubiera invadido el espacio. Hasta podía sentirla en la cara, y sin embargo no había bruma ni había llovizna, sólo la oscuridad que se iba apoderando del entorno. Se preguntó si el señor Estébanez no estaría algo mareado por el incipiente movimiento del buque y en qué momento se decidiría a regresar al camarote. Lo vio firme en su puesto, apenas iluminado de espaldas por uno de los focos. Qué estaría pasando por su cabeza en ese instante, de qué manera se le presentaría la tormenta y cómo se presentaría él ante la tormenta. Hasta dónde aguantaría su estómago la conmoción de las aguas sin que el almuerzo le saliese por donde entró, cuánto tiempo más soportaría el terror de enfilarse directo hacia la tempestad, un desafío de fuerzas desiguales, la bravuconada de un enano de feria ante el humor del todopoderoso. Más que tomado del barandal, parecía aferrado al barco, a la totalidad de su estructura, como si también él fuese una parte indisoluble de la nave. Y sin embargo no dejaba de ser una momia, una pequeña momia, ridícula y grotesca ante las ráfagas de viento y la amenaza de las profundidades. Se desentendió de él para volver a la seguridad de la carga, a su propio barco y al puente de mando. El mundo del oficial de comunicaciones estaba reducido a sus auriculares. Las tres de la tarde y la luminosidad del cielo se parecía a un tímido amanecer extraviado en el horizonte de la popa. Preguntó si había novedades sólo para quebrar el silencio, por decir algo. Sentía a la nave entera en estado de alerta, disponiéndose a enfrentar el temporal. Sentía sus entrañas, su coraza, el equipamiento, la angustia en el crujir de roces metálicos. Le alcanzaron un café, pero lo dejó abandonado en la orilla de la bitácora. Entonces extendió la mirada en la noche del horizonte y volvió a encontrarse con la figura del señor Estébanez. La trompa del buque ya se mecía en un vaivén de eslora y también de babor a estribor. A los pocos minutos, las primeras aguas se atropellaban en la superficie de cubierta. La celeridad de la tormenta seguía siendo uno de los aspectos más perturbadores. Supuso que el señor Estébanez querría dejar el lugar y que estaría imposibilitado de hacerlo, sujeto al barandal y al irresistible hechizo del miedo. Mandó al contramaestre que lo ayudara a regresar a la cabina. Todavía algunos marineros de cubierta recorrían los contenedores, dedicados a una última revisión. La bodega estaría demandando otro tanto, pero los de superficie eran siempre los más riesgosos. La noche azulada de aquella tarde recibió el vendaval de la lluvia como si fuese una prolongación del mar. Eran aguas de arriba y de abajo las que sobrecogían la cubierta y la inundaban de estupor mientras el buque se iluminaba de rayos y vibraba con el estallido de los truenos. Aquella idea de barco fantasma perdido en la furia del mar se iba alejando del cuento de aventuras y se le aparecía ahora más real y concreta. Toda la nave se retorcía y se disponía a aguantar lo que quedara de la tarde y posiblemente parte de la noche. Sin embargo los marineros se mantenían en sus carcajeos y jolgorios como si nada ocurriese, lo que en esa circunstancia evidenciaba que algo les ocurría. El contramaestre regresó y le dijo que no había podido convencer al señor Estébanez de regresar a la cabina, que lo tomó de un brazo y quiso arrancarlo, pero parecía soldado al barandal, que ni siquiera lo miró ni le dijo nada, que sólo tenía ojos para el frente de tormenta, pero su primera impresión fue que en realidad el contramaestre no había hecho todo lo posible y que de haberlo querido el señor Estébanez estaría dándose en ese momento una recomponedora ducha caliente. Se imaginó sintiendo lo que posiblemente sentiría el señor Estébanez, la potencia del oleaje que hundía la proa en esos valles sombríos y la alzaba hacia la cresta de las aguas que se elevaban como laderas, pero ya no podía arriesgar la vida de un marinero en obligar al señor Estébanez y traerlo a la rastra con peligro de que uno y otro fuesen barridos de cubierta. Ordenó al jefe de máquinas la máxima velocidad para mantener el buque en línea y reducir el riesgo de que el oleaje pudiera sorprenderlo de costado. Luego él mismo optó por descender a las entrañas de la nave y tratar directamente con el maquinista el procedimiento ante una tormenta de esta magnitud. En el camino se topó con un grupo de marineros que, entre risotadas, hacían apuestas sobre cuánto tiempo resistiría el señor Estébanez en cubierta o cuánto le llevaría al mar engullírselo y hacerlo desaparecer para siempre. En la sala de máquinas, el mundo parecía otro, sin la visión de la lluvia ni de la noche ni la furia de las aguas ni el fragor de los relámpagos y los truenos eran un lejano estallido opacado por el permanente fragor de los motores. Después de que hubo concertado una serie de detalles, hizo entre balanceos el camino de regreso, pero ya no encontró al grupo de marineros. Antes de entrar en el puente, permaneció por unos instantes en la azotea de la sala de navegación. Cada vez la tempestad le parecía más imprevisible, con ráfagas de viento y de agua que hubiesen enloquecido, mientras la lluvia y la noche le azotaban el rostro y lo envolvían con esa mortaja rasgada por los haces de los focos. Los oficiales lo vieron aparecer con el traje empapado y la mirada vuelta en pensamientos que nadie interrogó.
