martes, 26 de julio de 2011

Historias secretas



HISTORIAS SECRETAS

de

Zelmar Acevedo Díaz


Zelmar, quien desde hace años vive de ofrecer sus cuentos a los pasajeros de los trenes suburbanos de Buenos Aires, presenta para sus amigos de facebook el libro que obtuviera el premio Manuel Llano (Santander - 2001), organizado por la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria y publicado por Editorial Pre-Textos, de la ciudad de Valencia, en marzo de 2002. Dedicado este volumen a su padre, el texto de solapa fue el siguiente:

La producción literaria de Zelmar Acevedo Díaz podría clasificarse más sobre la base de sus variaciones geográficas que por su itinerario interior: los malogrados esbozos de su adolescencia en Buenos Aires, los relatos misioneros durante su permanencia en esa provincia del litoral argentino, sus apenas dos cuentos rescatados del lapso patagónico, el período rosarino, predominantemente teatral, y el ciclo porteño de sus últimos quince años, donde surgió el grueso de su creación luego de que una encarnizada autocrítica derivara en la destrucción de casi toda su obra escrita hasta ese momento, que terminó abrasada por las llamas purificadoras en el piletón de la cocina.
Desde entonces, su producción ha obtenido cierto reconocimiento dentro y fuera del país, como el premio Casa de las Américas de novela (La Habana), los premios nacionales de la Editorial Universitaria de Buenos Aires y la Franja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, entre otros, en el género de narrativa breve. En la península, ha sido distinguido por el Ayuntamiento de Peñíscola (Valencia) y por el Centro Cultural Castellano-Manchego de Zaragoza, además del premio Manuel Llano (Santander), cuyos cuentos seleccionados aquí se presentan.
Pero el origen de esta predisposición a narrar podría indagarse en aquella primera juventud cuando, en un viejo casco de estancia durante períodos vacacionales, una media docena de jovenzuelos le exigían, cada noche, el relato de un cuento, generalmente empapado de una atmósfera de horror.
Algo de aquellos días subyace aquí.


INDICE

Sobrevolando la bruma

La noche

Crónica de un ciudadano

Raquel

Sala de desahucio


SOBREVOLANDO LA BRUMA

Pero no; muertamente callados, como lunas
de piedra, en tierra, sordos permanecéis, sin tumba.
Una noche de velos, de plumas, de miradas
vuela por el espacio llevándoos, insepultos.
Vicente Aleixandre

Entonces se pregunta cómo es posible que ese cielo cargado de nubes tiña todo de gris. Gris el pasto de los canteros en las veredas, también el follaje de algunos árboles de hojas perennes. Es gris el aire y grises las casas de una sola planta con las persianas todavía cerradas, la bruma que le impide visualizar la calle a una cuadra de distancia, el asfalto que reverbera por la humedad, y es grisáceo el ruido de los engranajes mal aceitados de su bicicleta. Hasta se ha vuelto gris el frío que penetra a través de los guantes de lana y los dedos agarrotados en el manubrio y el chirrido de la bicicleta obstinado en simular el pío de un pájaro que se pierde entre los límites de la bruma. Nadie. Nadie más que el invierno y sus piernas sin prisa y el eco del engranaje de la bicicleta.
El chico surge de la esquina, dobla delante de él y continúa en su misma dirección. Es curioso. Pareciera pedalear algo más ligero y sin embargo no le saca ventaja. Pero es la bruma que puede crear apariencias, la ilusión de un movimiento que tal vez no sea real. Acelera, no sabe por qué, y cuando se da cuenta detiene el pedaleo y se deja envolver por el rumor del piñón, ese susurro que sobreviene desde el fondo de la infancia, de su primera bicicleta, y que lo llena de paz. El chico ha hecho lo mismo, tampoco parece tener prisa, y ambos se dejan arrastrar por la pendiente. Es extraño, no hay pájaros, y esa ausencia destaca el quejido de la bicicleta, el frío que se le mete a través de los guantes de lana, la soledad de casas bajas, el cielo encapotado por nubes sin forma. Regresa la llovizna, pero no sabe si es llovizna o es la niebla que se ha densificado en millones de gotitas como moléculas que le humedecen la cara.
Es incierto si el chico le ha sacado algo de distancia, quince, veinte metros, tal vez más. El rodado es menor, un tanto más pequeño que el veintiocho de su bianchi, que de puro vieja parece un coloso con su portaequipaje, los guardabarros algo torcidos, el manubrio sin cambios, el farolito de dínamo. Y ese color que los años han ido pintando de una tonalidad incierta, pero que ahora es gris, claramente gris en esa mañana gris y el chico que irá unos quince, veinte metros delante, ya cerca de la calle transversal, y cuando el automóvil aparece en la esquina, es una aparición que surge como un espectro salido de dónde, sin el anuncio del motor, ni siquiera el chisqueo de las ruedas sobre el asfalto mojado, nada más que un exhalación silenciosa y la estridencia de la frenada que no alcanza y el chico que pasa por encima del capó y luego es levantado por el parabrisas y resbala por un costado del techo para caer en medio de la cruz que forman las calles. Es una reacción del instinto, porque detiene la bicicleta tan bruscamente que pierde el equilibrio y debe poner un pie en el asfalto para no terminar él también revolcado igual a ese chico que yace en una posición grotesca, boca abajo, con el trasero levantado, las piernas cruzadas y el brazo izquierdo atravesado en la espalda. Entonces siente un dolor agudo en el tobillo por la furia del pedal que alcanzó a golpearlo en el pie de apoyo, pero logra mantener el equilibrio aunque la rueda de la bicicleta haya quedado atravesada y un extremo del manubrio permanezca hundido en su vientre. La bicicleta del chico, en cambio, ha ido a parar unos metros más allá, junto al borde de la vereda, donde corre un silencioso hilo de agua. Entumecido, con los músculos agarrotados, pero no es el frío que lo mantiene en ese estado de parálisis. Siete segundos, diez, quince segundos desde el accidente, y no puede reaccionar, apenas sostenerse por el dolor en el tobillo y el manubrio que sigue apretado contra el vientre, aunque sabe que no ha llegado a lastimarlo, tal vez un raspón, un pequeño rasguño, eso es todo, entumecido, petrificado como un idiota.
El automóvil se ha detenido pocos metros delante. Alcanza a verlo, sólo la trompa está fuera de su visión, un automóvil blanco, la barra de luces en el techo, la insignia en la puerta, el número de unidad en el guardabarros. Es un patrullero de la policía. También permanece estático, como un animal sorprendido, apenas el rumoreo del motor murmurándole algo a la niebla como si le estuviese revelando un secreto, porque tampoco sabe qué hacer, tampoco reacciona, inmovilizado por la bruma que pareciera fosilizarlo todo, todo estático, el tiempo detenido, dieciocho, veinticinco, cuarenta segundos desde el accidente y nada se mueve.
No logra entender qué esperan los hombres del patrullero, ya debieran haberse bajado, corrido hacia el muchacho, voltearlo boca arriba, pero no, los heridos no deben tocarse, ellos sabrán qué hacer, los policías son instruidos para estos casos, por qué no se mueven, agazapados con el motor ronroneando como un gato satisfecho, qué esperan esos hombres, aunque tampoco entiende por qué piensa en plural, quizá sea uno solo, un solo conductor todavía aturdido igual a cualquier ser humano, no es fácil, claro que no es fácil, pero un policía debe tener otro tipo de reacción, están preparados para eso, no puede dudar, no puede permitirse la vacilación ante un hecho como éste y no sabe si es la llovizna o la bruma densificada lo que le dificulta la visión, no puede verlos, no puede verlo, apenas una sombra inmóvil en el interior del patrullero, siluetas confusas que se funden en una sola y vuelven a dividirse, y él con todo su peso en el pie de apoyo, el pie que ha dado contra el pedal y el manubrio todavía atravesado metiéndosele en el vientre, pero el dolor no lo conmueve a pesar de esa aguja helada en el tobillo y del manubrio que le corta la respiración, y es entonces cuando oye el aullido de las cubiertas que resbalan en el asfalto y el automóvil que sale despedido con la trompa levantada y que desaparece devorado por la niebla.
No puede creerlo. Algo en él permanece un minuto atrás, como si las imágenes corriesen más rápido que su capacidad para absorberlas, una parte de él estancada en el espejismo del muchacho pedaleando quince, veinte metros delante, y también persiste la caricia de aquella bruma quieta fundiéndose ahora con una convulsión de moléculas que se le mete en los ojos y le confunde los sentidos. Endereza la rueda con lentitud, temiendo despertar un nuevo demonio que lo arrastre a una nueva alucinación. Duda en dejar caer la bicicleta o en estacionarla junto al borde de la vereda. El pie lastimado apenas lo sostiene cuando desciende y el dolor se hace más agudo con los primeros pasos. El muchacho permanece inmóvil y él es lo único que parece moverse en un tiempo también detenido. Mira hacia la calle por donde desapareció el patrullero y sólo el cuerpo en el asfalto le dice que aquel automóvil existió alguna vez y que ya no es posible despertar de ese mal sueño ni retroceder para gritarle que no, que no cruce la esquina, que se detenga, porque el muchacho está ahí, inerte en esa posición grotesca, con el trasero levantado, una pierna cruzada sobre la otra y el brazo izquierdo en la espalda. Y en la cara, la expresión inconfundible de la muerte, con los ojos entreabiertos, la mirada vacía y tres hilos de sangre que manan de las narices y de la boca. Ha perdido una de las zapatillas y bajo el vaquero se adivina una fractura expuesta. Las persianas permanecen cerradas y los tres hilos de sangre convergen en uno solo que empieza a extenderse por la irregularidad del asfalto, se detiene, alcanza un recodo, prosigue por una grieta profunda y él apenas inclinado sobre el cuerpo, qué hacer ahora, pegar un grito, pulsar timbres, pedir ayuda, el teléfono, una ambulancia, de cualquier manera el chico está muerto, vuelve a mirar a su alrededor, las persianas profundamente cerradas en su clausura de convento y él y un cadáver despatarrado en la calle como únicos habitantes de un pueblo fantasma, mientras el gris de la mañana y el silencio de los pájaros contrastan con el rojo brutal de un arroyuelo en el asfalto que es realimentado ahora por un flujo de baba. Una mosca termina de revolotear, hace una pausa para limpiarse las alas con las patas y comienza a recorrer los labios del chico.

Cuando le escuchó insistir al señor juez que se trataba de una denuncia delicada, algo en él se quedó en esa palabra, delicada en vez de seria, de grave, y eso le recorrió la piel como una advertencia, este señor de lo más amable pero que no termina de conocerse, entonces otra vez se reacomodó en el asiento porque apenas entró en el despacho presintió algo, y es que el señor juez tardó un poco en volver la cara hacia él, después esa media sonrisa ahí perdida entre los labios y que en ningún momento mostró durante las dos entrevistas anteriores, el secretario que no terminaba de ordenar ciertos papeles y una cucaracha pegada a la pared que asomó los bigotes y la cabeza diminuta por encima del borde de una mesa de roble o de caoba, una mesa pesada y algo negruzca por los años y años de uso sin que nadie le diese una mano de lustre, y la cucaracha que seguía moviendo sus bigotes como radares sin decidirse a aparecer con impunidad sobre la superficie de la pared, Elba siempre había sentido repulsión por esos bichos y recordaba los primeros años de casados cuando llegaban a casa por la noche y encendían la luz, las cucarachas corriendo a refugiarse en medio del caos y tropezándose unas con otras, pero él siempre daba con una y la atrapaba con el zapato y los gritos de Elba que se tapaba los oídos porque él iba presionando de a poco y la cucaracha crujía bajo el pie hasta que terminaba transformándola en una mancha blancuzca con sus alas abiertas, entonces él se reía, claro que le causaba gracia eso de Elba a los grititos tapándose los oídos y mirando para otro lado, la presencia de aquel otro hombre en el juzgado, con su saco de comisario como si se dispusiese a presenciar un desfile de tropas, las hebillas sobre los hombros que si hasta parecían charreteras, recto apoyado en el respaldo de la silla, la gorra sobre las piernas y el cuerpo tan almidonado como el uniforme.
El señor juez dijo que era una denuncia delicada, pero no fue que lo repitiese sino que aquella voz había quedado metida en su cabeza y parecía recorrer las paredes internas del cráneo como la cucaracha que por fin parecía haberse decidido y recorría ahora un sector de la pared hasta detenerse en pleno descampado ante la vista de todo el mundo, una cucaracha enorme y oscura tan visible en el contraste de la pared cremita desteñido, o tal vez un amarillo opacado por los años, ese color indefinible sobre el que ahora la cucaracha desafiaba con su sola presencia sin que nadie, salvo él, lo advirtiese, es claro que se trataba de una situación delicada, un chico accidentado, el abandono del cuerpo ahí en el cruce de calles, porque no podían saber que estaba muerto, cómo iban a saberlo si ni siquiera bajaron del auto, y aunque lo hubiesen adivinado, tampoco era cuestión de dejar un cuerpo ahí tirado y mandarse a mudar para no hacerse cargo dejándolo a él que no sabía qué hacer, corriendo a pedir ayuda a tontas y a locas y ahora que lo hacían ir una y otra vez al juzgado para repetir lo que ya había declarado hasta el cansancio, teniendo que pedir permiso en la fábrica, el papelito con la citación al jefe de sección que se lo entregaba al capataz que lo entregaba en la oficina de personal, y esta vez había tenido que ir y entregarlo él personalmente al ingeniero que no lo decía pero que la situación lo incomodaba bastante, sobre todo por lo de la policía, una denuncia contra la policía y él ahora ahí sentado con las rodillas bien juntitas y las manos con los dedos entrecruzados frente a ese comisario que lo miró de refilón y después siguió con el interés puesto en el juez...
-Señor Dimarco, hay algunas dudas sobre la hora exacta en que ocurrió el accidente.
Y de nuevo a preguntarle lo mismo, si ya la otra vez le dijo que ni se le había ocurrido mirar el reloj de tan nervioso que estaba, y además para qué mirar el reloj si enseguida nomás se dio cuenta que la mañana venía complicada y cuando llegaron la ambulancia y dos patrulleros parecidos al del accidente ya sabía que aunque se presentase en la fábrica no iba a poder ni fichar porque a las tarjetas las retiran después de quince minutos, encima con esa cucaracha ahí parada en la pared que seguía moviendo los bigotes como si se estuviese relamiendo con la situación, y fue en ese instante cuando empezó a imaginarla dueña del juzgado, amo de aquella geografía de muebles macizos y pesados y techos altos y paredes de colores difusos, también el cortinado que caía casi desde el techo, sostenido por esas argollas de madera...
-Señor Dimarco.
-...Sí
-Usted declaró la semana pasada que el accidente se produjo a las seis y cuarenta.
-Bueno... creo que dije a las siete menos veinte porque a las siete entro a la fábrica y hay que estar unos diez minutos antes para fichar y guardar el abrigo en la gaveta y hacerse cargo.
-¿Hacerse cargo de qué?
-De la máquina. Yo trabajo en la matricera de inyección de plástico liviano y hay que prender la máquina para que se vaya calentando...
-Está bien, digamos que a la hora usted la infiere por deducción.
-Es claro. Por deducción.
Y entonces fue que intervino ese comisario almidonado que empezó a preguntar como si él también fuese el juez mientras el secretario dele tomar nota de todo lo que se decía, seguro que sin olvidar ni puntos ni comas, y el comisario dijo
-Podríamos precisar que usted llega a la fábrica diez minutos antes de comenzar su trabajo y que del lugar del accidente hasta la fábrica hay otros diez minutos de recorrido. La suma de esos dos períodos determina que pasó por el lugar del accidente a las seis y cuarenta.
-Eso exactamente.
-¿No cabe la posibilidad de que ese día haya ido algo atrasado, digamos que pasase por allí a las siete menos cinco?
-Hace trentiocho años que hago el mismo camino todos los días.
-¿Y nunca llegó tarde?
-Pocas veces, pero porque me ha pasado algún desgracia especial. Una vez porque a mi hijo menor se le cayó el café con leche encima, otra porque tenía un despertador eléctrico y hubo un corte de luz...
-Esa mañana no tuvo ningún tipo de contratiempo.
-No, me levanté como siempre, hice las cosas de siempre, nada más que inflé la goma trasera porque estaba medio desinflada.
-¿Cuánto tiempo le llevó esa operación?
-Minutito nomás.
-Es decir que podemos asegurar con bastante exactitud que usted pasó por el lugar del accidente a las seis y cuarenta, minuto más, minuto menos.
-Así es, como usté dice.
Y ahí fue cuando le cambió la cara y dejó de prestarle atención y se enderezó hacia el juez como si él ya no estuviese más y hasta se le despegó un tanto así ese cuerpazo del respaldo de la silla y siempre aquella mancha en la pared, acaso expectante como si se le hubiese dado por escuchar cada palabra y observar cada movimiento con sus ojitos negros que vibraban en el nacimiento de los bigotes, la cabeza desproporcionadamente pequeña en relación al tamaño del cuerpo, y sin embargo tan inteligentes que parecían, con esa inteligencia para sobrevivir a través de miles de años y de adaptarse a todos los terrenos, dónde escuchó que era el único insecto que habitaba los hielos antárticos y el comisario dirigiéndose nada más que al juez porque él era una cosa sentada ahí al lado con la sensación de que no había terminado de decir lo que tenía para decir.
-Señor juez, puedo garantizar que ninguno de los patrulleros de mi jurisdicción pasaba por esa zona a esa hora de la mañana. Únicamente la unidad 1244, al mando del oficial Bermúdez, pasó a once cuadras de distancia a las siete menos cinco, y que fue la primera en allegarse al lugar del siniestro.
Pero antes de que aquel cuerpazo terminase de decirlo, el juez ya tenía sus ojos aguachentos metidos en los suyos como si las palabras del comisario les fuesen indiferentes o las diese por sabidas y porfiase por entrar en sus pensamientos, leer lo que le pasaba por la cabeza, acaso esperando una reacción. Entonces él también se mantuvo recto en la silla, sin mover un dedo y sin desviar la vista de esos ojos celestones y como bañados en lágrimas, aunque algo en esa mirada le dijese que no había sentencia sino un mar de dudas, una mirada que se esforzaba por husmear en la verdad, acercarse a la mancha para mirarla de cerca, aquella vez que bajó al depósito, por entonces trabajaba en el centro de biología de la facultad de medicina y debió bajar al depósito a recoger las bolsas de alimento para las ratas de laboratorio, fue cuando la vio, la enorme mancha en la pared del fondo, una mancha oscura y apretada, de contornos indefinidos, así de lejos parecía una mancha de humedad, o un pedazo de revoque que se había desprendido a causa del tiempo o de las filtraciones de agua porque lo cierto es que el olor a humedad y a encierro lastimaba las narices y el aire era casi irrespirable, pero cuando se acercó pudo verla y reconocerla y retrocedió unos pasos por miedo o por asco o por las dos cosas, decenas, cientos, miles de cucarachas reunidas en un sector de la pared como en una manifestación, una muchedumbre de cucarachas hacinadas en un único lugar, sin un solo centímetro de espacio libre, acaso confabulando, comunicándose en el lenguaje de sus cuerpos duros y helados, y en ese momento tuvo la sensación de que toda aquella mancha lo estaba observando, atenta a sus movimientos, y que una sola cucaracha que se asustase, que abriese sus alas y abandonase la pared, provocaría una reacción general y habría miles de cucarachas revoloteando enloquecidas a su alrededor, pegándose a sus ropas, golpeándole la cara, enredándose en la maraña de su pelo, ni una maniobra en falso, ni un ruido, vencer el impulso de salir corriendo, así, retroceder de espaldas, lentamente, sin tropezarse con nada, hasta ganar la escalinata y huir de aquel lugar como quien se repliega ante las puertas del infierno, sin embargo una parte de la mirada del juez estaba de su lado, pudo advertirlo por más que el comisario dijese que no era posible, que a las siete menos cinco. ¿Cómo podía estar tan seguro de que ninguno de sus patrulleros se había desviado y se movía como enloquecido por las calles de la ciudad? Por supuesto que los patrulleros están en comunicación permanente con su base, así será, tendrán que ir declarando a cada rato por dónde andan, si hay novedades, si el día viene tranquilo, y por cierto que nadie habló de emergencia, de una operación en servicio, ¿por qué no le preguntaba el juez si hubo un procedimiento justo por esa hora? Pero el señor juez aspiró profundo sin quitarle la vista de encima y aquellos ojos siguieron diciéndole que era posible merodease por las mismas reflexiones que él, aunque eso nunca puede saberse, claro, y cuando por fin desvió la atención hacia el comisario no le fue difícil darse cuenta de que aquel hombre de uniforme impecable, que hasta unos segundos antes tenía la cara y la voz de la razón, ya se estaba desalmidonando porque había notado cierta complicidad de pronto levantada entre el juez y él.
-¿Cuántas patrullas están en servicio a esa hora?
Y ahora en boca del juez lo que él mismo le hubiese preguntado, como si le anduviera leyendo el pensamiento. El comisario respondió nueve y el juez constató el dato en una planilla que le alcanzó el secretario.
-Aquí dice que podrían ser entre nueve y once.
-Efectivamente, pero hay una unidad fuera de servicio y también hay bajas de personal por licencia médica y autorizaciones especiales.
-¿Constató usted el estado de los automóviles?
-Hubo una pericia técnica por parte del Departamento Central.
-Ya tengo ese informe. Me refiero a si usted los examinó en persona.
-Uno por uno. Además ordené una verificación por un técnico de mi confianza que se desempeña en los talleres...
-¿Por qué hizo eso?
Por primera vez, el comisario pareció mostrarse algo molesto, aunque trató de disimularlo, tosió en el embudo de la mano y se reacomodó en el asiento.
-Para constatar la coincidencia de los informes periciales y que no se llegara a pasar ningún detalle por alto, por insignificante que fuese.
-Tengo entendido que la unidad 1107 ingresó en los talleres ese mismo día.
-Es correcto, pero esa patrulla ya estaba fuera de operación desde la semana pasada por desperfectos mecánicos, lo que consta en actas de servicio.
Hubo un silencio y el juez suspiró hondo y se le fue la mirada hacia adentro. Hubiese dado cualquier cosa por saber qué pensaba, qué cabos estaría atando, si le creía al comisario y seguiría interrogándolo o volvería a dedicarse a él, entonces advirtió que sus dedos tecleaban sobre la rodilla y los detuvo y quedaron en esa posición, petrificados. Mientras tanto el secretario iba y venía de uno a otro con la mirada cansada, se diría desentendido del asunto en medio de un silencio más entre tantos, apenas un trámite, solamente le faltaba echarse un bostezo, pero no, no era así, los miraba de reojo, ladino, a él y al comisario que también estaba como paralítico hasta que el señor juez se decidiese y los ojos volvieran de esa caverna en que andaban metidos. En aquella ocasión él también decidió volver, no podía dejar de hacerlo porque era su obligación bajar al depósito y cargar con las bolsas de alimento para ratas, pero lo hizo con más de diez sobres de cucarachicida y fue derramando aquí y allá esos granulitos colorados con la precaución, claro, de no acercarse demasiado a la mancha, y cuando regresó al día siguiente encontró una alfombra de cucarachas muertas y moribundas que se debatían patas arriba entre convulsiones y movimientos débiles, tomó la pala y la escoba, llenó tres bolsas hasta el tope de cadáveres y de cucarachas que se iban muriendo de a poco, sin ninguna prisa por abandonar este mundo, una guerra total que finalmente perdió porque estuvo a punto de ser despedido a causa de que las cucarachas, como las ratas, también eran usadas para los experimentos, reclutadas en bandejas de laboratorio, inoculadas y estudiadas con especial atención ya que eran el único organismo sobre la tierra capaz de resistir la implantación de células cancerígenas.
Empezó a escucharse el tic tac de un reloj de pared. Casi las dos y media, otra día arruinado, partido por la mitad. No iban a descontarle nada, por supuesto, ni a decirle nada tampoco. Pero él sabía cómo era el asunto, si empezaban a molestarse, sabía cómo era, no le decían nada, no había reproches abiertos ni amonestaciones bajo firma, es que esta semana no hay horas extras, podés irte a tu casa, o esos imprevistos cambios de funciones, que lo sacaran de su máquina y lo mandasen a empaque, o a la trituradora residual para transformar los desechos otra vez en materia prima y que de paso trituraba sus oídos a pesar de las orejeras con almohadillas para rebajar el ruido, y hasta eran capaces de cortar parte del premio por producción que daban cada tres meses, claro que no lo decían, pero él sabía
-Nos gustaría, señor Dimarco, que describiese las características de ese patrullero.
¿De ese patrullero? ¿No eran todos iguales? Acaso había algo bajo la pregunta que no alcanzaba a comprender y sintió que las posibles respuestas eran nada más que un montón de palabras que se le apilaban en la boca. Además tampoco le era posible saber si aquel nos gustaría hablaba por el juez y el secretario o por el juez y el comisario, o tal vez por los tres, un frente común que volvía a dejarlo solo.
-En realidad... no parecía tener características muy especiales.
Pero el juez siguió con la mirada metida dentro de sus ojos aguachentos sin animarse a salir y hablaba como si estuviese hablando con su propia persona.
-¿Recuerda el número de unidad, algo de la patente?
No quería parecer dubitativo, pero tardó en responder. Entonces bajó la vista y también sus ojos se volvieron hacia adentro, hacia aquella mañana, el chico tirado en el cruce de calles, el patrullero varios metros delante, ronroneando como un gato agazapado. Claro que no había prestado atención a la patente, quién puede fijarse en eso con el corazón a los saltos y esperando que los policías se decidiesen a salir del patrullero, la neblina, la sensación de que el tiempo había quedado varado en ese lugar.
-La verdá que la patente no... el coche estaba lejos, yo andaba bastante nervioso, no me acuerdo bien...
-Entiendo que no pueda recordarlo. Trate de concentrarse, de revivir aquella escena. A cuántos metros de la esquina cree usted que se detuvo el automóvil.
Esta vez no bajó los ojos y su mirada descansó en la mirada celestona y lacrimosa del juez. Entonces la escena se le fue haciendo más nítida, la niebla empezó a despejarse, la patente seguía sin aparecer, no porque no la recordase sino porque jamás le prestó atención, pero la patrulla estaba allí, en medio de la calle, de las ventanas cerradas, de las fachadas grises, el frío que se le metía entre los guantes de lana, petrificado con el manubrio en el vientre y el dolor del tobillo en el pie de apoyo, revivirlo, sentirlo todo hasta el último detalle, la mínima impresión.
-A unos quince o veinte metros.
-¿Puede decirnos algo del número de unidad?
Ahora el patrullero cada vez más cerca, como si lo viese a través de un teleobjetivo, el aire cada vez más limpio, un aire transparente, la niebla que se abría, asombrado de que la imagen se le apareciese tan fresca, prodigios de la memoria, el número de unidad en el guardabarros, 2104 ó 2108, dos uno cero cuatro, tal vez un ocho, qué importaba esa pequeña diferencia, y lanzó la cifra como una revelación. El juez y el comisario la escucharon sin decir palabra y el silencio fue igual a la inmovilidad de la cucaracha en la pared, algo quieto, suspendido en la antigüedad del despacho, en sus muebles de caoba, en el cortinado que frenaba el sol de la tarde desde el techo hasta la base de la ventana. El comisario no se sonrió ni enderezó el cuerpo ni ningún gesto fuera de lo común ni nada.
-Señor juez, ninguna patrulla de mi comisaría comienza con el número dos, esas unidades pertenecen a otra jurisdicción, y me temo que muy lejos del lugar del accidente.
Sin embargo el número dos estaba allí, fijado en el recuerdo de aquellos segundos. Podía equivocarse con cualquier otro de la cifra, pero no con ése, tan nítido como una nítida fotografía.
-Comprendemos perfectamente, señor Dimarco, que fueron momentos de una gran tensión. Esto es válido para considerar la posibilidad de un error que es absolutamente humano y factible.
-Es que yo... me pareció
-Me gustaría que describiese algunos otros elementos de ese número, por ejemplo dónde estaba ubicado con exactitud.
-En el guardabarro.
-Correcto. ¿Se repite en algún otro lado?
-Con seguridá, no podría decirlo...
-En el capó, en una de las puertas, el techo, la tapa del baúl.
-Me acuerdo del guardabarro. No podía ver del todo bien desde donde yo estaba.
-¿A qué distancia estaba usted de la esquina?
-A pocos metros.
-Por qué le parece que no pudo observar bien las características del patrullero.
-Había mucha niebla.
-¿La niebla pudo haberle impedido ver el color del número?
-No, claro que no.
-Entonces...
-Los número eran oscuros, negros me parece.
-¿Está completamente seguro?
-...Sí, eran negros, o de un azul muy oscuro.
-Sin embargo los números de unidad son de un celeste claro.
Era absurdo. Había visto cientos de patrulleros merodeando por las calles del barrio a lo largo y ancho de su vida y ahora se le mezclaban los colores, que si negro, que si azul o celeste claro, ¿qué importancia tenía todo eso? Pero allí se mantenía la imagen, los números negros y el dos al comienzo de la cifra, aunque no era la primera vez que tenía una idea firme y después comprobaba lo contrario, cabeza dura le decía Elba y le decían sus hijos, tenía fama de obstinado entre los vecinos, y hasta era un aspecto personal y simpático en otras circunstancias, pero aquí el patrullero era envuelto de nuevo por la bruma y la fotografía se volvía vieja y ajada. Empezó a tener esa sensación de cansancio parecida a la última hora en la fábrica, sobre todo cuando hacía extras, las ganas de irse, de terminar con el barullo de la máquina y con los movimientos mecánicos que a veces le entumecían los brazos hasta que dejaba de sentirlos a pesar de cierto dolor en los músculos, el agotamiento del despacho con esas paredes cremita o amarillo que se le venían encima, la luz opaca de los plafones y de la bola que pendía justo en el centro de la habitación, a qué hora iba a regresar a la fábrica, ya se imaginaba la cara del capataz, del ingeniero que ojalá ni se lo cruzase por el camino, entrar así, con los pies comiéndose las baldosas y la vista clavada en el piso, derechito a la máquina sin decir ni mu, claro que no era culpa de él, de eso cualquiera podía darse cuenta, pero igual, con la vista en el piso y derecho a la matricera, de seguro que mañana lo cambiaban de sección o le suspendían las extras, hoy la jornada se le haría corta en la fábrica y ya andaba queriendo volverse a casa porque Elba lo estaría esperando con el mate y los bollitos fritos o una porción de pastafrola como siempre, la tierna recompensa del día al dolor de los músculos y los brazos adormecidos, la tele, los chicos que todavía no llegaron, ya hasta dos nietos había que caían en casa de tanto en tanto y ahora toda esta historieta de la patente y el número de patrullero y los malditos colores que se le mezclaban, de pronto confundido, confundido y cansado...
-Sería interesante que pudiese describirnos alguna otra particularidad del patrullero. ¿Recuerda algo en especial?
-No entiendo qué otra cosa...
-Si la barra de luces iba prendida o apagada.
-Prendida. Me parece que estaba prendida.
-¿No está seguro?
-Estaba prendida.
-De ser así, no resultaría difícil precisar el color. Tal vez las luces fuesen rojas.
Pero lo recordaría, el rojo de las luces se le habría pegado a la retina en medio de esa mañana gris y descolorida como se le quedó el hilo de sangre que nacía de la boca del chico, como se le quedó incrustada en la memoria aquella mirada vacía.
-No, no eran rojas. ¿Las luces de las patrullas son rojas?
-Podrían ser verdes, o azules. Incluso amarillas.
-La niebla... Era una mañana con mucha niebla, además la llovizna. Podría confundirme, es que estaba algo oscuro, el sol apenas salido y las luces de la barra no resaltaban gran cosa.
-¿Eso significa que usted descarta el amarillo?
-Me acordaría, creo. Serían verdes o azules. ¿Es importante el color?
Entonces el señor juez suspiró y después habló sin apuro mientras movía un tanto las manos para decir esto y lo otro, que había autos de empresas casi idénticos a los patrulleros, que los vehículos auxiliares de los servicios de limpieza y recolección, que los hospitales y los institutos de salud les daban a los médicos para las visitas de emergencia, que las agencias privadas de seguridad y todo eso, y a pesar de que no hubo pregunta, por qué sintió que debía responder, y también percibió que el comisario estaba demasiado quieto, ahí clavado en su asiento, y demasiado callado, algo le decía que no paraba de bailar y de hacer piruetas sobre la silla en medio de su quietud y que andaba a los gritos a pesar del silencio, que vigilaba cada uno de sus gestos aunque tuviese la vista puesta en el señor juez. Entonces se preguntó por qué había mentido, si lo cierto era que no recordaba si la barra de luces iba prendida o apagada, la vergüenza, la torpeza de no recordar por más que estrujara el cerebro, es que todo había sido tan rápido, tampoco la memoria es una filmadora que después muestra todo mientras uno cómodamente sentado en el lívin, y a pesar de la imagen tan nítida de aquellos momentos, cosas simples que se escapaban, se perdían entre la niebla, se esfumaban así como así, sin embargo le había parecido que era un auto de la policía, estaba casi seguro
-Usted declaró la vez anterior que el vehículo en cuestión no tenía activada la sirena.
-Es claro. Si la hubiese usado no habría existido accidente. Ni siquiera venía usando la bocina. Pareció que de pronto salió abajo de la tierra.
Como las cucarachas, que al poco tiempo parecían haber surgido desde las profundidades del depósito y se habían reproducido con extraordinaria velocidad, aunque por alguna razón no volvieron a formar esa mancha en la pared ni a exponerse como lo hicieran antes de que los gránulos colorados llenasen tres bolsas con sus cadáveres. Lo cierto fue que debió resignarse y cada vez que cargaba en su hombro una bolsa de alimento balanceado para ratas, escuchaba desde el interior de la bolsa pegada al oído el ruido de las cucarachas que de eso se alimentaban y se volvían enormes y resistentes porque con sus mandíbulas conseguían perforar el papel y él terminaba hundiendo el vaso de lata en el alimento y lo depositaba en las jaulas de las ratas con cucarachas y todo y no dejaba de ser gratificante ver a las ratas ignorar el alimento para abalanzarse sobre las cucarachas que bien pasaron a ser el sustento preferido. Pero la suerte de las ratas terminaba allí porque tarde o temprano pasaban al sector de laboratorio donde les inoculaban esas células que hinchaban una parte de sus cuerpos hasta hacerlos estallar y aparecían llagas y se abrían pústulas que las enloquecían y cuando iba al día siguiente para alimentarlas y limpiar las jaulas y cambiar los bebederos, se encontraba con jirones de cueros y huesos triturados y masas de sangre reseca por esas orgías de canibalismo que se producían durante la noche, por qué se le aparecían esas imágenes justo ahora cuando el señor juez le preguntaba
-¿Tenía el vehículo en la puerta algún símbolo, un emblema, o un logotipo?
-Sí, me acuerdo del dibujo de la policía.
-Se refiere seguramente al escudo.
-Sí, por supuesto, el escudo.
Y como si el secretario supiese lo que tenía que hacer sin recibir una mínima orden, le alcanzó al señor juez un enorme block de hojas rayadas. El juez lo tomó casi sin mirar y llevó la mano al interior del saco, de donde sacó una lapicera y la lapicera hizo clic en manos del juez y se la entregó lista para usar.
-Señor Dimarco, ¿podría hacernos una reproducción aproximada de ese escudo?
Claro que no sólo había ratas en el centro de biología, también unos ratoncitos muy graciosos y tan pequeños que con seis o siete de ellos se podía hacer una rata. El tratamiento con ellos era distinto porque no los tenían en jaulas sino en bandejas cerradas con una tapa llena de agujeros para respiradero, y mientras les cambiaba el aserrín y agregaba agua nueva y les ponía los gránulos de su alimento, le parecían tan inofensivos y simpáticos, ratoncitos de walt disney, que los colocaba sobre su hombro y los ratones dele recorrer la espalda y husmearle el cuello y el lóbulo de la oreja y meter el hocico entre el pelo, el placer del cosquilleo de sus bigotes y sus hocicos húmedos y las patitas sobre su piel que todo lo tanteaban y todo querían caminarlo y explorarlo, si hasta llegó a tomarles cariño, y por suerte nunca vio en ellos esas horrible explosiones de cáncer reventándoles los tejidos, que hasta llegó a preguntarse para qué los usaban, pero se reproducían como ratones y al final, una vez por semana, recibía la orden de deshacerse de una parte de ellos y debía poner un grupo de diez o quince dentro de la campana de cristal con una manguera que la conectaba a la llave de gas y algo en él se inflaba cuando extendía el brazo y era como el dedo del César, la mano de Dios que tomaba la llave del gas y la llevaba hacia abajo y los ratones empezaban a correr y a saltar y a estrellarse contra el cristal de la campana, nunca pudo dejar de verlo, unos morían primero, otros eran más resistentes, pero todos de la misma manera, los cuerpos a las patadas y manotazos al vacío, las últimas bocanadas buscando el aire que les devolviese la vida pero al final aspirando lo que les apuraba la muerte y él sin recordar nada, y no se trataba de que siempre fue una nulidad para el dibujo, sino que no se le venía a la memoria una sola línea, ni siquiera si era rectangular o redondo, qué llevaba adentro, un animal, tal vez un águila, o un símbolo, pero de qué clase, tantas veces que había visto coches de la policía pasando a su lado y nunca se le ocurrió fijarse, y entonces por qué dijo que reconoció en el patrullero del accidente el emblema de la policía si ni siquiera estaba seguro de haberlo visto
-La verdá... yo... no puedo acordarme
Y un momento que pareció una eternidad del señor juez sin decir nada, el secretario y el comisario que tampoco, ni una palabra, ahí sentados mirándolo con la lapicera en la mano, si parecía que el aire se hubiese vuelto espeso y él sin animarse a levantar la vista, sin sacarla de esa hoja rayada ni de esas líneas invisibles que no había podido dibujar
-Está bien, señor Dimarco, no se preocupe.
-Es que, me parece...
-¿Sí?
-Había algo, un animalito...
-¿Un animalito?
y de pronto la voz gruesa del comisario como una tormenta de viento
-Señor juez, ¿vale la pena insistir sobre esto?
lo mismo que si anduviese diciendo estoy apurado, tengo cosas que hacer y no tengo tiempo para seguir escuchando pavadas
-Hay otro punto -por supuesto que sin sacar de él los ojos aguachentos y ofreciendo su mano para recuperar la lapicera-, sería importante si pudiese recordar algo de la persona, o las personas que viajaban en el vehículo.
Era uno solo, le dijo el biólogo más joven del centro aquella vez que entró para entregarle una bandeja de ratones, ratoncitos blancos que no paraban de husmear y de moverse.
-Antes había una pareja, pero el macho no aguantó el encierro y murió al poco tiempo.
-¿Los trajo para experimentar?
-No no, me gustan las aves. En casa tengo varias, incluyendo una buena pajarera en una especie de jardín de invierno que da a los fondos. A ésta la tengo aquí porque es carnívora y los carnívoros suelen mostrarse muy excitados en presencia de otros pájaros.
De todos modos, el gavilán hembra estaba muy excitado aunque no hubiese otros pájaros, y dele abrir las alas y ese pico ganchudo y a los saltos de un palito a otro dentro de la jaula, y ahora con las personas del vehículo, qué pretendía que recordase de las personas del vehículo si ya le estaba fallando la memoria que parecía un esclerótico, con ese block de hojas todavía sobre la mesa diciéndole que ni una línea, ni una sola. Ya hasta empezaba a cansarse de no recordar nada, pero la niebla
-Es que esa niebla... había niebla como pocas veces
-Ése parece ser el problema, la densidad de la niebla que le dificultaba la visión. ¿Puede describirnos el color de la indumentaria, si estaban en camisa o con un abrigo encima...
-No, de eso nada.
-Si tenían gorras o andaban con la cabeza desnuda...
y la niebla que volvía a cerrarse, pero algo dejaba entrever, un poco, un poquito de nada, las cabezas redondas como pomelos y el conductor que se voltea, el perfil de la nariz, la boca entreabierta, la niebla que sigue cerrándose y el hombre que termina por evaporarse.
-Me parece de que no tenían gorras
y de nuevo el vozarrón del comisario
-Señor juez, me permito aclararle que el personal policial en servicio jamás anda sin gorra.
y otra vez esos segundos de silencio hasta que
-Seamos claros, Dimarco, ¿está seguro de que no llevaban gorras?
a punto de decirle que podían habérselas sacado, pero el comentario le pareció tan estúpido que calló cuando vio que el biólogo abría la bandeja, agarraba un ratón por la cola y lo tiraba dentro de la jaula.
-A los gavilanes hay que alimentarlos con materia viva, de lo contrario se mueren indefectiblemente. Necesitan cazar y matar, aunque la cacería se haga dentro de una jaula pequeña como ésta.
Entonces el gavilán terminó de desplegar sus alas y se le fue encima al ratón que iba de aquí para allá y mordía los barrotes, y lo atrapó con sus garras, pero el ratón alcanzó a morderlo cerca de la uña y el gavilán debió soltarlo con un grito de dolor.
-A veces ocurre que el ratón ensaya algún tipo de defensa, aunque por supuesto no sirve de nada, sólo gana segundos de vida porque, como verá, en seguida el gavilán resuelve la situación.
-Creo estar práticamente seguro que no llevaban gorras.
-Un elemento que nos acerca a la posibilidad de que no fuesen policías.
-Es que siempre me pareció, me había parecido que eran policías.
-Sin embargo no reconoció con acierto ni el número de unidad, ni el color, ni pudo dibujar el emblema, hay aparentes confusiones con la barra de luces, por último asegura que vio a policías sin parte de su uniforme...
-Bueno... puede ser que el acompañante tuviese gorra, no me acuerdo si era el acompañante o el que andaba al volante
-Dimarco, en qué quedamos, primero no, después sí, antes no había gorra, ahora la hay...
-Yo... por algo había pensado que eran policías, aunque como usté dice, claro que no se veía bien.
-Pero entonces cuáles serían los elementos concretos que lo hicieron pensar que se trataba de un vehículo policial.
-Yo vi, vi cosas...
-¿Recuerda alguna actitud en particular del conductor, o del acompañante?
-Me quedé ahí esperando que se bajasen del auto...
-¿Ninguno hizo el intento de abrir la puerta, o algo que haga pensar que dudaron?
-Es que se llevaron por delante al chico y ninguno hizo nada.
-Usted insiste con el plural y sin embargo en ninguna de las declaraciones anteriores aseguró que fuesen dos las personas que ocupaban el vehículo.
y el pobre ratoncito de disney temblando en un rincón de la jaula mientras veía cómo lo inevitable otra vez desplegaba las alas y abría el gancho de su pico y se abalanzaba sobre él y lo atrapaba y empezaba a apretarlo y apretarlo y el pico como tenazas en el hocico y los ojos del ratón que se inflaban igual a bolitas que querían desprenderse y salirse de la cara
-No va a despedazarlo sino a asfixiarlo. Recién cuando lo haya matado lo abrirá y comerá parte de él, no todo porque estos animales son más precavidos que glotones y dejará parte para después. Resulta de lo más curioso cómo hace una bolsa con la misma piel del ratón, con los restos dentro, y la cuelga prolijamente en un sector de la jaula y él ahí confesando que podían ser dos en vez de uno, o tal vez fuese uno pero la niebla se le metía en su cabezota obstinada, si era cierto que no sabía, si antes eran dos y después uno que volvía a dividirse igual a una ameba para después juntarse en un abrazo que los confundía en medio de esa nube al ras del suelo, y también era cierto lo del automóvil blanco con un número en el guardabarros que podría empezar con dos aunque en una de ésas fuese un tres o un cinco, cómo saberlo, y esa barra de luces que había declarado podían ser verdes o azules pero que ahora se volvían amarillentas, incluso un tanto rojizas, si ya otras veces vio esos autos de vigilancia privada tan parecidos a los patrulleros de la policía, y cuando el médico se estacionó frente al negocio de don Cosme la vez que le dio aquel ataque que por poco lo lleva al otro mundo al pobre, y pudo ver ese auto de emergencias facilitado por el hospital, y la vez que vino hasta la puerta de su propia casa aquel auto tan parecido a un patrullero con ese hombre del servicio municipal de recolección por la denuncia que hizo y para que verificase la montaña de escombros que había invadido su vereda y toda la discusión con el vecino porque el arreglo de su casa se estaba metiendo en la suya, escombros de demolición que amenazaban con dañar el arbolito que plantó Elba con sus propias manos y esas ganas de irse porque dentro de algunas horas, cuando volviese de la fábrica, Elba lo estaría esperando con el mate y con una porción de pastafrola o bizcochos de grasa o bollitos fritos en una cocina por suerte libre de cucarachas, no como ésa que subía asustada por la pared del juzgado cuando el secretario y el comisario y el señor juez arrastraron las sillas para ponerse de pie y al final la cucaracha terminó escondiéndose detrás del retrato de San Martín.