Fue cuando alguien quiso ofrecerle una taza de té que puso otra vez su atención en el vértice del buque. En aquel extremo, la cubierta ya no era simplemente barrida por las aguas sino que tendía a hundirse en el cuerpo de las olas para volver a emerger como aspirando una nueva bocanada de aire. Y allí estaba el señor Estébanez, también sumergiéndose en la masa del oleaje y emergiendo por milagro junto a la proa y volviéndose a sumergir para salir otra vez, ya no era posible hacer nada por él, cuánto tiempo podía una persona aguantar la falta de aire en medio de la turbulencia del mar, cuánto más podría sostenerse tomado del barandal, y sin embargo parecía impertérrito, desafiándolo todo, el agua que se le metería en la boca, las narices, los oídos, en qué momento lograría aspirar el aire para soportar la inmersión hasta volver a emerger, cómo era posible que resistiese la presión cuando la trompa se hundía, sobrellevar el empuje de esa masa líquida capaz de desprender los contenedores soldados unos a otros. Y así pasaron los minutos, las horas, y hacia el anochecer la violencia de la tempestad era tal que hasta temía que el buque pudiera partirse, sabía de capitanes que en otros tiempos habían tomado la resolución de desprenderse de la carga para salvar el barco, pero actualmente ni siquiera eso podía intentarse, el barco debía resistir o él y la carga y la tripulación irían a parar a ese lecho marino abandonado por la luz del sol desde los tiempos que se formó el mundo, un universo de criaturas extrañas, de naufragios que la historia ha olvidado, de ahogados cuyos espectros abisales merodeaban en las profundidades y que contadas veces subían a la superficie para poblar la tierra de leyendas y de supersticiones. Y allí seguía estando el señor Estébanez, aferrado al barandal, como perteneciendo más al espacio sumergido que al que habita en el exterior, malogrando las apuestas de todos cuando cualquier razonamiento lógico lo habría perdido en cada movimiento de inmersión, y sin embargo regresaba una y otra vez, inexplicablemente, mientras al término de la tarde la lluvia y los refucilos y los estallidos atronadores seguían abrazados a la tempestad y las olas eran montañas que a veces se elevaban hasta veinte metros, uno de los contenedores se había desprendido del resto y su estructura se asomaba en más de un tercio hacia el lado de babor, en cualquier momento caería al agua, tampoco el barco aguantaría toda la noche, sólo el señor Estébanez era una presencia inquebrantable, más firme que nunca, y su figura diminuta parecía transmitirle al barco una resistencia oscura, imposible. Nadie se movió de su puesto, el estado de alerta era permanente y sólo las luces de los focos descubrían de tanto en tanto la agitación del mar, lo demás era un muro negro alzado en el océano y esa ceguera le dio otra vez aquella impresión de recluirse en un espacio sin límites, de permanecer en un firmamento donde las estrellas y las constelaciones se hubiesen apagado. Poco después de la medianoche un estruendo les anunció que el contenedor había terminado de desprenderse y que se había precipitado al mar, dañando la cubierta y arrasado con parte del barandal. Pero la herida no fue importante y las bombas de agua dieron cuenta sin complicaciones de la pequeña cascada que lograba filtrarse en la bodega. Hacia las dos de la mañana el resto del barco se mantenía milagrosamente intacto y el mar había regresado a la calma como pidiendo disculpas, que en realidad todo fue una broma, o un malentendido. Sin embargo nadie en la tripulación pensó en un descanso o en llevarse algo al estómago. Procedieron a revisar cada compartimiento con los motores detenidos por completo hasta comprobar que no había una sola fisura, una sola deformación en el esqueleto de un buque que no había sido construido para soportar una tempestad como ésa, pero que lo había logrado. Recién entonces alguien se acordó del señor Estébanez. Algunos focos se habían apagado, haciendo de la cubierta un territorio tan misterioso como la presencia o la muy posible ausencia del pasajero. El capitán en persona, junto con el contramaestre, el primer oficial y un marinero de cubierta, acudieron a la proa precedidos de las luces de sus linternas. Algo había de tenebroso en los muros de los contenedores, que parecían resentidos y amenazantes, como si en cualquier momento fuesen a cerrarles el paso y aplastarlos contra el barandal. Pero lo que más lo perturbaba era ese silencio, con el agua haciendo chasquidos que se parecían a la suave embestida contra el muelle en un día corriente de puerto. El señor Estébanez permanecía en la posición de siempre, con sus manitas agarrotadas tomadas de la baranda, la cabeza erguida a la que sólo le faltaba el gorro playero, con su dignísima actitud inflexible ante la oscuridad del mar, pero desde antes de que llegasen a él, con las luces de las linternas en sus espaldas, supo que estaba muerto. Al iluminarlo de frente le llamó la atención la vastedad de su mirada, mientras los demás trataban de desamarrarle del barandal los músculos tiesos y amoratados. Era una mirada embalsamada, y no obstante parecía dirigida hacia algún lado, como si el señor Estébanez permaneciese viendo algo en el horizonte aun con la opacidad de la muerte. También en su rostro había una serenidad extraña y un gesto en los labios, ni siquiera un rictus ni una arruga de la piel, pero en donde se escondía una sonrisa imperceptible. No era fácil ni para el oficial ni para el contramaestre ni para el marinero aflojarle los dedos y desprenderlo de la baranda. Había un vínculo inexplicable entre la integridad del señor Estébanez y la integridad del barco. El resto de la tripulación se aglomeró para ver pasar el cuerpecito insignificante y violáceo, ahora en esa postura horizontal que lo asemejaba a un muñeco de plástico derribado por las corrientes de aire, la mirada abierta hacia el cielo y las manos tomadas de un barandal inexistente.

Invierno de 2010