LA NOCHE

Me hubiese gustado clavar la noche en el papel
como a una gran mariposa nocturna.
Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre
sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto
y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas,
noche abajo.

Juan Carlos Onetti

La luz del velador es algo pálida. Pienso que es natural, que debe de ser porque se trata de una bombita de poco voltaje, o tal vez no, tal vez sea por esa pantalla de pergamino viejo que posiblemente debilite la luz y la haga amarillenta y torne un tanto lúgubre el empapelado de las paredes, los muebles pesados, de madera maciza y que son parte de la herencia de la abuela que vino a parar a mi habitación, aunque es probable que la luz esté también debilitada por una capa de tierra, creo que a nadie se le ocurre pasar un trapo o el plumero por las bombitas de luz escondidas en el interior de una pantalla amarillenta y se trata de una bombita que debe de tener sus meses porque hace rato que no se estropea, o por lo menos que yo recuerde, no estoy al tanto de esas cosas y hay cierta relación, no sé, hay cierta relación entre la luz débil y amarillenta y el goteo de una canilla sobre la superficie del lavatorio, o de la bañadera, plic plic plic, tampoco sé si es reciente o estuvo desde que entré en mi cuarto y hasta ahora no lo escuchaba, aunque en realidad pareciera que la luz amarillenta y el empapelado y el goteo de la canilla formasen parte de una misma cosa, hay una extraña unidad en todo esto, las lúgubres paredes empapeladas con cintas verticales de florcitas y hojas largas que se retuercen y se enredan unas con otras, flores y hojas de una tonalidad acuarelada, aunque nunca me fijé bien en el dibujo, nunca le presté mucha atención, plic plic, en qué momento habrá empezado a gotear la canilla, la araña de metal dorado y sucio que pende del techo y que hace añares que dejó de funcionar, tampoco recuerdo cuándo fue que se descompuso, cuándo la perilla del interruptor quedó muda, de una mudez sin luz, sin brillo de ninguna especie, creo que la araña es de bronce porque todos los bronces son dorados y sucios, todos los bronces son viejos y hacen una extraña comunión con este cuarto de paredes empapeladas y con la luz amarillenta del velador y con la canilla mal cerrada y ese sonido persistente de la gota golpeando contra la superficie del lavatorio, o de la bañadera, no sé.
Ahora que lo veo bien, casi todos los detalles de mi habitación tienden a un carácter antiguo, salvo una silla fuera de época y una mesa sin época, una mesa que podría ser de ahora o del siglo pasado. La silla tiene el asiento y el respaldo de plástico y no recuerdo en qué momento vino a parar aquí, expulsada de la cocina. En cambio el ropero parece haber nacido en este cuarto, con sus grandes espacios laterales y las cajoneras y un espejo enorme en la parte central. El ropero es como el piso de listones y las paredes empapeladas de florcitas de acuarela y ese sonido que viene del baño, serán las sombras que lo unifican todo, plic plic plic, hasta el goteo del baño parece un sonido viejo, un mensaje antiguo de alguien que vivió en esta habitación antes que yo y que seguramente ya debe de haber muerto, muerto de viejo porque los hombres mueren antes que las paredes y las mesas y los roperos y las arañas que van pasando de una mano a otra, de un dueño a otro, generación tras generación, hasta que terminan muriendo sin sepulcro ni ceremonia, desmantelados en un desván o en algún rincón de un patio descuidado, pudriéndose por la humedad, siempre tengo un libro empezado sobre la mesa de luz o en el cajón de la cómoda. Tal vez, con suerte, el libro no me interese y pueda conciliar el sueño, aunque debería levantarme y cerrar la canilla, hace calor, hojeo las páginas con desinterés, humedezco la yema del dedo y las veo pasar, leo aquí y allá algunos párrafos, observo la caja de impresión y veo que tiene un gran margen por los cuatro costados, típico de las viejas ediciones, también el papel es algo amarillento y apergaminado y se nota que las hojas están un tanto deshidratadas, camino a tornarse quebradizas, sí, es un libro viejo, de tapa dura, cosido con dos costuras grandes, no puedo leer, no sé si el libro podría interesarme, el plic del baño sigue metiéndose en los oídos pero no es nada que no pueda soportar, tendría que levantarme y cerrar la canilla, es una novela, una novela de autor inglés, la edición es de mediados de siglo, también el libro está integrado al cuarto, la edición es anterior a mi fecha de nacimiento, quién lo habrá comprado, cómo vino a parar a esta casa, si mal no recuerdo la abuela era de leer y algo de sus muebles y de sus libros aterrizaron en mi habitación, la araña pende de una cadena que cae desde una roseta pegada a un techo alto, casi siempre hace fresco aquí, pero esta noche el calor se mete por las ventanas, hay un olor pesado que viene del baño, un olor a cloacas y a desagotes obturados. La vista se me escapa por encima del libro y vuelvo a mirar la araña apagada desde tanto tiempo, confunde su opaco dorado con las sombras, el cable se escurre entre los eslabones de la cadena, son tres simulacros de velas cada una con su bombita, pero en una falta la pantalla.
Regreso al libro, empiezo a leer algo a partir del señalador, no recuerdo el contenido de las páginas anteriores, es como empezar a leer un libro desde un lugar avanzado, qué silencio éste, no se escucha nadie en la casa, ni voces, ni pasos, nada, plic plic plic, el goteo del baño agudiza el silencio, lo hace intenso y profundo como el calor que se mete por las ventanas, me pregunto por qué no cerré la canilla antes de acostarme, ahora tengo fiaca de levantarme nada más que para cerrarla, ni siquiera tengo ganas de hacer pis, si no fuese por este calor tal vez podría concentrarme en el libro y hasta leérmelo en una sola noche, pero no tengo ganas de leer, no tengo ganas de moverme ni de ir a cerrar la maldita canilla que francamente no sé si quedó mal cerrada o es que tiene el cuerito gastado, debería intentar dormirme, capaz que de nada sirve si me levanto y voy hasta el baño a cerrar una canilla que no puede cerrarse. A pesar de la temperatura en el cuarto me siento bien con la cama ya entibiada por el calor del cuerpo, las sábanas están bien estiradas y no todas arrugadas como cuando me levanto por las mañanas después de dar vueltas y vueltas en una noche difícil.
Página veinticuatro. He leído algo más de una página y media y si ahora me preguntase qué leí no podría responderme, no recuerdo los hechos ni los personajes ni las palabras de los personajes. Tampoco recuerdo lo que leí ayer, ni siquiera si fue ayer que comencé a leerlo, voy al principio, el libro está dedicado a una mujer, el autor me es extraño, no reconozco su nombre, nunca lo había escuchado, sin embargo no tengo sueño, tomé un café antes de acostarme, pero dicen que un solo café no puede desvelar a nadie, que sería necesario una jarra de café para que alguien no pudiese dormir por eso, en medio del mutismo, el plic del lavatorio suena con toda claridad, ¿o será de la bañadera?, el silencio se rompe cuando paso una página del libro, es el único sonido provocado, pero el goteo del baño lo atrapa, lo envuelve, lo deglute, lo manipula como a una marioneta, el goteo se impone con un ritmo cansino y obsecuente, no parece importarle nada, si hojeo el libro, si logro concentrarme, si estoy desvelado, es ese ritmo obsecuente que se usaba para enloquecer a los prisioneros, la tortura de la gota sobre la frente, con la cabeza amarrada, con el cuerpo atado firmemente a una mesada de mármol, plic plic plic hasta la locura, debo aceptar que el libro no me interesa o que me es imposible concentrarme, aunque no creo que sea por el sonido de la canilla, tal vez por el café, pero no, tampoco, no son los sonidos, soy yo, estoy agotado, a veces uno no puede dormir por agotamiento, aunque parezca ilógico, a veces uno no puede dormir, creo que será mejor que apague la luz e intente dejarme llevar por el sueño, ablandarme, relajarme sobre las sábanas entibiadas, la habitación está contigua al baño y la puerta permanece entreabierta, tal vez si me levanto y cierro la puerta el goteo deje de escucharse aunque no pueda cerrar la canilla, también es posible que se escuche menos, casi nada, y pueda relajarme, ablandarme y me duerma por fin, acabo con el libro y dejo los anteojos en la mesita de luz, la luz, es posible que sea esta luz opaca y amarillenta que no den muchas ganas de leer, aunque no, otras veces he leído sin inconvenientes, no sé por qué busco motivos, pretextos, no puedo leer porque no tengo ganas, por un momento me pareció que dejé de oír las gotas desde el baño, pero nada más dejé de escucharlas, fue un instante, un instante de distracción, como antes de acostarme, que no les prestaba atención, si no me hubiese ocupado bien en cerrar la canilla antes de venir a la cama, dudo antes de apagar el velador, veo la líneas verticales del empapelado, la araña de tres velas a las que le falta una pantalla, la puerta entreabierta del baño, mi propia imagen con el brazo estirado reflejada en el espejo del ropero, dudo antes de apagar, pero al fin la oscuridad se hace en el cuarto como si un gran monstruo lo hubiese triturado de una sola dentellada. Me apresuré en apagar, pero en vez de encender tanteo dentro del cajón de la mesa de luz la caja de fósforos y el paquete de cigarrillos. Al paquete le quedan sólo dos o tres cigarrillos, se rompe el primer fósforo y enciendo con el segundo. La luz del fósforo no es suficiente como para ver el empapelado, apenas las siluetas sombrías de la cómoda y de la araña de bronce y un tibio resplandor en el espejo. Permanezco así todo el tiempo que puedo, observando algunos contornos apenas visibles y mi propia imagen espectral en el centro del ropero. Escucho el ruido del tabaco al transformarse en brasa, me agrada fumar a oscuras, sólo que no veo al humo saliendo de mi boca y a cada instante temo que algo de ceniza caliente caiga sobre mi pecho. Es un sonido esporádico, porque el goteo de la canilla se deja escuchar insistente, con un ritmo que ahora se me figura perturbador, tal vez en un rato venga mamá y cierre la canilla, no tengo ganas de levantarme, y para qué habría de venir mamá a mi cuarto a esta hora, deben de ser casi las doce, plic plic plic es lo único que escucho, lo único que percibo, lo único que siento. Con los minutos me parece identificar de dónde proviene exactamente. No es el goteo del lavatorio. El hilo de agua del lavatorio da sobre la superficie del enlozado, el goteo es en la bañadera porque allí la gota cae en la boca de la cañería, cae de manera directa sobre el orificio, por eso el sonido a hueco, la cañería es una pequeña caja de resonancia, apenas una abertura pero que suena como un instrumento de percusión en el silencio de la noche. Hundo lo que queda del cigarrillo en el plato de café que uso de cenicero y me acuesto boca abajo. Con el pasar de los minutos empiezo a darme cuenta que el goteo tiene el ritmo de una melodía, la melodía está dentro de mi cabeza y es increíble cómo el goteo la acompaña, o cómo la melodía acompaña al goteo como si el goteo fuese un bajo, un bajo con tendencia al agudo que fuese marcando el compás con una cadencia que debería adormecerme pero que no logra concentrarme en otra cosa que en esa música imaginaria, plic plic plic plic, acostado boca abajo, con los brazos algo estirados hacia arriba, abrazando la almohada, es increíble la manera como el goteo acompaña la melodía, no parece un goteo regular, monótono, sino que se ajusta a la inconstancia del ritmo, con sus pausas, sus variaciones, pero cuando dejo de imaginarme la música, el goteo regresa a su acento uniforme, pesado. Empiezo a aburrirme, que es la peor manera de atrapar el sueño, el insomnio producto del fastidio. Me concentro en mi respiración, trato de respirar pausadamente, aspiro expiro una y otra vez, una tras otra, pero todo lo que logro es que también la respiración se torne forzosa y artificial. No puedo respirar con naturalidad, los movimientos se vuelven imprecisos, sin armonía, y de pronto me veo tratando de ahogar mi respiración contra la almohada, cierro los ojos con tal fuerza que terminan doliéndome, plic plic plic, presiento que no soy completamente dueño de mí mismo, por qué no me habré levantado a cerrar la canilla, y me lo pregunto como si eso fuese una posibilidad lejana, como si no fuese la cosa más sencilla del mundo incorporarme, encender el velador, caminar hasta el baño y cerrar de una vez esa maldita canilla. Pero no tengo ganas. Tengo ganas de que haya un corte de agua y que el goteo se interrumpa solo, de quedarme dormido con mi respiración tranquila, que el sueño me envuelva sin que me dé cuenta, dormir, dormir horas y despertarme por la mañana, descansado por un sueño profundo y con el desayuno servido.
Me acuesto al borde de la cama, en un lugar más fresco, boca arriba, con la vista perdida en la oscuridad. Le hecho la culpa de mi insomnio al goteo, pero tal vez el goteo no tenga nada que ver, y sería desilusionante que pudiese levantarme y cerrase la canilla y volviera a acostarme y siguiese tan desvelado como ahora, sin poder cerrar un ojo, ya no podría echarle la culpa al goteo, el insomnio quedaría solo, sin justificación, sin saber por qué apareció de golpe, así porque sí, y se me metió en la cabeza y me mantiene con los ojos abiertos como una rata despavorida que no puede salir de su parálisis mientras ve a la serpiente que se acerca sigilosa, arrastrándose entre la hojarasca, tal vez si me toco, a veces funciona, empiezo por acariciar el cuello, bajo hacia el pecho, las tetillas, me imagino que son los pezoncitos de Vivi, pero el cuerpo de Vivi se escapa, se disuelve, quiero retenerla porque la conozco y porque la he mirado y me he imaginado cosas con ella, pero no encuentro la forma de retenerla, quizás porque no me sirve para esto, quizás porque no me calienta como yo quisiera que me caliente, y sigo bajando al vientre, acaricio el vello del pubis, sigo imaginándome la mano de ella, pero no es Viviana, es otra que todavía no tiene el rostro bien configurado aunque su mano sigue acariciándome sin titubeos, los testículos, a lo largo del sexo, los muslos, el vello que parece erizarse, plic plic plic, a veces funciona y termino durmiéndome, otras tengo que esperar a que se me ponga dura y debo masturbarme para después sentirme relajado y entonces puedo dormirme sin dificultad, sin que me dé cuenta, con el pensamiento descansado, entre brumas, la noche que se disuelve en la noche del sueño, que desaparece, plic plic, me cuesta lograr que se me pare, no sé por qué el cuerpo de Vivi no me sirve y es de a poco desplazado por otro aunque me cuesta reconocerlo, juego con el sexo aún fláccido, lo hago girar, lo golpeo a los costados, la mano que juega con él todavía no está identificada, mano sin rostro, sin caderas, sin piel, sin pezones endurecidos por la excitación, yo sé por qué, porque el cuerpo que me calienta es el de la hija de la portera y por alguna razón me cuesta aceptarlo, no es el cuerpo permisivo de Vivi, blanco y de cabellera rubia y corta, cuerpo para noviar y futura madre de mis hijos, es el cuerpo quinceañero de la hija de la portera, con su piel amarronada y su cabellera negra y abundante cayendo sobre mi pecho y sus ojos de carbón y sus labios carnosos temblando de placer y mi sexo a punto de estallar metiéndose en su entrepierna caliente, caliente y virginal, con su vagina empapada en flujo ahogando mi sexo que se afana en meterse y meterse hasta lo más profundo, plic plic plic, su cuerpo montado sobre el mío agitándose como un pez escurridizo, con la piel abrillantada de sudor, con las gotas de sudor y de saliva cayendo en mi vientre y sus piernas apretando mi cadera y estremeciéndose arrebatadas, como un animal fuera de control, plic plic plic
plic plic, no he podido excitarme. Abandono mi sexo como un objeto muerto. Permanezco rendido, exhausto sobre las sábana arrugada, algo sudado y con el sexo húmedo como si hubiese logrado acabar, pero nada de eso, sigo con los ojos abiertos y desvelados y el goteo que proviene del baño suena igual a una burla aunque yo sepa que el goteo no tiene nada que ver, que son otras las razones por las que no puedo dormirme y creo que hasta me daría algo de vergüenza que lograse levantarme, cerrar la canilla, volver a acostarme y dormirme en seguida. No puede ser por esto, por esa estupidez de una canilla mal cerrada, son otras las razones, me gustaría reconocerlo, pero qué razones, al cabo de unos momentos siento la necesidad de moverme, de hacer crujir la cama, los elásticos, algo que ahogue a ese ruido mortal que viene del baño, cada gota parece un eco de la anterior, un eco que no se extingue, que se repite una y otra vez, algo que parece estar más allá de la naturaleza y que persistirá imperturbable hasta el fin de la noche. Pero qué estoy diciendo, debe de ser el café que tomé antes de acostarme, dicen que no hace bien, o la charla con Viviana, la noté un poco nerviosa cuando nos encontramos, como si quisiera decirme algo y no pudiese, no se animase. ¿Sería real o sólo una idea mía? Pero no, se turbó cuando nos encontramos, algo estuvo por decirme y no pudo, hay nada más que una remota posibilidad de que sea idea mía, estoy seguro de que estaba intranquila por algo, aunque no creo que sea eso lo que me mantiene desvelado. La almohada está húmeda, pero no es por el calor que estoy transpirando, presiento que es otra cosa lo que me hace sudar. Estoy un tanto alterado, tal vez deba quitarme la sábana de encima y dormir en cueros, aunque la idea no me sea del todo agradable. Me gusta sentir el contacto de algo que cubra mi cuerpo, que roce la piel, no importa que haga un calor sofocante, lo prefiero a sentirme enteramente desnudo sobre la cama. Pero las gotas de sudor siguen naciendo de mis poros estimulados y resbalan por la piel y terminan por mojar las sábanas. Entonces el sudor de las sábanas se enfría y el frío convive con el calor de la habitación y termina por provocarme una sensación confusa y desagradable. Quizá sea necesario quitar las sábanas. Hay algo absurdo en todo esto. Las gotas de sudor corriendo por mi cuerpo, las sábanas pegadas a la piel, el goteo que llega desde el baño y que ahora parece acompañar los latidos de mi corazón. Pero a los pocos segundos los latidos y el goteo andan por caminos distintos. Muerdo los labios empapados en saliva. Hay algo absurdo. A pesar del deseo de levantarme y cerrar la canilla, permanezco inmóvil, como si una fuerza invisible me atase a la cama, la espalda sujeta al colchón por miles de fibras pequeñas como telarañas. Una parte de mí se ha quebrado. Ignoro cuánto tiempo ha transcurrido desde que me acosté, puede ser una hora, o una hora y media, tal vez dos, el tiempo se ha perdido en la noche, transformado en un jugo que se escurre en silencio quién sabe por qué lugares de esta habitación, no hay siquiera un reloj despertador cuyos latidos acompañen el sonido de la canilla del baño, solamente el goteo que parece devorarlo todo, plic plic plic, devorar mi cuerpo, la noche, el silencio de la noche, esta extraña oscuridad que es como la oscuridad del cosmos que se ha metido en el cuarto, una oscuridad sin límites en un silencio que parece estar más allá de la ausencia de sonidos, un silencio agigantado por el goteo de una canilla, un silencio que jamás he escuchado y una oscuridad que nunca he visto, de pronto me sorprendo respirando por la boca y esa actitud me conmueve, me inquieta, parezco un agonizante a quien la canilla del baño le dedica un réquiem, un canto mortuorio, pero yo no soy de tener miedo aunque cierro la boca y comienzo a respirar pausadamente por la nariz, ya es inconcebible pensar que pueda venir mamá por cualquier cosa, a buscar algo, a ver si estoy dormido porque se olvidó de decirme esto o lo otro, a dejar en el respaldo de la silla ropa recién planchada, también escucho el aire entrando y saliendo por la nariz, es como la respiración de un moribundo que a cada gota que estalla en la bañadera siente que es un segundo más que se rompe en su vida y un segundo menos que lo lleva hacia el fin, sí, debo admitirlo, estoy inquieto por algo, pero no es miedo, es algo desconocido que tiende a paralizarme, no entiendo lo que me pasa, es esta agitación obstinada, y yo con el pensamiento atascado por una sucesión de gotas que caen en el agujero de la bañadera, una tras otra, plic plic, agarrotándome los músculos, oscureciendo mi razonamiento, obnubilándolo, es no pensar en nada, o pensar tantas cosas al mismo tiempo que cualquiera de ellas se hace irreconocible, tal vez hayan pasado varias horas y no falte mucho para el amanecer, es posible que mamá se levante temprano y venga hasta mi cuarto o camine por el corredor y sus pasos devuelvan los ruidos habituales a esta casa y algunos haces de luz empiecen a meterse por entre los travesaños de la persiana y el amanecer y el canto de los pájaros destruyan este goteo infame que no parece surgir de algo sino tener vida propia, un efecto sin origen, una existencia sin nacimiento.
Pero en qué cosas estoy pensando, debo calmarme, preocuparme por cuestiones comunes, qué estupidez, pude haberle preguntado directamente qué le pasaba y no dar vueltas y vueltas esperando que ella me lo dijese, mirarla a los ojos con una mirada dura, que no pudiese evadir la respuesta, cerrarle los caminos, sin posibilidad de escape, después de todo yo tenía el control de la situación, además intuía por qué estaba así y creo que en el fondo hasta sabía lo que tenía ganas de decirme, pero no se animaba, fue por lo del sábado, es increíble, aun pensando en algo concreto, fuera de esta habitación, en otro tiempo, en otra circunstancia, no puedo desprenderme del goteo del baño que sigue metiéndose obstinadamente en los oídos, que sigue acaparando la atención igual a un niño molesto, el chino quedó en llamarme mañana cerca del mediodía, la almohada junto a mi cuello está mojada, y no es sólo por el sudor sino porque un hilo de saliva ha estado saliendo de mi boca sin que me diese cuenta.
Volteo la almohada y eso me devuelve una superficie fresca y seca. Me pregunto por qué me costó hacerlo, como si estuviese atrapado por cierta parálisis, un mínimo de movimiento, no gesticular, no revolcarme en la cama furioso por la falta de sueño, no golpear la almohada de un puñetazo y poner en evidencia este estado de irritación... debería acudir a un ardid, hay ardides para recobrar el sueño, ante todo levantarme, cerrar la canilla, volver al libro, si es poco interesante, mejor, tal vez el aburrimiento y el desgano me vayan cerrando los ojos sin que me dé cuenta y amanezca con el libro sobre el pecho o tirado a un costado de la cama, creo que ya no voy a poder levantarme a las siete como pensaba, será cerca de la una, pero claro que en esta oscuridad no hay forma de medir el tiempo, puede ser cerca de las dos de la madrugada, o apenas pasadas las doce, quién sabe, el goteo del baño ha destruido mi percepción del tiempo, lo ha transformado en algo engañoso, escurridizo, la secuencia del goteo no equivale a un segundo, me parece que es más prolongado, deben de caer unas tres gotas cada cinco segundos o algo así, cuántas gotas habrán caído desde que comenzó esta noche insufrible, gotas como golpecitos en la cabeza, un martilleo lejano e inocente, un pequeño error inofensivo de no cerrar bien la canilla, quién sabe desde cuándo porque si es la canilla de la bañadera seguramente debe de haber quedado mal cerrada desde que me bañé, para qué otra cosa se usa la canilla de la bañadera, pero por supuesto que durante el día ese ruido pasa desapercibido, quién va a escuchar durante el día el ruido de una canilla mal cerrada, es recién en la noche, cuando todo duerme, que estos detalles ínfimos, minúsculos, emergen como una cosa insoportable, o que por lo menos es capaz de acaparar la atención de un idiota como yo que no tiene ni ganas de encender la luz, levantarse y apretar la canilla con rabia, como un escarmiento, maldecir al objeto, que la canilla sienta el rigor de alguien que ha sido importunado durante horas por la noche, ayudándolo en su desvelo, cuando no provocándolo, aunque dudo que ya pueda dormirme como si nada con sólo interrumpir el goteo, mañana no volverá a pasar, nunca más, siempre voy a fijarme antes de acostarme para no estar horas en esta posición ridícula, boca arriba, con la vista clavada en un punto insondable de la oscuridad, de pronto recuerdo una revista femenina, creo que era una revista de mamá y no sé por qué se me dio por hojearla, qué me habrá llamado la atención de alguna nota de tapa, pero dentro, lo recuerdo bien, había una técnica para atraer al sueño, creo que se trataba de dejar la mente en blanco, no pensar en nada, pero qué es no pensar en nada, uno siempre está pensando en algo, entonces imagino una pared blanca, una enorme pared lisa y blanca, eso podría ser nada, pero la pared se llena de manchas, manchas que desaparecen y aparecen por otro lado, me resulta difícil sostener la imagen de una pared blanca, hay alguien que se acerca a la pared pero no alcanza a asomarse, se mantiene fuera de la superficie blanca pero yo sé que está ahí, esperando entrar en escena, no es nadie a quien yo conozca, es simplemente un intruso que en cualquier momento pega el salto y aparece delante de la pared haciendo morisquetas, riéndose de mi pared y de mi método para conciliar el sueño, plic plic, también había que respirar como si uno estuviese dormido, con esa respiración pausada y desentendida del mundo, había que simular los bostezos aunque uno no tuviese ganas de bostezar, todo pasa por un simulacro, hacerse el dormido para invitar al sueño, habrán pasado unos diez minutos, imposible, no puedo concentrarme, el personaje de la morisqueta no apareció pero la pared tiende a esfumarse, no puedo retenerla, pareciera que perdiese fuerza con cada gota que estalla en la bañadera, el goteo la va llenando de humedad, una gran mancha húmeda aparece en la pared y finalmente debo admitir que ha dejado de ser blanca y que un gris evidente va subiendo desde abajo, pudriéndole la base hasta que la pared se termina derrumbando y el goteo persiste imperturbable, plic plic, continuo, plic plic plic, uniforme, plic plic, tal vez si fumase otro cigarrillo, y sin embargo me siento cansado, no tengo sueño pero siento que el cansancio ha caído sobre mí como una manta adormecedora que no logra dormirme, no dejo de estar cómodo así, aunque también estoy molesto, si no estuviese cómodo hace rato que me habría levantado a cerrar la canilla y esta historia del insomnio habría terminado, o persistido, quién sabe, no puedo echarle la culpa al goteo, creo que estoy nervioso por algo que no puedo identificar, algo que se me escurre y se escapa, no es la conversación con Vivi ni la idea cada vez más certera de que en unas horas no podré levantarme a las siete como pensaba y que a este paso es posible que termine durmiendo hasta las once, por alguna razón empiezo a imaginarme a mí mismo, me veo acostado boca arriba despatarrado sobre la cama, las sábanas arrugadas, la de abajo corrida hasta dejar al descubierto una parte del colchón, la almohada se ha recalentado otra vez pero no da la impresión de estar húmeda, no todavía, comenzaba a sentirme realmente fastidiado hasta que esa sensación fue cambiando por otra, no podría precisarlo, no es fastidio lo que tengo ahora, deben de quedarme uno o dos cigarrillos en el paquete, a veces fumar también me provoca sueño, es como la pausa necesaria antes de dormirme, suele pasarme, pero ya fumé uno y como si nada, es otra sensación, decía, la de estar siendo observado por alguien, como si hubiese otra persona, otro ser en algún punto de la habitación y me mirase continuamente, sin sacarme los ojos de encima, y pudiese verme en la noche sin que yo pueda verlo a él, voy a terminar encendiendo el velador e intentar dormirme con la luz prendida, como cuando era chico y la oscuridad y el silencio me asustaban, es inconcebible, no recuerdo haber tenido nunca un desvelo como éste, tal vez hasta tendría que levantarme, vestirme, e ir a caminar por ahí, dar la vuelta a la manzana, tomarme un vaso de leche caliente con coñac que es lo que me da mamá las veces que estoy enfermo, engripado, o apenas con algún resfrío fuerte, recuerdo que la leche con coñac me hace dormir enseguida, pero también me hace transpirar y no quiero mojar las sábanas más de lo que están ni sentir más calor del que tengo, es un brebaje que me lo ha preparado en invierno y no deja de ser lógico porque es en invierno cuando uno suele engriparse, o apenas resfriarse, pienso en cualquier otra cosa, en cualquier cosa que se me pase por la cabeza y sin embargo no puedo desprenderme de esta impresión de estar siendo observado, la gripe, la leche con el coñac, hay alguien más en la habitación, sé que es una fantasía mía, algo nacido de mi imaginación, tengo el convencimiento de que es así, pero hay alguien más, alguien o algo que tiene la vista clavada en mí, algo molesto como el goteo que proviene del baño y una sensación inexplicable que nace de cierta relación entre el goteo y ese algo o alguien que no deja de mirarme, como si el goteo se hubiese corporizado en una mirada que no alcanzo a ver, siento esa presencia con una pavorosa nitidez, lo mismo que si pudiese observarla, y hasta tocarla si se me diese por levantarme y caminar hasta el fondo del cuarto y encontrarme con esa presencia negra, invisible a mis ojos, la presencia está allí, en algún punto de la habitación, sé que no es real, que lo estoy imaginando, plic plic plic, el goteo de la canilla parece haberse acentuado, suena algo más fuerte, llega a mis oídos con mayor claridad que antes, serán gotas más grandes, será que la canilla se ha seguido deteriorando con el paso de las horas, también la frecuencia es más intensa, estoy seguro, hasta podría contabilizar una gota por segundo, plic plic plic plic plic, todo esto es estúpido, realmente estúpido, no el estar imaginándome estas cosas, me refiero a la parálisis, a no terminar con esta situación de un solo golpe, encender la luz del velador, saltar de la cama, cerrar la condenada canilla y volver a acostarme, o irme a caminar por ahí, dar una vuelta a la manzana, aceptar que estoy desvelado y que ya no conciliaré el sueño, dejar de dar vueltas en la cama, vueltas y vueltas con pensamientos absurdos, y en el instante de decidirme quedo petrificado, con el cuerpo suspendido, los brazos agarrotados como si un viento glacial me hubiese dejado sin articulaciones, sin la posibilidad de continuar con el menor movimiento, allí arriba, a cierta distancia, en el borde donde se juntan la pared con el cielorraso, veo dos puntitos, son dos puntos luminosos aunque de un color impreciso, un tanto amarillos pero tirando a rojizos sin ser exactamente naranjas, dos puntos de un amarillo ensangrentado que parecen ojos sin retina ni pupila, ojos de una criatura indefinible dentro del mundo conocido con la visión dirigida hacia mí, me dejo caer en la cama y creo que sin darme cuenta me voy cubriendo con la sábana hasta la mitad de la cara, consigo verme a mí mismo desde esos ojos brillantes, mi cara semicubierta por la sábana, la frente arrugada, mi mirada despavorida tratando de explicar esa presencia, pero no, no es una presencia, son sólo dos puntos brillantes, dos puntos incrustados en el techo que provienen de hilos de luz desde alguna parte, desde algún otro rincón del cuarto, no logro coordinar bien las ideas, cierro los ojos y aspiro, lo hago de una manera profunda, una aspiración prolongada, hay que serenarse, plic plic plic, el goteo de la canilla parece acompañar los latidos de mi corazón, porque lo más siniestro es que esos dos inocentes puntos de luz parecen mirarme, no son un par de ojos pero simulan serlo, es posible que sean el reflejo de una luz de la calle, una luz de alumbrado público que se filtra por entre la persiana, aunque eso no es posible porque antes no estaban, ¿no estaban?, tal vez siempre estuvieron ahí y es la primera vez en la noche que reparo en ellos. No, no es cierto, nunca estuvieron allí, hace horas que estoy mirando en esa dirección desde mi cama y nunca estuvieron allí, son dos luces recientes, dos luces de algún departamento vecino que acaban de encenderse, alguien que fue al baño, la luz del palier, un par de luces que desaparecerán tan imprevistamente como aparecieron, el amarillento rojizo ya no parece ser tan uniforme como antes, hay cierta forma dentro de esos haces luminosos, una forma redonda que con el pasar de los segundos se va pareciendo a una pupila, estoy sugestionándome, es evidente, la pupila de un gato, la pupila que hace de esos dos puntos de luz una mirada felina, una esfera brumosa dibujándose con lentitud en la superficie amarilla de tono rojizo, una pupila en un fondo de fuego, algo arde en esa mirada felina, en esos ojos demoníacos de gato, ni siquiera me atrevo a cerrar mis propios ojos, admito que estoy asustado, por primera vez debo admitirlo, mi cuerpo paralizado, mis ojos redondos como naranjas, no puedo encontrarle explicación a esos puntos de luz, de qué lado pueden provenir, desde qué sector iluminado de la calle pueden filtrarse en el interior de cuarto y quedar fijados a la altura del cielorraso, las persianas están bien cerradas y si mal no recuerdo hasta el cortinado está corrido, de dónde pueden provenir esos haces de luz que se me figuran un par de ojos, y cada vez la sensación de que pertenecen a la presencia es mayor, la presencia va tomando cuerpo, forma más precisa, contornos que yo sé que están en mi imaginación porque no puedo verla, pero hasta me parece escuchar un rumoreo de trapos, como si la presencia se hubiese movido, el torso, un brazo, tal vez cambiado de posición, es sorprendente pensar que los puntos luminosos no tienen justificación, y no quiero realizar ningún movimiento para que la presencia no se altere, para no provocarla y que de pronto abra sus brazos y se abalance sobre mí igual a un murciélago gigantesco, y a pesar de reconocer que esto no es más que una estúpida fantasía, no puedo abandonar esta posición y desentumecerme y librarme de la parálisis de mi cuerpo y estirar el brazo y encender la luz y terminar con todo esto de una vez, pero si en el momento de moverme para tantear el velador la presencia reaccionase y me sujetase el brazo, entonces creo que moriría en ese instante, moriría aunque se trate de una pesadilla, moriría en medio de un sueño y me habría quedado dormido en algún punto de la noche para no despertar jamás, porque es posible que me haya dormido sin darme cuenta y esto no sea sino una pesadilla brutal que se parece a un estado de vigilia, una pesadilla con una impresión de realidad como antes nunca había experimentado, casi no admito la posibilidad de que alguien en la casa se levante y encienda alguna luz y vaya a la cocina a tomar un vaso de agua, y tanto más imposible cuanto más urgente es esa necesidad porque sé que el más mínimo movimiento en la casa, cualquier luminosidad, por pequeña que sea, la luz entrando por el ojo de la cerradura o por la base de la puerta, destruirían a la presencia y a sus ojillos demoníacos, se esfumarían porque serían incapaces de resistir la menor irrupción de la realidad y todo no pasaría de ser un mal sueño con mamá zamarreándome por el hombro para que me despierte y vaya a tomar el desayuno.
Pero esto no es una pesadilla. Puedo reconocerlo. Uno es capaz de reconocer cuándo está soñando y cuándo está despierto, alucinado por una visión. Logro moverme, lentamente, como para que la presencia no se dé cuenta, y me rasguño la piel del brazo hasta arrancarme la cáscara de una pequeña herida que me hice al caer de la bicicleta, siento la piel húmeda, de una humedad pegajosa y espesa, la humedad de la sangre que fluye de la herida que ha vuelto a abrirse a causa de mis uñas que han arrancado la cáscara e interrumpido el proceso de cicatrización, no es un sueño, lo sé, lo percibo con una nitidez abrumadora, no me sirve pensar que esto es una pesadilla, sé que no es así, que el goteo del baño y los puntos luminosos en el límite del cielorraso y la pared son tan reales como mis ganas de que todo esto termine de una vez, sin embargo me resisto a salir de esta especie de celda, de este encierro maldito y sobrenatural, de esta tensión que me devora, mi cuerpo paralizado, es curioso, con sólo prender la luz del velador todo habría terminado, los ojillos desaparecerían y me levantaría a cerrar la canilla y me volvería a acostar y tal vez, con algo de suerte, me dormiría como si nada extraño hubiese ocurrido, pero algo en mí anhela la cobardía, algo parece gozar con esta indecisión, mi cuerpo de piedra se rebela y no puede regresar a su condición de carne y hueso, apenas me atrevo a moverme, mi respiración pretende ser normal, pero respiro entrecortadamente para que la presencia no me escuche ni perciba ningún movimiento que pueda llamarle la atención. Repentinamente, los puntos luminosos se apagan y vuelven a prenderse como si hubiesen parpadeado. Es el límite. No puedo tolerarlo más y me desprendo de la sábana y estiro el brazo en busca del velador, pero tanteo en el aire sin poder hallarlo, entonces me desespero y manoteo de manera cada vez más violenta, y no sólo sigo sin poder encontrarlo sino que mi mano no toma contacto con nada en absoluto, igual que si la mesa de luz no estuviese ni jamás hubiese estado allí y vuelvo a intentarlo y en un arrebato de furia pretendo tomar uno de los zapatos del piso, al costado de la cama, pero mis dedos no tocan nada, todo me da vuelta, estoy mareado, como cuando me acuesto borracho y me parece que la cama se desplaza de su ubicación y se inclina y se mueve de un lugar a otro, el goteo de la canilla se vuelve más cercano y más intenso, no termina de caer una gota cuando sobreviene el estallido de la siguiente, los ojillos no han vuelto a parpadear ni cesan de mirarme, el goteo parece estar cerca de mis oídos, ¿qué es todo esto?, una pesadilla, una atroz pesadilla, no puede ser otra cosa, quisiera que la habitación entera estallase en una bola de fuego para despertar y constatar que se trata de un mal sueño, o hundir la uñas en la piel y arrancármela a jirones, o interrumpir la respiración hasta morir, morir para despertar, todo alrededor de la cama parece haber desaparecido, el velador, la mesa de luz, el piso, los zapatos, vuelvo a intentarlo, nuevamente la mano se agita en el vacío, no consigo explicármelo, la cama no es tan alta, tendría que tocar el piso, ¿y la mesa de luz?, tendría que estar a mi derecha, junto a la almohada, el goteo de la canilla suena enloquecedor, como si las gotas quisiesen meterse en mis oídos y mis oídos fuesen la boca de la cañería y mi piel se transformase en algo blanco y frío como el enlozado de la bañadera, los ojos siguen mirándome, no han vuelto a parpadear, y un estremecimiento me envuelve el cuerpo con su abrazo de hielo.
Grito aterrorizado y me sumerjo entre las sábanas.


CRÓNICA DE UN CIUDADANO

Golpea el techo con el puño y el automóvil se transforma en asombrosa caja de resonancia, al punto de pensar que ha terminado por abollarlo. Es increíble, tres veces en cuatro meses. ¿Acaso andan detrás de él, vigilándolo, esperando el momento? Aunque bien sabe que no es así, que se trata de una verdadera epidemia, que no hay automóvil del que no hayan robado la casetera, que estos episodios se han convertido en el deporte nacional. Si hasta puede verlo en los adhesivos fijados a los vidrios: “sin casetera”, “no se tome el trabajo, otro llegó antes que usted” y cosas por el estilo. ¿Y qué hace la policía? Nada. Seguramente anda muy ocupada con las coimas y los negocitos que todo el mundo conoce pero que nadie denuncia. Y así andamos, claro. Así anda el país. Porque no me digan que la policía no sabe quiénes son, que no los tiene perfectamente identificados. Así anda el país -masculla, todavía con el puño en el techo, con la vista puesta en el vidrio roto del lado del volante, las astillas dispersas sobre el asiento, unas pocas sobre el asfalto y bajo la suela que hace crit crit al moverse en semicírculo como si estuviese reventando una cucaracha. La tercera casetera en cuatro meses, parece un chiste. Si alguien se lo hubiese dicho se le habría reído en la cara, vamos vamos, no es para tanto. Pero la vida suele contener esas exageraciones y lo que había considerado imposible se le presentaba ahí, en carne propia, sacándole la lengua. Tres caseteras en cuatro meses. Es increíble. Y si hay algo que no tolera es que le roben, que le saquen lo que es suyo, con qué derecho. Una venganza, un crimen pasional, un incesto, puede comprenderlos, considerarlos imperfecciones, irracionalidades, pero que después de todo forman parte del alma humana, sentimientos que están en la esencia de los hombres. Pero el robo, sacarle a otro lo que es suyo, no le entra en la cabeza, no puede concebirlo. Se siente humillado, denigrado, para colmo toda esa gente parada en la vereda, ¿qué miran, qué les llama la atención, nunca vieron un imbécil al que le robaron la casetera? Incluso cree escuchar alguna que otra risita, expresiones disimuladas -por supuesto-, no es cuestión tampoco de andar haciendo ostentación de la desgracia ajena, de quebrar tan impunemente las reglas de urbanidad.
¿Qué te pasa que venís con esa cara? -apenas lo ve entrar. Lo escupe con rabia: me robaron la casetera. ¿Otra vez?, no puede ser, qué barbaridad, y todas las aseveraciones del caso para demostrarle que es cómplice, que se aflige, que también participa. Pero él ya está pensando en otra cosa, en esa avispa que le vino aguijoneando el cerebro durante el regreso a casa, en esa música zumbona y en el fondo agradable que lo envuelve con la calidez de quien súbitamente descubre un proyecto, para algo es ingeniero, qué joder.
Se encierra en el taller desde temprano y apenas si prueba bocado durante la cena, se acuesta tarde, son más de las cuatro -le advierte ella al sentir la presión del otro lado de la cama, y él ni siquiera le contesta; enciende un cigarrillo en la oscuridad. Es la primera vez en años que lo ve fumar en la cama y siente que algo raro sucede, nunca lo vio así, tan en lo suyo, callado, esquivándole la respuesta, ¿den serio no me querés decir qué estás haciendo, por qué no me querés decir, eh?, mientras le pone la mano en el pecho y revuelve el vello con las uñas afiladas. Y él impávido, con sus bocanadas de humo, el punto rojo de la brasa como lo único visible moviéndose con lentitud, cualquiera diría con serenidad. Entonces da media vuelta, ofendida, acomodándose para lo que queda de la noche, voluptuosa bajo las frazadas.
Al día siguiente se repite la historia. Ha traído un par de bolsas pequeñas y un paquete con forma de caja envueltos en papel madera que ni por asomo deben ser bombones -dice ella, mitad queja, mitad ironía, pero cada vez más intrigada. Se ocupó en preparar una comida seductora, pero nada, ahí encerrado en el taller, nunca lo había visto así, sinceramente. Esta noche dan en la tele una buenísima, ésa de las hormigas que nos gustó tanto, ¿te acordás?, que ella llega en un bote y él es el dueño de una plantación enorme, viejo... ¿me escuchás?
A las tres de la mañana entra en el taller con una taza de café humeante. No es una situación típica que se levante a esa hora a servirle una taza de café, pero menos típico es todavía que él se la pase encerrado en su taller hasta quién sabe qué hora, ¿no estará enfermo?, me pregunto, qué cosa es ésa que lo tiene así, parece un científico medio loco metido en su laboratorio, haciendo experimentos raros, ma sí, yo entro igual, porque antes de trasponer la puerta ya había admitido que el café era un motivo para sorprenderlo, agarrarlo desprevenido, aquí te traigo un cafecito, te debe hacer buena falta, en el momento que él intenta cubrir algo con los brazos, aunque enseguida se recompone, ¿qué puede ver ella, qué puede entender de lo que está viendo?, apenas un aparato parecido a una radio, una casetera o un mecanismo de reloj, todo le parece igual, bombitas por aquí, cablecitos por allá, circuitos, conductores, qué puede entender ella.
Esa noche se queda hasta el amanecer, y no va a la cama por las primeras luces del día sino porque el trabajo ha sido concluido. Una bomba perfecta, de no muy alta potencia, con el perfecto camuflaje de una radiocasetera. El activador es sencillo: sujeto al tablero, entra en funcionamiento en el instante mismo que es arrancado del automóvil y programado con un tiempo de cinco minutos. Luego, la explosión -piensa con un rictus en la comisura de los labios. Así van a aprender.
Y por fin vuelve a verlo normal, como antes que se le metiese esa cosa en la cabeza, vaya a saber una qué será, qué historia tendrá con esa casetera. Se lo pregunta nuevamente, en la mejor oportunidad, mientras van laxos, distendidos, en busca del sol en los bosques de Palermo, con la casetera en funcionamiento y los chalchaleros revoloteando en el aire, saliendo por la ventanilla entreabierta, ¿nunca vas a decirme qué hiciste con la casetera? Una travesura -contesta como para sí.
Ha llegado al extremo de provocar la situación ideal. En la cancha, obviamente. En una de esas playas de estacionamiento que circundan los estadios, qué hermoso domingo, fresco, soleado, arriban micros y camiones cargados de banderas y melodías pegadizas me parece que’l santo no sale campeón, me parece que’l santo no sale campeón, dale River, dale River sí señoooor, lo deja ahí, casi escondido entre otros automóviles: es decir, en lugar estratégico, con una endija en el vidrio delantero, la puerta sin llave y la casetera mostrándose impune, llamativa, seductora, igual a pimpollos cargados de perfumes que exudan colores irresistibles como cánticos de sirenas.
Esa tarde no va a la platea; se ubica en la parte alta de la tribuna popular y desde allí observa, de tanto en tanto, la playa de estacionamiento y el automóvil, cremita entre un rojo y un azul, destacado, contrastante, imposible de eludir. Sin embargo cada tanto regresa al partido, no vaya a llamar la atención, aunque de pronto piensa que debe de ser el único en todo el estadio con los sentidos en otro lado, expectante, las manos le sudan, claro, qué va a fijarse el vecino si miro o no miro el partido, es ridículo, si lo tiran al santo al bombo, va’ber quilombo, va’ber quilombo, la playa permanece vacía, sólo los cuidadores que ambulan entre callejuelas improvisadas por los paragolpes, paredones de trompas y de colas, calles que luego quedarán reducidas a un enorme espacio vacío cuando el partido termine y cada uno tome el suyo y los automóviles se derramen por la ciudad en todas direcciones, casi las seis y no pasa nada, mientras observa el reloj cada tanto aguardando el instante de la detonación, porque en realidad nunca se sabe, parece que no pero en el momento menos pensado te están robando, son rapidísimos, si lo sabré yo, con la experiencia que tengo River River compaaadre la conchá ‘e tu maaadre casi las seis y no pasa nada, absurdo, realmente parece absurdo, trata de sonreír mientras detiene la vibración de la pierna derecha que a su vez hacía temblar la mano sobre la rodilla, debo de ser la única persona en este mundo ansiosa porque le roben la casetera, es absurdo, y cuando oye la explosión, más que ponerse de pie es un salto que a punto está de despegarlo del suelo, aunque todos han saltado a su alrededor, gritando y agitando los brazos, gooool termina de escuchar por fin con el corazón a punto de salírsele por la boca, empate sobre la hora.
La espera se hace interminable. Las bocas de salida van deglutiendo la corriente humana con lentitud exasperante. Logra entrar pero apenas camina los primeros pasos advierte un clima extraño, denso, se piensa como un microbio bajo una mole de cemento, ambulando por pasillos que más que corredores al exterior parecen catacumbas a lo inesperado, cavernas que arrastran una marea de almas hacia zonas peligrosas y desconocidas, caños de desagüe hediondos, tomados por las sombras. Nunca había tenido esa sensación, ser arrastrado a través de cloacas, ser basura, un trocito de algo que lucha por mantenerse a flote. Y de pronto las aguas que se agitan, que toman velocidad, tampoco él puede detenerse, al principio es un paso acelerado, algo parecido al disimulo, como si nadie quisiese ponerlo en evidencia, luego se pasa a un trote nervioso, algunos miran hacia atrás sin detenerse, otros lo intentan pero retoman la carrera con más fuerza, ahora es un torbellino, ¿por qué corren, de qué estamos escapando?, aunque lo que más le llama la atención es ese silencio agudizado por el rumoreo de los zapatos, no hay gritos, no hay voces estridentes, ni siquiera se habla, ¿por qué estamos corriendo?, está a punto de preguntar en el instante que escucha la primera detonación, pero no proviene de la playa sino de las tribunas, es allí donde se produjo, arriba, en la superficie. Después escucha una segunda, y luego otra, mientras la corriente humana desciende por las escaleras como cataratas, saltos que desembocan en los pasillos inferiores, cauces oscuros, ríos subterráneos, por un momento piensa en detenerse, pero ¿qué podría ocurrir?, lo pasarían por encima seguramente, le pisotearían el cuerpo, la cara, alguno podría tropezarse y caer y también sería pisoteado, no, no puede permitir eso, no puede, aunque debe reconocer que se siente cansado, encima con ese soplito en el corazón que lo tiene intranquilo desde hace años, las piernas se le aflojan, el aire no llega, cree que no da más pero sigue corriendo, y repentinamente comienza a percibir una sensación de asco, de repugnancia, verse así, convertido en una rata huyendo de qué. Tal vez sea cuestión de arrimarse hacia un costado y parapetarse detrás de alguna columna, de una pared, llegar a los baños. No hace falta, observa a varios metros los rayos de sol filtrándose por las bocas de salida, ya en la planta baja, cómo pudo perder de esa manera la noción de la distancia, del tiempo, por fin la luz, el aire libre, y no alcanza a comprender por qué hay quienes corren en sentido contrario, vuelven a meterse en los pasillos, algunos incluso han llegado a las escaleras, qué pasa -pregunta, y el muchacho a su lado lo mira con la misma interrogación. Ahora es una marea que vuelve a su cauce, que es nuevamente devorada por las entrañas de cemento, es el estadio que se resiste al vómito, que los mantiene de un lado a otro recorriendo sus laberintos, sus vísceras heladas. Esta vez las detonaciones provienen de la zona baja, estampidos áridos, sin eco, sin escándalo. Y no son ellos la alarma sino ese humo blancuzco que penetra por las aberturas, por las bocas de salida, lenguas que lamen los marcos de las ventanas y de las claraboyas, que recorren el cemento de las paredes, que envuelven las columnas, y los ojos que ya no responden: primero una nube que transforma los objetos en imágenes borrosas, luego los párpados que se cierran con fuerza, después las manos sobre los párpados y por último ríos de lágrimas que se deslizan por las mejillas, por el borde de la nariz, interceptados por los labios, humedeciendo el mentón con barba de día y medio, trastabillando a ciegas, tratando de hallar algún refugio, un rincón dónde meterse porque ya varios lo han embestido, o él embestido a varios, quién sabe, ha estado a punto de caer un par de veces, debe abrir los ojos, debe abrirlos al sentir que no es aire lo que lleva a los pulmones ¡me ahogo! -grita con un ronquido de animal acorralado, aunque cada uno se ocupe de su carrera, de su propia huida. Es el infierno, el apocalipsis, el mundo que se deshace en pedazos, muros que se derrumban, pero no, es una puerta que se abre al apoyarse. Entra. Un milagro lo ha colocado en los baños. Allí el aire parece más limpio. Hunde la cabeza en el lavatorio, bajo el chorro de agua. Salvado. Después refresca los ojos formando un recipiente con las manos. También humedece el pañuelo. Se encierra en un reservado y tose hasta que la garganta queda hecha una brasa.
Cuando por fin decide ponerse de pie, siente adormecidos hasta los huesos. Algún que otro movimiento gimnástico para desentumecerlos. Las cosas que uno tiene que hacer a esta edad. Los gases se han esfumado y el silencio reina en los pasillos. Pero es un silencio total, absoluto. Percibe que es la única persona en el estadio. Y es posible que así sea porque al abrir la puerta sólo ve remolinos de papelitos que juegan con el aire, un zapato negro con la suela hacia arriba, una billetera abierta y vacía, el sol que ilumina sin fuerza. Y el silencio desolador de una gran ciudad devastada por la peste. El policía junto al molinete lo mira con desconfianza. Trata de sonreírle, pero del gesto sale una mueca ridícula.
Su automóvil es el único de la playa. Parece más pequeño en su abandono, o es que la playa parece más grande, transformada en pista de patinaje por algunos chicos. También se han ido los cobradores y el cuidador de la caseta, y debe admitir la sorpresa porque ya lo había olvidado, la bomba aguardando a quien la quiera, el activador prendido al tablero, la explosión a los cinco minutos... queda realmente sorprendido al ver el hueco, tanto como si, al levantar el parche, hubiese descubierto la concavidad sangrante y la ausencia del ojo.
Enseguida observa los alrededores, concentra la vista en las calles aledañas, en el horizonte: ningún indicio, ni pizca de incidente, no hubo explosión, no hubo nada. ¿Cómo pudo fallar de esa manera? -se pregunta; el mecanismo era perfecto. Podía -incluso- romperse algo de la casetera al ser violentada en el momento del robo, pero no de la bomba, estaba fabricada para resistir eso. Había tomado todas las precauciones. Cómo pudo.
Arranca despacio, y el automóvil participa de su cansancio, deslizándose con precaución. Ha sido una tarde agitada. Ya no está para estas cosas. Dónde habrá ido a parar la casetera. En manos de quién estará. En realidad no reconoce si es una suerte o una desgracia que haya fallado el detonador. Lo único que quiere es llegar de una buena vez y echarse sobre la cama y dormir hasta el día siguiente. Toma por una calle empedrada y a las pocas cuadras, sobre una perpendicular, observa el tumulto, el tránsito cortado y las luces titilantes. Un par de ambulancias salen en ese momento, abriéndose paso con las sirenas. También alcanza a ver la comby de una agencia de prensa y un vehículo de transmisión directa de televisión. No lo resiste, por supuesto, y al minuto se ubica en la periferia del tumulto preguntando qué pasó. No se sabe muy bien; algunos dicen que reventó la garrafa de uno de esos taxis que funcionan a gas, otros dicen que explotó algo de química de esa casa de fotografías que está ahí, de lo que usan en el laboratorio para las revelaciones ¿vio?, la cuestión que ha sido un desastre, mire, porque justo en ese momento pasaba un micro con una delegación de chicos del interior que vinieron aquí de excursión para el fin de semana y mire lo que pasó. Sí -agrega otra señora-, parece que hay como nueve muertos y más de quince heridos, ya se fueron de aquí no sé cuántas ambulancias, pobrecitos, estoy tan impresionada, si les hubiese visto las caritas, llamaban a la mamá, la verdad que no voy a poder olvidarme nunca, pobrecitos. Yo qué quiere que le diga -interviene de nuevo la primera señora-, yo a esos taxis los prohibiría, mire, son un peligro, sinó fijesé en esto, además de todo lo que ha hecho con esas criaturas, no quedó un vidrio sano en toda la cuadra, fijesé cómo quedaron las veredas, la mampostería de esta casa, hasta hubo un principio de incendio...
Es curioso, los párpados se le cierran y cuando cree que por fin el sueño lo ha atrapado, vuelven a abrirse. No logra dormir a pesar del cansancio. ¿Habrá sido su bomba lo que provocó ese desastre? Por un lado, las hipótesis de aquellas mujeres eran absurdas: no existen elementos explosivos en los laboratorios fotográficos y de los tres coches arruinados, ninguno era un taxi. Entonces ¿qué pudo causar aquella explosión? Se había producido a varias cuadras de la playa de estacionamiento. Sólo alguien muy joven y que pudiese correr a gran velocidad podía llegar desde la playa hasta allí en cinco minutos. Cuenta el trayecto exacto (doce cuadras) y deduce cuántos segundos debió tomarle por cuadra. Veinticinco. Y esos veinticinco segundos eran el promedio, es decir completados de forma ininterrumpida. ¿Acaso era posible? Debieron producirse fuertes corridas a la salida del estadio. Imagina el caos: los perros, los caballos de la policía montada, la de a pie a los bastonazos, los gases lacrimógenos, la gente tropezándose y entorpeciéndose mutuamente, el encontronazo entre las hinchadas, el enfrentamiento con la policía, trompadas, piedras, caídas, celulares, gente presa, sí, debió de ser un caos, y en medio de todo eso alguien con la sangre fría como para escabullirse entre los automóviles, arrancar la casetera y escapar con ella oculta en algún lado, bajo el abrigo o en el bolsillo de la campera, como si estuviese escapando de aquel caos igual a cualquier otro, sólo uno más huyendo de ese infierno que circundaba el estadio y que hasta se inflamó dentro del mismo estadio, según pudo experimentarlo él mismo, pero quién podía tener el ánimo suficiente para salirse de una situación como ésa y actuar a solas, en otro mundo, con la mente puesta en otro lado, desengancharse de esa manera, parecía increíble. ¿Pero acaso no hay pillajes en las casas y en los comercios después de un terremoto?, entre incendios, desmoronamientos y muertos y heridos por aquí y por allá; ¿acaso no hay robos inmediatamente a un choque de trenes, en medio de personas que piden auxilio y de gritos de dolor? ¿De qué se asombra entonces?
Por fin el noticiero de las nueve. Algo van a decir. No es posible que su bomba haya hecho eso, aunque ¿podía él calcular con absoluta seguridad la potencia del estallido? Y justo en ese momento tenía que pasar una delegación de chicos del interior, parece una jugarreta del destino, lo suficiente para amargarlo por el resto de sus días, pero antes de pasar al partido vamos a abandonar por un minuto el acontecimiento deportivo para pasar a otro tipo de acontecimientos, uno de ellos en verdad luctuoso, que ha dejado un lamentable número de víctimas. Nos referimos al estallido de una bomba que se produjo durante los incidentes apenas finalizado el encuentro entre River y San Lorenzo de Almagro. A pocas cuadras de allí, una fuerte explosión mató a un joven de aproximadamente veinte años al que todavía no se habría identificado y que, en apariencia, sería el portador de la bomba que terminó con su propia vida. En ese instante pasaba por el lugar una pareja de ancianos pertenecientes al barrio. La mujer falleció de manera instantánea mientras que el hombre se halla hospitalizado y su estado es grave. Pero, para mayor desgracia, el asunto no termina aquí, ya que en el momento del estallido pasaba un ómnibus escolar con una delegación de niños de Catamarca que había venido de visita a la Capital durante el fin de semana. La explosión produjo el astillamiento de las ventanillas del vehículo, resultado de lo cual cinco criaturas recibieron heridas de diversa índole en el rostro, dos de ellas de consideración dado que su visión quedaría seriamente afectada y su estado sería por demás delicado. Respecto de este suceso, contamos con la palabra del subcomisario Giménez, quien probablemente pueda aclararnos algunos interrogantes. Subcomisario Giménez: últimamente se habla con cierta insistencia de un rebrote de la subversión; ¿cree usted que este hecho pueda estar de alguna manera relacionado con esas versiones? Vea, es muy poco todavía lo que sabemos de este caso, por lo tanto yo no me atrevería a decir ni que sí ni que no. En la medida que avancemos en las investigaciones, sobre todo en la identidad del joven que suponemos transportaba el explosivo, tal vez podamos dar algunas respuestas más precisas. Subcomisario Giménez: ¿se sabe qué clase de explosivo es, es decir si se trata de una bomba casera o de un elemento sofisticado, de fabricación militar? El explosivo no proviene de ningún arsenal y se supone que es casero aunque fabricado, como usted dice, con elementos sofisticados, o sea hecho por un profesional, alguien que entiende de esto. Incluso se han encontrado desperdigadas piezas de un aparato de audio, por lo que se cree que la bomba se hallaba disimulada, algo así como un camuflaje. Suficiente. Se apura en cambiar de canal (clic) porque la vida y cinzano poseen en común el placer de (clic) ...lo que pasa en la farándula, el romance de Camila Fernández y Cacho Soler, todo, todo está en revista sépalo (clic) ¡feliz domingo para toda la familiaaaa! (clic) viejo, por favor, no lo apagues que ahora viene el programa de Lola Maldonado, un baño caliente que lo recomponga, que lo relaje, que le ablande los huesos; un robot oxidado, un androide al que le faltan chorros de lubricante, sentir el agua caliente derramándose por el cuerpo, respirar el vapor, oír sólo la lluvia crepitando en las baldosas, mirar entre brumas, el espejo empañado, el sudor de los mosaicos, la luz minimizada, tenue, sutil, por qué mierda tenía que pasar un ómnibus justo en ese momento, lo importante es comprar una casetera nueva, mañana mismo, que Dora nunca se entere, lo relacionaría con la bomba, es inevitable, ella me vio hacerlo.
Y así es. Al día siguiente una casetera idéntica ha sido colocada y el tablero luce elegante e inocente, como si nada hubiese pasado.
Pero la idea no lo abandona. Y nace del convencimiento de que nuevamente van a robársela. Lejos de irse diluyendo, esa suposición se afirma día tras día y cree confirmarlo cuando una tarde, en el centro, ve merodear un hombre cerca del automóvil con disimulo. Se apura en sacar el llavero y se acerca como si dijese: aquí estoy, no lo vas a robar delante de mí. Lo mira con detenimiento, indagándolo, reconociendo el rostro del enemigo. Y el hombre lo percibe y lo enfrenta, cara a cara, sólo por unos segundos. No llega a los treinta, de barba crecida por descuido, el pelo enmarañado y endurecido por la mugre, ojos enrojecidos por el alcohol o por la miseria, manos agrietadas -casi de viejo- y ropa de ocasión gastada ya en algunos sectores. Por un instante piensa que va a hablarle, a decirle qué, a pedirle algo seguramente, pero no, enseguida gira la cabeza y se pierde entre la gente.
Sí, volverán a robársela, pudo verlo en la cara de ese hombre. No hay tregua, no hay reconciliación posible. De esta guerra sólo sobrevivirá uno de los dos; se es víctima o victimario. Pero debe idear el mecanismo, encontrar la forma de no dañar a otros. Azuza el pensamiento, agudiza el ingenio, y para la noche ya lo tiene.
¿Otra vez con esa manía? Te estás poniendo viejo -se queja ella cuando de nuevo lo ve ensimismado con esos cablecitos y cositas raras que yo no sé qué querés hacerle si hasta ayer andaba lo más bien, un desperfecto en la potencia -se justifica, ¿no será problema de antena? -insiste ella, pero enmudece ante esa mirada que parece decirle o me dejás a mí o lo arreglás vos.
El mecanismo es idéntico, pero la explosión ha sido remplazada por una diseminación de ácido sulfúrico que saldría por los digitales y por los bordes posteriores, hilos de ácido que atravesarían las ropas, atacando la piel, carcomiéndola rápidamente, llegando hasta el hueso, chorreando por la cadera, el sexo, los muslos, filtrándose dentro de los zapatos, corroyendo el pie, fundiendo la piel de los dedos como si fuese un pato -festeja, sonríe, puede imaginárselo todo, la sorpresa inicial ante ese líquido saliendo del aparato, tratando de entender, ¿cuál sería la pregunta en ese momento?, ¿qué es esto, qué pasa acá?, y de pronto la carne viva, la sangre que burbujea al contacto con el ácido. Trata de imaginar los detalles, cara de estupefacción, lo increíble, lo inexplicable, ojos desorbitados, el grito, la desesperación, arrojar la casetera lo más lejos posible, saltando, cayéndose, incorporándose con la torpeza de una marioneta a la que le faltan varios hilos, tratando de desprenderse de la ropa empapada en ácido, arrancándosela como puede, transformarla en jirones, o correr sin ton ni son, hacia cualquier lado, hacia ninguna parte, igual a un animal envuelto en llamas, correr y correr sin sentido para terminar revolcándose en el suelo, ensangrentando las baldosas, el asfalto, y los testigos perplejos mirando convulsionarse ese cuerpo desfigurado, sacudido por estertores, que pide auxilio, socorro, ayudenmé, y la gente sin saber qué hacer, cómo reaccionar, sin la menor noción de lo que pasa, y el cuerpo que por fin se calma, desvanecido por el dolor, únicamente la cara manteniéndose viva con el pánico en las pupilas, en la boca abierta, en los pómulos marcados por la tensión de la piel, sí, puede imaginarse todo el espectáculo, así deben acabar, es lo que se merecen, o ellos o nosotros, no hay lugar para los dos en este mundo. Así deben acabar.
Pero por desgracia también hay lugar para energúmenos como los del segundo d, en el instante que oye algo estrellándose contra las baldosas del patio, alguna fina estatuita de marfil, o cenicero de vidrio, o tacita de loza, tantas cosas puede haber en una casa, lo malo es cuando de tanto en tanto se precipitan al patio del vecino, inevitablemente atraídas por la fuerza de gravedad, por supuesto, aunque tampoco es cuestión de andar aguantándose semejante chubasco porque encima después vienen los gritos, la discusión, ese diálogo absurdo donde los dos hablan al mismo tiempo y ninguno entiende lo que dice el otro, aunque no creo que eso importe mucho, lo que sí importa es levantar la voz más y más, para colmo siempre pelean por lo mismo, nunca cambian el repertorio, y me parece que el problema en realidad lo tiene él. Siempre lo mismo. Claro que a ningún marido le gusta que la mujer gane más que él, pero así son las cosas, qué se va a hacer, tiene que aguantarse, para algo ella se quemó las pestañas cinco o seis años en la facultad. Bien que al principio las cosas eran al revés, cuando él se deslomaba no sé cuántas horas en la inmobiliaria mientras ella estudiaba y estudiaba como una colegiala, aunque ya por ese entonces fuese bastante grandecita y confieso que nadie habría apostado un solo centavo por ese título, y sin embargo se recibió, sí, se recibió. Fue una sorpresa para todos, ahora que lo pienso no sé si también para el marido. Después la inmobiliaria empezó a andar mal, cada vez se alquiló menos, cada vez se vendió menos, así son las cosas, macho, ahora es ella la que paga las cuentas, la que de a poco va gravitando sobre las decisiones más importantes, la que lentamente va tomando la casa, la que se va extendiendo igual a un moco gigantesco sobre el alfombrado, corriendo el ropero, arrinconando los muebles, carcomiendo los zócalos, un moco verdoso, espeso, que invade hasta el último lugar con la lentitud de quien sabe que domina, una ola en camaralenta, pobre macho, aunque la culpa puede ser de ella, bien que carga esos cartuchos cuando la cosa se pone difícil, después de todo yo esto, yo lo otro, y vos qué. Es ahí cuando a él se le sube la sangre a la cabeza, se pone loco, y su locura entra en una orgía de platos rotos. Crash. Otro objeto despatarrado sobre las baldosas. Ya no puedo ni salir al patio de mi casa, ¡a ver ahí!, ¡si se dejan de joder o llamo a la policía!, ¡qué se creen que es esto! Interviene Dora, le pide por favor que no, que va a haber problemas, que no te metas en los asuntos de los demás, pero ellos se meten en nuestro patio -replica-, mirá lo que es esto, señalándole los trocitos de marfil, porcelana o cenicero de vidrio, a ver si te dejás de joder vos ¡viejo culo roto!, y Dora que se lleva las uñas a los labios, y él que se queda estupefacto, no puede creerlo, aunque es sólo cosa de unos segundos, la brevedad necesaria para darse cuenta que es él el receptor de toda esa basura más los insultos, esto es el colmo -con la cara transformada en cabeza de fósforo, qué vas a hacer -se asusta ella, pero antes de terminar la frase él está llegando a la puerta, por favor no, pero es inútil porque entra en el palier y no va a aguantar la parsimonia del ascensor, claro, derechito al segundo por la escalera. Todo un hombre. Acompaña el timbre con golpes en la puerta, algo agitado, la respiración entrecortada, aspirando a carradas por la boca, el corazón regañándole los dos pisos de un tirón por la escalera, y encima con ese soplito que lo tiene intranquilo desde hace años, ya no está para estas cosas, la puerta se abre como empujada por una tempestad y antes de que pueda pronunciar la primera palabra de advertencia, con el dedo índice apuntando en alto, sobreviene el empujón con ese par de manazas sobre su pecho, y la mirada enrojecida, y la voz como para que se escuche desde la calle ¡qué mierda querés! ¡quién te pensás que sos! ¡a ver si volvés rodando por la escalera!, después el portazo y la cosa sigue que sigue con la mujer, como si él nunca hubiese existido, algo de paso, diminuto, insignificante, una mosca atrapada al vuelo, una hormiga pisada por descuido, algo igual a nada, ahí parado en el palier, mudo, petrificado, sin mover un músculo.
Dora lo ve llegar tomado de la baranda, pidiéndole permiso a cada escalón, pálido y perdido, avejentado cien años, con los ojos saltones, extraviados, y él sorprendido, perplejo, masticando palabras inaudibles, y Dora que le pregunta qué le pasa, y él que no contesta, y Dora que insiste, y él que por fin dice me empujó, pero con voz tan baja que Dora debe pedirle que repita, me gritó y me empujó, ¡a mí!, ¡que nunca nadie me tocó un pelo!, ¡que además tengo que aguantarme toda esa basura desparramada por el patio! Pero siente que se le traba la voz, no puede seguir, tal vez hasta tenga ganas de soltar un lagrimón, aunque no es nada que vaya a permitírselo así como así, y se encierra en el baño masticando frases incomprensibles, rata que roe un trozo de pan viejo en la oscuridad de su madriguera.
Esa misma noche concluye con el mecanismo de la casetera.
Sabe que deberá ser paciente, sin provocaciones, sin apresuramientos, un bello final para una bella historia. Solos van a caer sin necesidad de que los llame.
Sin embargo, esta vez tardan más de lo esperado. Casi tres semanas. Interminables. Tres semanas de chicle. Y cada vez que sube al automóvil la casetera parece sonreírle, guiñarle un ojo con ironía. Deja de guiñárselo un viernes por la noche, a la salida del cine. El automóvil intacto, ni vidrios rotos, ni puerta violentada, no, nada de eso. Un trabajo admirable. Todo en su lugar, ni un desaliño, ni un rayoncito. En verdad, un profesional. Debe disimular sorpresa, disgusto, depresión, país de porquería, cuándo se va a acabar esto, decime cuándo, bueno, no te pongas así, nunca más comprás una casetera y listo, pero tampoco es cuestión, uno ya no tiene ni derecho a oír un poco de música, a escuchar las noticias. Y contra lo esperado, persiste en la idea de comer afuera nomás, como lo habían programado, ¿estás seguro?, por qué no, esos atorrantes no van a terminar por amargarme la vida. Entonces la sorprendida es ella, y mayor sorpresa con el restaurante de categoría, y los mejores platos, y hasta el tinto de tres cuartos, y pedí el postre que quieras, las frutillas con crema deben estar riquísimas, y ella que le cuesta dar crédito a sus oídos y también a sus ojos, no parece haberte afectado mucho -le dice entre frutilla y frutilla, reventándolas entre sus dientes, ácidas, monumentales, tan sabrosas que lastiman el paladar, de viejo no voy a afligirme por cualquier cosa.
A la salida del restaurante caminan unas cuantas cuadras antes de meterse en un café. Ella “para bajar la comida” y vispear alguna que otra vidriera y sentirse envuelta por el gentío, los carteles luminosos, el tumulto a la salida de los cines, protegida, apañada, ser parte de la gran ciudad, una partícula en la agitación universal, y él con la secreta esperanza de hallar un indicio de que algo ha ocurrido en alguna parte, una luz titilante de patrullero o de ambulancia, un grupo de gente alborotada, o tan siquiera un comentario al paso de quienes vieron un hombre revolcarse en el suelo desesperadamente, parecía un loco, qué le habría pasado. Pero nada. Ni una señal.
Tampoco en los matutinos, al levantarse más temprano que de costumbre y comprar tres diarios y revisarlos de pe a pa, pero claro, no habrán tenido tiempo de tomar la noticia, entonces acude a la radio, después a la tele; el noticiero de las nueve ni una palabra. ¿Habría fallado esta vez? No era imposible. El aparato era más complejo que el anterior y por lo tanto más frágil. Pero si el detonador no había funcionado, ahí estaba, latente, expectante, transformado en una bomba de tiempo, esperando pegar el salto y dar el zarpazo en el momento más inesperado. El problema es que si funciona con retardo, cualquiera puede ser víctima de ese mecanismo no ya justiciero sino diabólico, una bala perdida, un torrente fuera de curso. Algo se le ha escapado de las manos y no logra precisar qué. Por fin, el noticiario del mediodía le da la respuesta.
Un hecho por demás extraño ocurrió en la madrugada de hoy. Aproximadamente a las cero treinta, un artefacto que está siendo analizado por la policía comenzó a desprender chorros de ácido sulfúrico en el interior de un colectivo de la línea veintiséis atiborrado de pasajeros. En el momento de producirse este incidente, la gente entró en estado de pánico al verse atacada por un elemento tan inexplicable en el interior de un colectivo, consecuencia de lo cual el conductor frenó con violencia y fue embestido por una picap que se estrelló contra la parte trasera del colectivo, como ustedes pueden apreciarlo. Éste es el estado en que quedaron los dos vehículos y el resultado es el conductor de la picap, un acompañante y siete pasajeros hospitalizados, tres de ellos de consideración, con heridas y quemaduras de diversa índole a causa de este bárbaro suceso sobre el cual la policía mantiene una reserva total.
Las ideas se mezclan, se confunden dentro de su cabeza en un aleteo de pájaros enjaulados. La cabeza transformada en una licuadora, todo revuelto, todo alterado, por qué a esos tipos se les ocurre siempre meterse entre la gente, por qué buscan las aglomeraciones. Será para pasar desapercibidos, para perderse con mayor facilidad, escabullirse los muy malditos, pero bien que esos dos la pagaron, lástima la gente, aunque así son la cosas, es una guerra abierta, declarada, y en la guerra no sólo mueren soldados, también mueren ancianos, niñitos inocentes, mujeres embarazadas. Sucede en todas las guerras y ésta no es distinta, no señor, pero debe encontrar la forma de hacer el menor daño posible, porque si afloja la habrán ganado ellos, aunque piensa hasta dónde quiere llegar, qué se propone con todo esto. Es difícil precisarlo, no es una venganza personal, de ninguna manera, pero a veces lo que se siente no es tan claro como podría suponerse, y al decir verdad tampoco creo que mi espíritu sea agua de manantial, pero qué puedo hacer, alguien debe encargarse de enseñarles que el asunto no es tan fácil, que hay gente que reacciona, no van a poder llevársela de arriba así no más, hay ciudadanos que presentan batalla; enseñarles que cada uno cuenta con sus armas y que podemos pelearla en el mismo terreno, en la clandestinidad, más allá de toda ley. El asunto es que el terror se difunda, que se pasen la noticia como reguero de pólvora, entre ellos deben de conocerse, a fulanito lo mató una bomba, menganito quedó deformado por un baño de ácido, va a haber que tener cuidado, alguien nos está jodiendo, sí, esas cosas se desparraman rápido. Dentro de una o dos semanas ya van a saber que alguien ha decidido enfrentarlos, que la guerra ha sido declarada, hola papá.
Raro Patricia que venga a almorzar un día de semana, y más raro todavía que aparezca sin el novio. En los últimos meses parecen juntados con cemento. Y capaz que Dora sabía que iba a venir porque preparó más milanesas de las que haría para ella y para mí, y también algo más de puré, por qué andarán tan calladas -se pregunta entre bocado y bocado-, aunque no es calladas precisamente; hablar, hablan hasta por los codos, pero no es un diálogo corrido, de un asunto a otro, enganchado en cadena, no, es un diálogo a saltos, primero una cosa y después otra sin conexión entre sí. O será idea mía, me pregunto por qué funcionaron en el momento menos indicado, si parece hecho a propósito, justo justo cuando pasa una delegación de criaturas, justo dentro de un colectivo atestado de pasajeros, cualquiera diría que lo hicieron a propósito tengo que pedirte un favor, un favor muy especial. Lo toma con el tenedor a mitad de camino, el corazón de la milanesa, el bocado más tierno cubierto de puré rebosante, así, con la boca abierta, si pudiera mirarse en el espejo sería un chiste, una caricatura grotesca.
Bueno, ya sabés que es posible que Ricardo y yo nos casemos a fin de año, o a principios del año que viene, no sé, todavía no tenemos fecha fija, todo depende. Vimos una casa, si vos viera qué hermosa casa, papá, como si la hubiesen hecho para nosotros, con un fondo bastante grande y un frente tipo colonial con un jardincito en la entrada, si vos vieras qué preciosura, cómo te diría, parece una casita hecha por duendes, por los enanitos del bosque, parece de ensueño, una puerta con arcada, con farolito, techo de tejas, la verdad que me cuesta describírtela, tendrías que venir a verla vos mismo, y los trocitos de milanesa se embadurnan de puré y de saliva, endurecidos de pronto, masticados con esfuerzo, queda en Quilmes, pero no en cualquier lado ni cerca de las vías. Está en la parte residencial varias cuadras para adentro, un lugar divino, tenés que venir a verla porque es para no perdérsela. Ricardo está contentísimo porque es justo lo que estábamos esperando para casarnos. La mandíbula se abre y se cierra como la de una calavera, por qué carajo la milanesa se endureció de pronto, le habrá tocado un nervio, o mejor dicho un pedazo de suela. Tiene un lívin bastante grandecito, una cocina comedor que cuando la veas no vas a poder creerlo, parece una propaganda de la televisión, un baño todo azulejado hasta el techo de un color azulado que yo no sé cómo hicieron para elegirlo tan pero tan bien y los trocitos, uno a uno, descienden por el tubo de la garganta, el esófago, un bocado de abrojos, y como si eso fuese poco, tres dormitorios. Imaginate: ¡tres dormitorios! ¿No es increíble? Podrían venir vos y mamá cuando quisieran, a pasar todo el fin de semana, lo pasaríamos regio hasta que por fin llegan al estómago, regocijados, tibios, reblandecidos, zambulléndose en los jugos gástricos, revolcándose juguetones en las entrañas, pero eso sí, a una oportunidad como ésta hay que pagarla al contado, vos sabés cómo son las cosas, Ricardo pone una parte, es decir todo lo que tiene ahorrado porque al principio vamos a vivir con los muebles que podamos, no vamos a pretender de la mañana a la noche tener la casa puesta a punto, bailando un vals dentro de las paredes endurecidas del estómago, endurecidas como piedra, girando de aquí a allá, tralalí, tralalá, la milanesa de repente enloquecida, después el papá de Ricardo ya nos prometió prestarnos la parte más importante a pagarla como podamos, vos sabés cómo es el viejo, un amor, y la madre ni te cuento, la verdad que los dos se desviven por Ricardo. Eso sí, para completar nos faltan cinco mil dólares, el esfínter relajado, a punto de quebrar toda resistencia, un deseo incontrolable de correr al baño y sin embargo no puede moverse, atado a la silla con cien cuerdas y mil cadenas, ese olor espeso y burbujeante que surge de las asentaderas, que se filtra entre las piernas, que asciende con delicadeza hasta mezclarse con el aroma de las milanesas y con eso ya tendríamos todo, imaginate que con el trabajo que consiguió Ricardo en la siemens te lo iríamos pagando de a poco, hasta se podría hacer un esfuercito especial, tanto Ricardo como yo sabemos que al principio nada es fácil, que hay que saber sacrificarse
No podemos.
Cascote que atraviesa el vidrio, grito de horror en la bóveda nocturna, hachazo que corta el aire.
Cómo... que no pueden.
Es una plata que hace tiempo tu madre y yo venimos juntando para el viaje a Europa.
Siente extraña su propia voz. Es una voz seca, tajante, que no da lugar a malentendidos. Una voz disfrazada o tal vez vestida de resolución, dura y egoísta. En nada se parece a su voz y Dora y Patricia no pueden disimular la sorpresa, casi estupefactas, el espacio congelado, el tiempo detenido, aunque Dora es la primera en reaccionar con la mayor naturalidad posible, sí que podemos dársela, cómo no vamos a poder, no nos están pidiendo que les regalemos nada, ellos la van a devolver, de a poco y como puedan pero la van a devolver; para el viaje a Europa hemos esperado tanto que esperar un poquito más...
Cuándo la van a devolver.
Otra vez ese tono, esa voz de patriarca que puede condenar a muerte con un leve movimiento del brazo; de dónde le sale, quién es el que habla. Patricia permanece muda y es Dora quien vuelve a recomponerse.
Me parece que la felicidad de nuestra hija es lo primero. No se trata de un capricho ni de nada que se le metió en la cabeza porque sí. Se trata de su casamiento, de un lugar para vivir con su marido, de formar una familia.
No podemos.
Pero por qué. Danos alguna razón más concreta. Si tarde o temprano el viaje a Europa lo vamos a hacer igual, y Patricia y Ricardo necesitan esa plata ahora. Ésta es la oportunidad que han venido buscando y sería un crimen desaprovecharla cuando podemos ayudarlos, darles una mano para que hagan sus vidas. Patricia ya está en los veintinueve, no es una nena, hasta cuándo va a tener que esperar para casarse.
No podemos... No puedo darles esa plata.
Así, emperrado, endurecido, sin más explicaciones, aunque ahora la voz salió débil, disminuida, aplastada por un peso invisible, un mazacote de acero pesado como el mundo cayendo sobre sus hombros, quebrándole el espinazo, desintegrándole el cerebro, dejándolo aturdido, ciego, mudo, sin sensibilidad, sin respiración, ahí muerto sentado en la silla, un espectro con los cubiertos en las manos, un cadáver risible, fantasma de comedia, ¿eso es todo lo que tenés para decir? Está bien, mamá, no te preocupes, y deja caer el tenedor en el plato, la servilleta sobre el mantel, se pone bruscamente de pie, el lívin, el abrigo, la cartera, la salita de entrada, la puerta, el palier, y Dora detrás como un cachorro faldero, murmurándole qué, hablándole cómo, las dos en un revoloteo de avispas enloquecidas por el humo, zumbando nerviosas de un lado a otro, diciéndose palabras entrecortadas, ininteligibles, que juegan a las escondidas.
Cuando Dora regresa, el golpe en la puerta de entrada le pega en el pecho y el corazón le recuerda ese soplito que arrastra desde hace años, y Dora que aparece con esa cara que le ha visto dos o tres veces en la vida, y después la perorata, madre de Dios, que qué es tu hija para vos, que la vez que podemos ayudarla, que si pensás que así vamos a disfrutar del viaje a Europa, que te estás poniendo viejo y egoísta, que así no, y las milanesas que ya se han transformado en cubitos, el estómago helado y la cabeza ardiendo. Por qué esa vergüenza, por qué la vista hundida en el plato, por qué los músculos endurecidos y la lengua atascada. Hay algo injusto en todo esto y no logra explicárselo, si él no es egoísta, ni es la vejez que lo ha vuelto amarrete, ni es desamor lo que siente, por qué, madre de Dios, por qué le dijo que no.
Empieza casi sin darse cuenta, como una pequeña manía, un empleo de jubilado, algo en qué ocupar el tiempo. Y debe admitir que esta vez se ha vuelto sofisticado pero no deja de ser una idea brillante. Desde cuándo está en su cabeza, de dónde le ha venido. Dora no le habla durante un par de semanas, poco menos de lo que necesita para hacer las reformas en el automóvil, aunque varias veces se halla tentada, tentada hasta lo irresistible, otra vez con ese aparatito -le dice una tarde-, pero él, en represalia, no le contesta, y siguen que siguen, Dora con su silencio y él con su nueva casetera, desvencijando las puertas de su ford ya algo viejo pero impecable, desarmando parte del motor, conectando cables por arriba y por abajo, no hay sector del automóvil al que no le haya puesto o sacado algo, y Dora que de a poco se arrima, que de nuevo lo envuelve con su calidez, el arrullo, el perdón, y un día sale a la vereda con un mate espumoso, recién hechito, el termo en la otra mano. Lo encuentra bajo el chasis, apenas si sobresalen los pies, ¿tampoco ahora vas a decirme lo que estás haciendo?, alcanzándole el mate, y él que asoma la cabeza y que trata de disimular la satisfacción, un sistema antirobo, y éste no va a fallar. Aunque el acercarse también se debe a la preocupación de verlo así, tan metido en el asunto del auto, parece un obsesionado, peor que las otras veces, qué ocurrencia tendrá ahora, espero que esta vez las cosas salgan bien, ya cuántas nos robaron.
Vuelve a fumar de noche, en la oscuridad del cuarto. Ella percibe que es ahí cuando mejor piensa, lúcido, reconcentrado, las ideas que aparecen solas, que vienen a visitarlo sin que las llame, conductores, circuitos, mecanismos raros, cosas que sólo él entiende, por qué las ideas se le meterán así en la cabeza, en esa mente misteriosa que ella nunca llegó a conocer del todo. Hay en su mirada un fondo inaccesible y por momentos apartado que divaga quién sabe por dónde, yo sé que tienen derecho a vivir bien, a casarse, a tener una casa, pero y nosotros qué, ellos son jóvenes, tienen futuro, tienen la vida por delante, la vida entera para proyectar, tener hijos, modificar, hacer y deshacer. En cambio nosotros ya estamos de vuelta. ¿Cuándo vamos a viajar a Europa?, cuando seamos un par de ancianos que nos cueste caminar, cuando ya no podamos disfrutar como se debe de lo que veamos. Dora y yo estamos a las puertas de la vejez, lo que vayamos a hacer debemos hacerlo ahora, cuándo si no, no nos queda tiempo, apenas si nos quedan fuerzas, apenas si nos quedan ganas, y yo encima con este soplito, por qué tenía que violentarse de esa manera, yo no soy un viejo amarrete, no soy un egoísta, trato de conservar lo que me corresponde, lo que los años me han dado, o acaso no hemos tenido que sacrificarnos también. Si las habremos pasado negras cuando no teníamos casa propia, si no habremos hecho todo desde abajo, nadie nos dio nada, hace cuánto que venimos juntando para ese viaje. En cambio ustedes tienen la vida por delante. Por qué no se le ocurren esos argumentos en el momento oportuno, por qué aparecen ahora, en la soledad, cuando ya no sirven, cuando no hay nadie que escuche, siempre lo mismo, siempre a deshora, siempre a destiempo.
A partir del momento que termina con el trabajo, el automóvil abandona el garage y queda junto al cordón de la vereda, como si tuviese el espacio adjudicado, una cochera popular, y no es para ahorrarse esos pesitos -como le dice a Dora- sino para tenerlo cerca, con el oído atento aguardando el momento, ahí, a la intemperie, al sol de la tarde, a la brisa helada de la noche, esperando al ratón con el resorte tenso, una perfecta máquina cazabobos.
Y esta vez fue antes de lo pensado, algo más de un par de días, a las cinco menos cuarto de la mañana, el batifondo que él podía reconocer con absoluta precisión, la señal en el instante justo, qué estás haciendo -le pregunta ella, alarmada, confundida, cuando lo ve vestirse con tanta rapidez, poniéndose el pantalón con la más increíble torpeza, logra encontrar a duras penas la manga de la camisa, el abrigo al revés, la bragueta desabrochada, dónde está el otro zapato la puta madre, y ahora tampoco valen de nada las advertencias de ella, tené cuidado, qué vas a hacer, porque ya está en el palier a los saltos igual a un cuerpo deforme y descontrolado que persigue una mariposa, ajustándose el cinturón en el último tramo, antes de llegar a la puerta de calle. Debe sosegarse por temor a quebrar la llave. La abre de tal modo que la hoja rebota contra la pared. A pesar de que había imaginado la escena hasta los mínimos detalles, no deja de sorprenderse, verlo así, en la realidad, dramático, casi patético cuando hasta se lo había figurado cómico, la bocina que suena intermitente y sincronizada con un silbato de locomotora; la suma de ambas: el escándalo y las luces que encienden las ventanas del vecindario y el barrio entero que despierta. Pero también las luces del automóvil se encienden y también bailan la danza junto al capó y a la tapa del baúl, que se cierran y se abren tratando de acompañar el ritmo de las luces, y la lamparita del interior que ilumina el rostro desencajado de ese hombre que golpea con desesperación las puertas de pronto cerradas y clausuradas, imposible de abrir por dentro y por fuera sin conocer la clave que detenga ese mecanismo infernal, o carnavalesco, quién sabe, y el hombre que súbitamente toma una herramienta y acomete contra los vidrios blindados.
Es sólo un instante porque enseguida se recuesta en el respaldo de un asiento delantero y lo que un segundo antes era una maraña de músculos y nervios enloquecidos, se derrumba, exhausto y resignado. Se aproxima con precaución, como si por milagro aquel hombre pudiese salir y tirársele encima o echarse a correr. Sin embargo hay una quietud y una entrega que no dejan de llamarle la atención. Es un hombre de edad madura, de pelo canoso y espeso, bien vestido y con la camisa pegada al cuerpo por el sudor. En la muñeca le brilla un reloj costoso. Un hombre que podría ser cualquier cosa menos ladrón de caseteras. Sigue acercándose para indagarlo en su mirada, pero los ojos del hombre permanecen fijos en el techo. Percibe la presencia a su lado y no necesita girar la cabeza para saber que es Dora en desabillé. También se arriman unos pocos vecinos y al rato llega el patrullero, anunciado por la sirena. Debe identificarse como dueño del automóvil y el policía le ordena que termine con ese alboroto, que qué significa esto. Tira de algo junto a la batería cuidando que el subibaja del capó no le atrape el brazo y el silencio se hace en el universo.
El hombre dentro del automóvil no reacciona y de la comisura de los labios emerge un hilo delgado y goteante que mancha de rojo un costado de la camisa.
Pero él es llevado a la comisaría de la zona antes de que una ambulancia forense retire el cuerpo. Dora a su lado, sin despegársele un momento y sin decir palabra, aferrada a su brazo como si fuesen a quitárselo, a separarlo de ella y llevárselo lejos, así, casi acurrucadita y con la cabeza apoyada en el hombro, sentados en el extremo de un banco de madera que ocupa la pared de punta a punta en la sala de espera. Hay otra gente allí, un ebrio que mantiene una lucha desesperada con su equilibrio, una mujer con su criatura golpeada en brazos, un hombre que está ahí aparentemente para hacer una denuncia y que mira el reloj de tanto en tanto, cansado y arrepentido. Del patio del fondo proviene un silencio compacto: hay reos en las celdas. El único agente visible descarga los dedos sobre una máquina de antaño, mientras le toma declaración a un muchacho.
Amanece.
Cuando por fin decide ponerse de pie y dar una vuelta por el patio delantero para desentumecer las piernas, ve a través del vallado, de espaldas a la caseta del custodio, su ford cremita rodeado de policías, algunos de civil, que lo revisan con meticulosidad profesional. Se le aflojan las piernas, el cuerpo entero parece convulsionarse, recibir el impacto, no sabe por qué. ¿En qué momento trajeron el automóvil hasta la comisaría? ¿Desde cuándo lo están revisando? Regresa junto a Dora. El auto está ahí estacionado -le dice. Hay gente revisándolo. Dora lo mira con ojos apenas entreabiertos, como si no le diese demasiada importancia. Es que dentro de todo no es un incidente cualquiera, ha muerto una persona. Tendrán que hacer sus averiguaciones -intentando tranquilizarlo. Pero por qué tardan tanto, por qué nos tienen aquí tanto tiempo -insiste él, en busca de una respuesta, algo que le saque esa aceleración del corazón. Supongo que deben estar divirtiéndose bastante con tu invento -agrega ella en tono de broma, aunque no hay caso: él insiste en esa mirada indagadora que no encuentra punto fijo, que merodea por el contorno con avidez, que recorre las paredes, que va del borracho al agente tras el mostrador, del joven arrepentido a la señora de la criatura golpeada. Esa mirada de niño en la sala de hospital, cargada de desconfianza y de miedo.
Sin mirar a nadie entran tres hombres en el despacho del comisario. Dos de ellos parecen de rango. Las siete y veinte de la mañana. Un minuto después, el que parecía un subalterno lo llama. Se pone bruscamente de pie, como obedeciendo un acto reflejo, pero sin desprenderse de Dora, que se para al mismo tiempo, también desprevenida. El señor solamente -aclara el subalterno. Entonces los ojos de Dora tratan de explicar que no puede acompañarlo ahí dentro, que ella se queda esperándolo, que no se mueve de aquí. Sí, por supuesto, qué estupidez -le responde él con otro gesto, avergonzado, próximo a una sonrisa. Entra en el despacho, vacilante y desamparado. Sólo el subalterno permanece de pie. Siéntese, por favor -le dice con amabilidad uno de los hombres tras el escritorio, de cabeza calva y vestido con elegancia. Con sinceridad, no nos queda otra cosa que felicitarlo -agrega exhibiendo una dentadura completa y con manchas de nicotina. Hay que admitir que ha hecho usted un trabajo admirable. Gracias -balbucea-, sin darse cuenta de que una de sus rodillas tiembla como en sus mejores momentos y que trasmite la vibración al resto del cuerpo. Es una mañana bastante fresca; ¿quiere algo caliente? Bueno... sí, gracias -repite. Un cafecito para el señor, y el subalterno se retira cuidando de cerrar la puerta con delicadeza. Si mal no recuerdo -prosigue el comisario- no existen antecedentes de que a alguien se le haya ocurrido una cosa así, y tendríamos que aprender de usted: ha sido verdaderamente eficaz. Se afloja en el asiento, estira las piernas, cruza los dedos sobre el vientre. Sí, debo admitir que me llevó trabajo, y también algo costoso, sobre todo los vidrios blindados. Pero los resultados están a la vista -agrega el comisario llevándose un cigarrillo a los labios, perdón, ¿quiere uno? -ofreciéndole del paquete. Acepta. Si toda la gente tuviese su inteligencia y su iniciativa, en poco tiempo habríamos terminado para siempre con la delincuencia, o por lo menos con los ladrones de caseteras -ahora casi con una carcajada. Aspira con profundidad y larga el aire por la boca. El comisario le enciende primero su cigarrillo. Así, laxo, distendido, admirado. Hasta el corazón vuelve a la normalidad. Personas como usted nos ahorrarían mucho trabajo. Y por qué no, estaba seguro, alguien iba a reconocerlo algún día. Aunque al decir verdad nunca pensó que fuesen a decírselo personalmente. Iba a ser un reconocimiento silencioso, solitario, alguien que lo apreciase desde su clandestinidad, que se lo agradeciese a escondidas, sin domicilio, sin nombre ni identidad. Y sin embargo ahí estaba, recibiéndolo de boca de un comisario, cosas de la vida. Observa a su alrededor. Es un despacho antiguo, las paredes crema deslucida, la luz opaca, el piso de madera crujiente, el escritorio pesado y macizo, un sillón de cuerina verde con el respaldo y los posamanos gastados bajo la ventana que da a la calle, una vitrina con expedientes, el retrato de San Martín igual al del colegio, como cuando era pibe vos fuiste el de la bomba y el del ácido sulfúrico.
No logra reconocer si se trata de una pregunta o de una afirmación. Lo mismo da porque siente que algo queda prisionero en su pecho, el humo del tabaco regocijándose en la calidez de los pulmones, sin salida, asombrado, aturdido, ahí metido en la celda de su respiración entrecortada, condenado a girar y girar sobre sí mismo, entre las sombras, por la eternidad, sí, yo fui. Pero quién es el que habla, quién ha dicho eso, quién lo ha delatado a través de su propia boca, yo fui, no, no es justo, es la lengua que actúa por sí sola, son los labios que se mueven más allá de su voluntad, deben creerle, él no ha dicho semejante cosa. Y además, por qué lo ha tuteado, está a punto de preguntárselo, por qué me habla de esa forma, soy una persona mayor, hasta podría ser su padre, pero cuando le ordena hablar su boca enmudece y las palabras quedan en el pensamiento, encerradas en la intención. No, no es su boca la que habla ni la que calla.
ARRESTARON AL ASESINO DE LAS CASETERAS, tituló un vespertino en primera plana ese mismo día, describiendo la versión con lujo de detalles. A partir de su declaración quedó incomunicado y por algunos días sólo pudo ver a Dora de lejos, mientras lo trasladaban al juzgado. En una oportunidad la vio junto a Patricia; las acompañaba Ricardo. Patricia y Dora se tomaban mutuamente de los brazos, sosteniéndose una en la otra, y lo miraban con mirada extraña, como si tratasen de reconocerlo, de indagar con ojos desesperados quién era ese hombre al que llevaban esposado, no por favor mi amor, vos no, no me mires así. Fue el momento más difícil.
Después él mismo terminó sin reconocerse, sin saber quién era en realidad, sintiendo que poco a poco iba desprendiéndose de aquel sujeto al que estaban juzgando y que tanto revuelo inspiraba en la prensa, que no informaba de otro asunto dado lo atípico del caso, un respetable e inofensivo jubilado, ingeniero, padre de familia, transformado de repente en un maniático, en feroz homicida, en una fría y calculadora máquina de matar, si hasta sicólogos y sociólogos hablaban por televisión. Por esos días una verdadera muchedumbre aguardó su salida del celular en los tribunales, y cuando alguien desde el tumulto le gritó ¡monstruo! se detuvo y giró el cuerpo para tratar de identificarlo, para explicarle que eso no era verdad, que se trataba de un error, de un malentendido, pero otra vez el silencio quedó colgado de sus labios, hasta que el agente tiró de las esposas, ordenándole seguir. Obedeció como un autómata.


RAQUEL
...el más peligroso de todos los encubrimientos
 es el de la misma culpa en el espíritu del culpable
Marcel Proust

Si mi padre viviera tendría la misma edad que Diego. Crecieron juntos, no como amigos, por supuesto, pero desde un principio fue su protegido. Así es como de peón pasó a criado y parte del elenco estable de la casa. Más tarde vinieron Raquel y mi matrimonio, y con ambos la desgracia.
Cuando irrumpí en el comedor Diego terminaba de alimentarla. Raquel estaba, como todas las noches, sentada en el sillón de mimbre, junto al fogón del hogar. Su piel parecía convulsionarse de tanto en tanto por chispeos rojizos y resplandores repentinos, y si hasta había color en sus mejillas. Dije bien, irrumpí, ya que entrar en el comedor fue una especie de violación, de penetración indeseada en el mundo de Raquel, porque a pesar de su inmovilidad, de su parálisis, de alguna manera se las había ingeniado para ocupar sectores de la casa que finalmente quedaron como propios, sectores dominados por la quietud y por el silencio, como una escultura que se apodera de todo, estableciendo aquí y allá su dominio atrofiante. Así ocurrió no sólo con el comedor sino también con su dormitorio y el frente de la casa -única incursión de Raquel al exterior- y en donde podía pasarse horas viendo el parque desde tanto tiempo descuidado y en donde los yuyales avanzaban sin control. Después, el alambrado que separa el parque del potrero, y luego el campo y el molino en el límite del horizonte. Claro está, tal invasión de Raquel tal vez no fuese sino idea mía, pero algo en Diego me decía que sentía lo mismo, porque aunque rara vez cruzábamos palabra, a veces una mirada bastaba y cualquiera con cierta capacidad de observación habría advertido que Diego eludía en lo posible los lugares ocupados por Raquel, limitándose a su atención y a las tareas de limpieza. De este modo, la casa parecía repartida y con espacios adjudicados, establecidos no sólo como hábitat sino como verdadero dominio. Para Raquel y para mí la sala central y los pasillos eran únicamente lugares de paso, mientras que en ellos Diego hacía y deshacía a su antojo y más de una vez noté cambios de ubicación en los muebles y en los cuadros. Podría decirse que para mí reservé la biblioteca y el escritorio, además de mi habitación, ya que poco después del accidente de mi padre decidí que Raquel y yo ocupáramos cuartos separados.
Si mal no recuerdo fue en el otoño del 71. Mi padre tenía especial debilidad por visitar el galpón y por observar las bolsas de cereales acumuladas casi hasta el techo, aguardando mejor precio, hasta el día en que una viga decidió desprenderse en el momento menos propicio y cayó sobre él, poniendo fin a sus incursiones. Raquel estaba presente. Ella sola estaba presente y quedó paralizada, sin lograr mover un dedo, viéndolo desangrar como un arroyo que lentamente se desagota hasta secarse. Luego los encontramos a los dos, a ella petrificada y a mi padre mirándola con los ojos ya fríos clavados en su rostro. Es posible que le haya pedido auxilio, es posible -también- que en un principio no comprendiese la causa de esa estúpida inmovilidad, de esos ojos saltones y desorbitados que se quedaron observándolo con la expresión de los carneros que siente la cuchilla en la garganta y no entienden cómo ni por qué. Y así los hallamos, luego de varias horas, cuando sus ausencias llamaron la atención, a Raquel con la sorpresa ante la muerte dibujada en la retina y a mi padre con el puño erguido, un puño que la había juzgado y condenado, que había logrado maldecir esa impotencia ridícula que lo dejó morir.
Entonces el cuerpo de Raquel quedó transformado en un cadáver fláccido y dócil, o mejor dicho en una especie de muñeco manuable que uno podía manejar a su antojo, ubicarlo en el lugar que quisiese -por lo general donde menos molestara- y debo admitir que a veces solía entretenerme dejándola en el sillón del comedor en posiciones absurdas, como con una mano aprisionada entre el escote y el pecho y los pies cruzados con el tobillo sobre la rodilla, al estilo de los hombres, y el vestido levantado con el único objeto de que su rostro enrojeciese como las dalias del jardín cuando Diego llegase y la encontrara así, en esa actitud lasciva de sus dedos acariciándose los senos y de las prendas íntimas al descubierto, con florcitas amarillas y calado provocativo. O si no el bretel deslizado de su hombro como al descuido, dejando un pezón a la vista lo mismo que si se dispusiese a amamantar, aunque sus pechos estaban caídos y secos, toda ella estaba seca, con la sangre que me figuraba aguachenta corriéndole por las venas sin sentido alguno. Me pregunto qué pensaría Diego de todo eso, qué pensaría de mí y qué sentiría respecto de Raquel. ¿Lástima, desprecio? No es fácil saberlo y jamás se me hubiese ocurrido preguntárselo.
Luego de la muerte de mi padre, por alguna razón, las cosas empezaron a andar mal. No podría precisar con certeza la causa y sería insensato atribuirlo a un par de heladas que arruinaron la siembra y a una mala cosecha. No, no fue por eso. Algo empezó a desmoronarse a partir de aquel accidente. Fue un proceso lento, casi diría imperceptible. Me vi obligado a vender tierras, la gente se fue yendo, no sólo los que trabajaban en el lugar sino también nuestras amistades, nuestros vecinos, sus visitas se hicieron cada vez más espaciadas hasta que dejaron de venir y la casa que en otro tiempo florecía de vida, de reuniones, de luces prendidas en todos los cuartos, de despensa repleta de comestibles, se fue apagando como invadida por una epidemia, una enfermedad oscura de síntomas irreconocibles. Creo que tardé en darme cuenta hasta que fue tarde, hasta que me fue imposible negar aquella decadencia surgida entre las sombras, con timidez al principio, impunemente después. Los alambrados comenzaron a derrumbarse por descuido, por dejadez, aunque es cierto que ya no hacían falta desde que la hacienda fue rematada. El centro de la huella se fue haciendo cada vez más tupido por falta de tránsito, y las pajas, los cardos y los matorrales la habrían hecho desaparecer si no fuese por el semanal abastecimiento en el pueblo. El empapelado de las habitaciones se desprendió de a poco, comenzando por la parte superior, en el límite con el cielorraso, y finalmente hubo que arrancarlo y dejar al descubierto el yeso blanquecino, enmohecido en varios sectores. Las viejas cañerías también sufrieron desperfectos que no fueron reparados y en los baños y el lavadero ya nada funcionó normalmente. Algunas baldosas del patio central se desprendieron del cemento y permanecieron flojas por un tiempo hasta que por fin se quebraron. El jardín se pobló de senderos de hormigas y fue invadido por yuyales, y las madreselvas, las rosas trepadoras, las azaleas y los pensamientos fueron atrapados por una peste que nadie se ocupó en investigar ni en combatir y que dejaron las hojas retorcidas y con manchones negros, las flores salieron cada vez más pequeñas y con los colores más opacos hasta que aquello, virus, hongos, plaga o como se llame, terminó destruyéndolas por completo. Diminutas plantas silvestres crecieron entre las tejas y en las grietas de las paredes y eso también fue socavando la casa, y proliferaron goteras y manchas de humedad. Incluso Diego, el fiel y consecuente Diego, el único en quedarse y que nunca se caracterizó precisamente por su dinamismo y agilidad, se fue haciendo más huraño y cerrado, más lento, en sus movimientos se advertía un gran esfuerzo, como si los miembros le pesasen. Pareció avejentarse de golpe, en pocos años la espalda se le encorvó y los pies se acostumbraron a caminar con arrastre, nueva melodía que entre otras cosas agudizó aún más el silencio de los pasillos y de las habitaciones. A veces, al verlo pasar, me lo figuraba un espectro, una aparición imprescindible porque -aunque parezca contradictorio- era Diego el latido de vida que la casa necesitaba para mantenerse en pie, contagiado ya de las paredes descarnadas y grisáceas. Además, era irremplazable en la tarea de atender a Raquel.
No me parece conocer con certeza el motivo por el que comencé a odiarla, si la acusé de la muerte de mi padre, si se me hizo insoportable la expresión de esa mirada ridícula que aún pasados varios meses conservaba el estupor del accidente, o si la fui haciendo responsable del derrumbe de la casa, de la decadencia de los potreros, de las pestes del jardín, pero sí puedo asegurar que todo coincidió con aquel suceso, cuando la parálisis de Raquel se extendió hasta el último de los lugares, hasta el más olvidado de los rincones. Entonces tomé la decisión de hacer insoportable su existencia, como si la parálisis no fuese suficiente, porque de alguna manera se las arregló para hundirnos a todos y a todo en su propio pozo, en su propia inmovilidad y en su aislamiento exasperante. Por eso, si al principio concebí como una venganza terrible dejarla abandonada en esas posiciones obscenas para que Diego enmudeciese ante la sorpresa de hallarla como la hallaba, después nada de eso me bastó y la obligué a soportar nuevas vejaciones, hacerla sentir un despojo, una marioneta, porque a pesar de en lo que quedó convertida yo seguía siendo su esposo con el derecho a usar de su cuerpo de la manera que quisiera. Supongo que en un principio fue una mezcla de agravio y diversión, y por qué no de un recóndito placer. Su rostro, puede decirse la única parte viva del cuerpo, se transformaba en una irrisoria caricatura del horror cuando me veía entrar en su habitación y hacer uso de ella a mi antojo, la púdica, le decente Raquel que no podía resistirse ni siquiera con un gemido, hacerle sentir el sabor agrio de su impotencia, de su carácter de señora de casa variada en mujer de ocasión, en ramera gratuita.
¿Qué pasaría por la cabeza de Raquel en esos instantes? ¿Sería dueña de sus pensamientos o habría enloquecido? ¿Estaría yo manipulando el estatismo de un ser con razonamiento o de una demente para quien la realidad se ha convertido en una imagen borrosa y extraña? Francamente, la segunda posibilidad me habría desilusionado. Además, algo en sus ojos me decía que no estaba loca, que su cuerpo sería un muñeco de felpa, sin huesos y sin sangre, pero que su cerebro se mantenía intacto, su mente bajo control, lúcida a pesar del incomprensible fenómeno que en el transcurso de los meses se apoderó de aquellos ojos. Fue algo tan sorprendente como fantástico, una alteración gradual en su mirada que tardé -como siempre- en identificar. Debo admitir que me costó individualizar el puente entre un estado y otro, pero es que no son hechos que se den de un día al siguiente, y cuando ya están instalados uno se ha acostumbrado de tal modo a su presencia que ni siquiera se perciben. Eso me ocurrió con la mirada de Raquel hasta que una tarde, al pasar a su lado, no sé por qué me detuve a mirarla y vi de repente el cambio, aquella mutación siniestra que había transformado su rostro. Cómo es posible que no lo advirtiera antes, allí estaba, tan claro, tan patético y definido. Semanas atrás sus ojos eran fláccidos, lacrimosos, disminuidos, como sintiendo pena de sí misma y de cuanto la rodeaba, pero por lo menos conservaban el brillo de los vivos y podían verse las imágenes en el espejo de la pupila. Pero en aquel instante vi que la mirada de Raquel estaba fija, hundida en el espacio, con la misma parálisis que el resto del cuerpo, como si el cuerpo la hubiese tragado. Y los ojos siempre abiertos. A partir de algún momento dejaron de parpadear y de realizar el más ligero movimiento. Aquella mirada petrificada sólo parecía descansar cuando Raquel conciliaba el sueño, aunque muchas veces, por las noches, incluso a altas horas de la madrugada, iba a su cuarto y la hallaba despierta, extendida sobre la cama, cubierta con el camisón blanco y la mirada clavada en el techo. Al poco tiempo me di cuenta de que pasaba noches enteras sin dormir, lo que no quiere decir que durante el día tuviese una mirada cansada. No, nada de eso. Se mantenía dura e inconmovible, y cualquiera hubiese asegurado que Raquel había dormido toda la noche, horas y horas. Para aquellos ojos todo daba igual. Sin embargo, no me eran ajenos. Algo de reconocible, de familiar, fui percibiendo en ellos. Un recuerdo, una lejana asociación se mantuvo zumbando en mi cabeza durante días. Dónde había visto yo esa mirada fría y penetrante que daba la idea de atravesar las paredes y perderse más allá, quién sabe en qué abismo, en cuál de los tantos infinitos atrapados en su mente. Pero hubo un instante, al recordar la mirada de mi padre muerto, aplastado por la viga, que todo se aclaró. Era inverosímil, un absurdo. Cuando la observé con detenimiento vi la misma escena congelada, la misma retina seca, la misma sensación de odio y de rencor fijada en sus pupilas. Raquel, de a poco, se apoderó de los ojos muertos de mi padre.
Fue entonces cuando decidí que aquello no podía continuar. Tenía que desprenderme de Raquel, librar a la casa de esa presencia que lo hundía todo en la más brutal desolación, expulsar de manera definitiva de nuestras vidas esos ojos helados que parecían juzgarnos y condenarnos.
Removí los leños y algunas explosiones de savia acompañaron el chisporroteo de un tronco que rodó hasta las brasas.
-Está bien, Diego. Yo me ocupo.
Diego, sin decir palabra, se retiró de la habitación.
Lo venía planificando desde hacía tiempo. No era nada refinado ni obra de una complicada mente demoníaca. Era bien simple. Hacerla desaparecer resultaba el acto más sencillo del mundo. Me ubiqué frente a ella y aguardé unos segundos.
-Raquel, voy a matarte -le dije.
Debo reconocer que sentí un escalofrío cuando su mirada perdida se retrotrajo hasta fijarse en mí, pero al mismo tiempo tuve la satisfacción de que aquel mensaje no le fuese indiferente, de provocar un cambio, de resucitarla dentro de los límites de su universo mezquino. Raquel, a su manera, había vuelto a la vida, aunque conociendo mi turbación, ese miedo que me dejó los miembros endurecidos, que transformó mi estómago en una pieza de mármol, igual a una serpiente que clava sus ojos en una rata, petrificándola antes de devorarla. Cuando no pude seguir soportando que a pesar de todo fuese ella la dueña de la situación, le repetí
-Raquel, voy a matarte.
Y me puse de pie.
La trasladé a la silla de ruedas. Me pareció más liviana que de costumbre. La noche era fría, una de las más frías de ese otoño. Me puse el viejo gabán, siempre colgado del perchero. Así y todo, al abrir la puerta un golpe de viento helado me contrajo. Tal vez Raquel haya sentido lo mismo, pero la idea fugaz de cubrirla con una manta me pareció descabellada. No escuché nada afuera, ni siquiera el canto de los grillos. Sentí los zapatos humedecidos al contacto con el pasto empapado de rocío. Mientras me dirigía a la cochera iba percibiendo con mayor intensidad el mutismo extraño de la noche, sin una luna que tan siquiera remarcase las siluetas de los árboles y con un cielo encapotado que ocultaba las estrellas. Aguardé unos minutos hasta que se calentó el motor. Salí despacio y con las luces apagadas. Pero la precaución no era por Diego. Algo dentro de mí aseguraba que Diego sabía lo que iba a ocurrir, es más, que conocía hasta los detalles del plan. Aunque eso no era posible, claro. ¿Por qué lo imaginaba entonces? ¿Sería Diego mi cómplice de hecho o comenzaría a hacer preguntas? También pensé en eso. Hubo que internarla, Diego. Usted mejor que yo sabe que no era posible mantenerla aquí, cada vez se hacía más difícil atenderla. En ese lugar va a estar bien cuidada, y sin duda sería Diego el primero en reconocer que hice lo correcto. Y el único, por supuesto, porque nadie -salvo él y yo- podía preocuparse por la presencia o ausencia de Raquel, desde tanto tiempo olvidada, relegada ya al recuerdo por algunos familiares, enmarcada en una vieja fotografía a su vez perdida en un álbum encerrado bajo llave en el cajón de un ropero. A eso, posiblemente, había quedado reducida Raquel por sus parientes y amigos de antaño.
La ubiqué en el asiento delantero y al tomarla noté que tiritaba. Me pregunté si sería por frío o por miedo. En este caso, ese rasgo de humanidad no dejó de sorprenderme, aunque también pensé en que era imposible que un hecho como el que estaba viviendo, un trastrocamiento tan violento de la realidad, no cayese sobre su mente convulsionada como una maza de matadero.
Seguí con las precauciones, entrar la silla de ruedas, llevarla al dormitorio y alejarme con el automóvil en silencio, el motor casi inaudible y con sólo las balizas frontales encendidas. Ladraron los perros. No, no sentía temor por Diego pero tampoco era cuestión de hacer una exhibición del crimen, y si en alguna oportunidad alguien preguntaba algo, Diego debía tener el terreno preparado, no para responder sino para callar.
Aunque en ese instante bien podría llevarla a un hospicio, después de todo era ésa la versión. Entonces ¿por qué las precauciones, por qué me comportaba de esa manera? Qué silencio extraño el de esa noche. Encendí los faros y observé a Raquel de soslayo. Su mirada atravesaba el parabrisas para perderse en la oscuridad. De perfil, sus ojos parecían más saltones, casi desorbitados. Desde hacía algunos días que lo venía pensando. Era un montecito de álamos, no serían más de diez o quince, arremolinados sobre una loma a poco más de dos kilómetros de la casa. Al sudar, las manos resbalaban por la circunferencia del volante. Detuve el motor. No sé si fue por el contraste entre la atmósfera y el interior del coche, atemperado por la calefacción, o es que el lugar se acercaba más a un verdadero descampado que a un monte, pero puedo asegurar que el frío se había agudizado a pesar de que no soplaba viento, ni siquiera una brisa que me recordase el ramaje desnudo de la alameda. Extraje la pala del baúl. La tierra estaba húmeda, fácil de cavar. Hice las cosas con lentitud, paso por paso, para que Raquel pudiese observar todos mis movimientos, a unos seis metros delante del automóvil, expuesto por las luces bajas que jugaban a los espots de un teatro vacío en el último acto. La pala seguía hundiéndose sin dificultad en la tierra granulosa, removida, que caía a un costado. A veces los terrones rodaban, alejándose del montículo. Las bocanadas de vapor fueron haciéndose cada vez más intensas, casi exageradas. En la sien, la nuca, la espalda, la mirada de Raquel seguía clavándose en mi cuerpo como aguijones ardientes.
La fosa no sería profunda, medio metro, tal vez un poco más. Lo suficiente para cubrir el hedor. Abandoné la tarea por un momento e intenté observarla, indagarle los ojos, los pensamientos, las sensaciones, pero los faros me encandilaban, Raquel invisible, transfigurada en haces de luz derramados sobre la tierra, con sus juegos de sombras, escabulléndose entre los árboles, dibujando figuras extrañas y fantasmales.
Dejé la pala clavada en el montículo. El paso siguiente era lo que más había meditado en los últimos días y todavía hoy no me explico por qué decidí llevar aquel crimen al paroxismo. No iba a matarla, no, simplemente dejaría que se consumiese envuelta por ese suelo que la apañó durante tanto tiempo, que Raquel padeciese lo que padecí yo desde el momento de su parálisis, que sufriese la condensación de mi dolor hasta que la tierra helada terminase con sus escasos síntomas de vida. Esa misma tierra que la protegió se encargaría ahora de recibirla entre sus raíces, su humus negro y opaco, hacerla desaparecer entre el laberinto de sus entrañas, los escondrijos de sus lombrices y las catacumbas de los hormigueros. Desde cuándo Raquel pertenecía ya a ese mundo, a ese reino olvidado de la luz del sol.
Abrí la puerta y volví a sorprenderme al encontrarla, esta vez, con la cara distendida, los ojos soñolientos, resignados, se diría pensativos. Entonces me pregunté si no sería ése el síndrome de la agonía, algo así como la paz y la aceptación que se observa en los moribundos. Pero al tomarla por las axilas su rostro volvió a trastornarse, desdibujándose, convirtiéndose en una caricatura amarga y ridícula. Abrió la boca y por un instante supuse que vomitaría y se me hizo repugnante la idea de esa masa espesa y caliente recorriéndome los brazos, manchando los muslos del pantalón, y de llevarme su olor de vuelta a casa. Pero no ocurrió nada de eso. Habrá querido lanzar un gemido, algún intento de resistencia. Sus párpados desaparecieron. Puede decirse que toda Raquel era ese par de ojos que teatralizaron el momento hasta lo irrisorio. Me molestó que no recibiese a la muerte con dignidad.
La alcé con cuidado, tomándola como a un objeto frágil. A pesar de todo seguía teniendo respeto por el cuerpo de Raquel. La acosté suavemente boca arriba y en ese instante los ojos cobraron una fuerza inusitada. La fui cubriendo con lentitud, comenzando por los pies. Dicen que no se puede mirar los ojos de aquel a quien va a matarse. Lo dicen los soldados, incluso los asesinos. Yo sí pude, es más, dejé el rostro para el final, de alguna manera atrapado por su mirada igual a quien sufre de vértigo y no puede resistirse al vacío. Recién cuando Raquel no fue sino una máscara caída en el suelo por accidente, desparramé esa mezcla de tierra y raíces y hojas secas sobre su frente, los labios, la garganta, el pelo enmarañado. Algunos granos la obligaron a pestañear pero bien que retuve aquellos ojos hasta el último instante. Y cuando acabé con ellos sentí por primera vez que había terminado con Raquel para siempre.
Apuré entonces el ritmo de las paladas. Sólo quedó un montículo que la naturaleza pronto se encargaría de disimular.
Creo que ocurrió un segundo antes de girar la llave de arranque, ese grito que cayó sobre mí como si un rayo hubiese reventado el aire, dejándome sordo, aturdido, robándome la conciencia, el control sobre mis actos. Ese grito que pareció surgir del fondo mismo de la tierra, el epicentro del mundo rebelado contra una fuerza invisible que lo asfixiaba, un grito que me figuré corriendo a una velocidad vertiginosa por las grutas, las cavernas, los ríos subterráneos, un grito que se extendió hasta los confines, los lugares más lejanos, porque las entrañas del suelo se convirtieron en su cómplice, delatándome, escupiendo el crimen por aquí y por allá, vociferándolo por todos los rincones.
Y sin embargo ese grito nacía ahí, en la garganta inconcebible de Raquel.
No lo pensé, fue una reacción, un reflejo, puse en marcha el motor, apreté el acelerador hasta el fondo, sentí que las cubiertas chillaban en el lugar y el automóvil salió como impulsado por un resorte.
No recuerdo nada, salvo un momento fugaz en que recobré la conciencia. Estaba tirado en el suelo, boca arriba aunque con la cabeza ladeada. No sentía ningún dolor, ni siquiera el contacto con la tierra. Tampoco escuchaba nada. Mi mirada daba hacia lo que podría ser el automóvil, que quedó con uno de los faros prendidos. Esa luz era lo único visible y oscurecía aún más el contorno. Qué paz, qué silencio al estar así, y hubiese sido una sensación enteramente agradable si no fuese porque mi memoria se esforzaba en salir de esa nebulosa, de ese estado entre brumas. Creo que por varios minutos traté de recordar por qué estaba allí, qué había ocurrido y si esa luz que lo oscurecía todo sería en realidad del automóvil. Incluso llegué a preguntarme si no estaría muerto, si no sería ésa la muerte, o un estado previo, inmediato. Luego comencé a sentir un cansancio insobornable, los ojos se me cerraban, no podía contener el peso de los párpados pero hacía lo posible, teniendo la seguridad de que en cuanto cediese ya no volvería a abrirlos. Sí, era la muerte, y después de todo ¿por qué me resistía?
Desperté en una cama de hospital. Sería por la tarde ya que el sol golpeaba furioso contra el cortinado. En la habitación había otra cama ocupada por un anciano. Quise mover los miembros pero no pude. Sólo logré girar la cabeza para un lado y para otro, y en el momento de hacerlo sentí que una aguja incandescente se hundía en el cerebro. También quise hablar primero, gritar después, pero de mi boca no salió sonido alguno.
Me tuvieron poco tiempo y regresé a casa en ambulancia. Diego me esperaba en la antesala con la silla de ruedas. Pocas veces, desde ese instante, me miró a los ojos.
Escucho el ding dong que anuncia las once. Diego ha terminado ya de alimentarme y dentro de un rato me llevará al dormitorio. Estoy solo. Hará poco más de una hora que Raquel se retiró a su habitación.


SALA DE DESAHUCIO

Intentó mirarse en el cansancio y la desesperación
de todo hombre / para florecer un poco más antes
de morir. / Se imaginaba a ratos un niño balbuciente /
con amores imposibles y cadáveres insepultos. /
Era dueño de un intransferible corazón de pájaro.

Jaime Nisttahuz


Y de pronto te viste así, en la conciencia del cristal devolviéndote tu imagen de pelos desgreñados y los ojos como lentejuelas que brillaban apenas entre las sombras de las concavidades. Habías terminado de acomodar las hojas de diario sobre el piso y la manta sobre las hojas, y de pronto te viste así, en el cristal de la vidriera, entonces te preguntaste qué sujeto era ése que te miraba reflejado por esa luz mortecina de alumbrado público, con un fondo de escaparates derruidos porque se trataba de un negocio desierto con un gran cartel García Cordeiro Alquila, quién te miraba desde la oscuridad de aquel negocio donde por meses nadie había entrado ni salido a juzgar por la cantidad de sobres y volantes de publicidad y papelitos de tamaños y colores varios deslizados debajo de la puerta y cubiertos de polvo. Fue casi un descubrirte porque no sabías que te veías así, con esos pelos parados y la mirada hundida en un mar de ojeras, resaltadas por aquella cara que quizá no estuviese tan pálida como parecía y todo era por la luz mortecina que venía de la calle. Y fue cuando el espantapájaros reflejado en el vidrio empezó con las morisquetas, pusiste viscos los ojos y después la mejor sonrisa de idiota y le sacaste la lengua amarilla de tabaco y ardores estomacales y también volteaste la cabeza para un lado y para otro, derecha izquierda, izquierda derecha con que llamaste la atención de alguien que pasaba por el lugar y que se detuvo un instante atrapado por la curiosidad ante ese pobre o ese loco o ese pobre loco que ladeaba la cabeza y se sonreía frente al cristal de la vidriera.
Pero la incomodidad de la posición, apoyado en un solo brazo que empezaba a dormirse con un hormigueo que subía desde la mano, la incomodidad de la posición, jamás el bochorno, te hizo desistir y te recostaste sobre las mantas tan prolijamente ordenadas, con el viejo sobretodo enrollado a modo de almohada, y cuando te cubriste con la manta te quedaste así, quietecito por un rato, hasta que te preguntaste si no debías sacarte el traje que te regalara el señor que seguramente había tenido colgado en el perchero durante años hasta convencerse de que ese traje de verano color crema batida estaba completamente pasado de moda y que además su barriga haría estallar los botones en cuanto quisiese probárselo. Además de aquellos zapatos en perfecto estado que no entendías por qué pero te apresuraste en meterlos en la bolsa antes de que se arrepintiese, así fuiste, con tu elegante traje de verano en pleno invierno, con tu traje de crema batida y la camisa abierta estilo sport, y aunque tuviese el cuello y los puños gastados era una camisa limpia y planchada como hacía tiempo no te ponías, y esa barbosidad algo crecida y desaliñada que sombreaba tus mejillas, tan a la moda por esos días, y los zapatos, ay Edmundo, los zapatos que te quedaban perfectos, que ni lustre precisaban y que sólo cuando pisaste el charco te diste cuenta por qué, el agua se metió dentro a través de la suela partida, aunque no tuviese importancia, era nada más cuestión de evitar los charcos, entonces fue llegar a la avenida y caminar como uno más, con tu traje y tu camisa limpia y tu barba a la moda y tus zapatos que espejeaban el sol de la tarde, claro que tirando de ese changuito sospechoso donde llevabas tus bártulos, las bolsas, las mantas, diarios viejos, algunos objetos que asomaban por el enrejillado de alambre, pero no parecía llamar mucho la atención y caminabas como cualquiera bajo el sol tibio de la tarde hasta sentir que recobrabas una parte de lo que fuiste, de lo que habías sido antes de que algo dentro de vos se quebrase y basta y no puedo y ahora qué, ahora cómo, y tomaste el changuito y cargaste todo lo que te quedaba en este mundo porque ya no pudiste más, sin fuerzas para levantarte, y cuando por fin te echaron de la pieza porque debías mes y medio, dijiste basta y cargaste con los bártulos y los fracasos y el día recién amanecido, entonces saliste a caminar sin dirección, una hoja seca que se desprende del árbol y cae y se deja arrastrar para el lado que corre el viento. Pero de aquello habían pasado años, no muchos, sin que recordases ni te importase cuántos con exactitud, el tiempo segmentado sólo por la referencia de las estaciones, que al final terminaban mezclándose y confundiéndose en una cronología vaga y ya sin almanaques, cada vez más desprejuiciado en demandar la moneda y en acudir a los comedores parroquiales.
Y ahora estabas allí, bajo tus mantas, preguntándote si debías dormir con el traje puesto o sacártelo para que dure unos días más sin esas arrugas de acordeón, y antes de que te decidieras otra vez esa tos que empezaba en los momentos menos esperados, que podía dejarte con la garganta hecha una brasa, que nacía en una zona imprecisa del pecho y subía en burbujitas y a veces se transformaba en flemas enrojecidas que terminaban pegadas a cualquier cosa como un molusco viscoso. Entonces te olvidaste del traje y te cubriste con la manta hasta la nariz y sólo quedaron las lentejuelas de tus ojos mirando hacia arriba, azoradas, preguntándose cuándo acabaría aquella maldita tos y la impresión de una bota oprimiéndote el pecho, la mirada en la noche amarillenta de alumbrado público, la noche sin firmamento ni estrellas ni constelaciones ni luces fugaces, escondida entre medianeras y árboles raquíticos y por el techado en el umbral de aquella tienda desierta. Era la misma tos de otras veces y desde el arranque presentiste que iba a derivar en ese sudor de toda la noche que empaparía las ropas y mojaría las mantas y es posible hasta llegase a humedecer los diarios que te aislaban del piso y por qué un sudor frío si tu cuerpo podía pasarse la noche hirviendo por la fiebre, ya otras veces había ocurrido, pero ahora tenías el traje, esa máscara que te igualaba al resto y que terminaría con pliegues como cortes de navaja y manchado por la transpiración. Sin embargo te quedaste así, boca arriba, con la manta hasta la nariz sacudida por la tos, con los ojos bien abiertos mirando nada porque la tos se repetía con una frecuencia como nunca y antes de que lograses llevar aire a los pulmones ya otra arremetía y otra más que invitaba a la siguiente, el aire viciado y sofocante bajo la manta hasta que el ahogo te obligó a retirarla y buscaste el aire y sucedió cuando te pusiste de costado porque un río de flemas volvía a burbujear hacia la boca y debías escupirlas, pero fue apenas un tierno hilillo de sangre como baba, espeso y caliente.
Habías manchado el sobretodo y por un momento te quedaste así, inmóvil porque nunca antes, porque qué era eso de la sangre hacia la boca y después un flujo como baba, y cuando ya no más, que eso era todo, dejaste caer el cuerpo de espaldas, la boca abierta, aturdido, desconcertado y de vuelta con la mirada en el techado del umbral, las medianeras y el ramaje de los árboles raquíticos, pero ya no eran las mismas figuras ni el mismo invierno y la luz mortecina del alumbrado se te había metido en los ojos, en tus ojos empapados de amarillo y de miedo porque no quiero morirme así, no quiero morirme, corregiste, que me encuentren a la mañana, o por la tarde, o cayendo la nochecita cuando por fin alguien se dé cuenta que eso que está en el piso tapado por una manta hace rato que no se mueve ni se ha movido en todo el día y me pongan una mano en el hombro y me sacudan y descubran que está frío y duro, entonces la policía, la ambulancia, el tumulto de curiosos, y yo ahí metido en una bolsa de plástico, no quiero, por qué habría de morir, no hice nada, tan inocente como cualquiera, y de pronto así, condenado por un crimen que no fue mi culpa, y por eso empezó a parecerte que todo aquello era una equivocación, un malentendido, que el estar allí bajo esa manta rodeado de vidrios sucios y escaparates abandonados era una gran equivocación que alguien había cometido en cierto momento en algún lugar, cómo podían ser tan injustos, condenarte de esa manera si no habías hecho mal a nadie mientras ellos caminaban por la vereda y te miraban de reojo o ni siquiera te miraban porque sus ojos podían cruzarse con los tuyos o porque era más fácil si no existías y eras nada más que una baldosa pegada al piso y ellos por la vereda a esa hora de la noche, hacia dónde, el cine, el teatro, el restorán o nada más que caminar y recorrer la mirada entre las luces de los negocios, hacia dónde iría esa gente, dónde ese mundo que sentías irrecuperable, que se había perdido para siempre.
Pero claro que no ibas a darles el gusto, y menos a ése que te juzgó quién sabe por qué, porque alguien en alguna parte debía ser el responsable, alguien tenía la culpa y había que tomar una decisión, que no quedase así, comprometerlos, que te vieran, te interrogasen, obligarlos, forzar la situación, el pecho seguía quemándote cuando te erguiste y quedaste sentado sobre las mantas, los músculos que si parecían agarrotados al pararte, ni siquiera los zapatos te habías sacado aunque fuese peor porque al final los pies transpiraban y terminaban enfriándose y se humedecían las medias y el sudor formaba una pasta helada entre los dedos hasta que dejaban de sentirse como si la sangre ya no circulase y en lugar de pies hubiese masacotes de hielo sobre los que te costaba mantener el equilibrio, también el cuerpo entumecido vaya uno a saber la causa, si hace un ratito nomás me acosté, y la condenada tos que empezó de nuevo, pero fue cosa de unos segundos, antes de la última ojeada a tus bártulos y a las mantas en el suelo y al habitáculo empotrado entre vidrieras, lo dejabas todo porque ya nada de eso tenía sentido, era sólo cuestión de caminar hacia alguna parte, que no era cualquier parte porque ahora había un destino y empezaste a caminar hacia ese destino ignorado con tu trajecito de crema batida y la camisa sport y los zapatos con un corte en la suela, no ibas a dejarte morir así como así, se trataba de una situación límite, había llegado el momento de hacer algo.
Igual a un bicho atraído por la lámpara, caminaste hacia la luz, hacia donde la ciudad fosforecía, y fue meterte en la corriente de un gentío desbordado, el concierto de bocinas, los carteles multicolores, tal vez fuese un sábado, aunque nada seguro, tal vez lo fuese mientras te cruzabas con unos y con otros, y cuando en sus figuras empezaron a dibujarse fantasmas borrosos y las luces se estiraron como fotografías de principiante y los matices se hicieron imprecisos y el aire fue una sensación espesa y las cosas empezaron a inclinarse de arriba abajo y abajo arriba y atrás hacia adelante y trastabillaste la vereda, te detuviste de pronto para apoyarte en la pared mientras ese calor volvía a incendiarte el pecho y burbujeaba hacia la boca, no otra vez, no en ese momento cuando habías tomado la decisión de algo, algo difuso que te hizo aspirar hondo y llevar un poco de aire fresco a los pulmones, pero el burbujeo seguía allí, latente y aguardando, la cabecita de una culebra que asomaba por el hueco de la garganta, que rozaba la campanilla y acariciaba el paladar, todo era cuestión de no dejarlo hacer, más y más aire a los pulmones, aspirar de nuevo, lo más profundo, hasta el último rincón, bocanadas de aire que replegasen la sangre, que la regresasen a sus vías naturales, que la sangre corriese por las venas y se ramificase a los tejidos y subiese a la cabeza y alimentase los pensamientos que ahora parecían fundirse con las imágenes borrosas y luces que se metían entre sombras heladas y las personas como espectros y el aire que giraba y giraba, no ibas a hacerlo, no ibas a desmayarte con tu cuerpo desplomándose igual a una bolsa de papas y la cabeza que seguramente golpearía contra el suelo y un hilo púrpura correría por la canaleta de baldosas lo mismo que meada de perro, debías llegar a ese destino que se te aparecía cada vez más borroso porque tus lentejuelas bailaban de aquí para allá y no lograban concentrarse en ningún punto fijo, era cuestión de inflar el pecho de un modo pausado, con disciplina, alguien te lo había enseñado, aspirarlo por la nariz, llevarlo bien adentro y sostenerlo unos segundos, sacarlo por la boca, varias veces, una y otra vez, una más, ya empezabas a sentirte mejor, el espacio dejaba de ser un bote en la tormenta, las aguas se calmaban, las luces se reconciliaban con la oscuridad y las personas dejaban de desdoblarse y cada quien volvía a ser uno solo. Un mal momento, eso fue todo, lo dominaste, lograste sobreponerte ¿a dónde ibas? Es cierto, caminabas tras un destino que se había perdido de nuevo. Giraste buscando el changuito, pero si lo abandonaste en aquel lugar, las mantas, los diarios viejos, el sobretodo enrollado que ahora echabas de menos porque el frío se había transformado en cientos de alfileres minúsculos que perforaban el trajecito de verano, las ideas empezaban a recomponerse, la sangre regresaba a su cauce, respirabas con normalidad, aunque todo era pesado y lánguido, una especie de indolencia en camaralenta, con la extraña sensación de que ya no te pertenecías, un otro sobre quien no eras responsable y de quien no tenías que rendir cuentas y que podía hacer lo que le viniese en gana, sin miramientos sobre las normas ni el absurdo ni la moderación ni la dignidad, sólo el deseo de vivir, la convicción de permanecer con vida desde ese irracional, casi abyecto sentido de la conservación, un principio orgánico, de animal acorralado que ahora te llevaba al cruce de avenidas, el epicentro de una ciudad que tantas veces habías recorrido en los horarios tempraneros, las tardes de oficina, las noches de cafés y de espectáculos, pero que ahora te resultaba extraña porque un sudario amortajaba sus latidos, corrompía los colores, los semáforos se prendían y apagaban sin secuencia lógica, los ruidos se fundían en un sonido irreconocible y los automóviles dispersaban gases con hedores de momia.
Pero no ibas a dejarte morir así como así, algo tenía que suceder, parar a alguien, explicarle, te escucharía atónito, trataría de desembarazarse, vaya a un hospital, ya lo habías hecho, no pasaste de la sala de guardia, te examinaron los ojos, abra la boca, diga aaaaaa, te auscultaron la espalda con ese aparatejo prendido a las orejas y te dieron la receta de un medicamento que jamás pudiste comprar. Tal vez si empezases a los gritos, un escándalo de alaridos puros, sin interferencias de palabras, sin lenguaje reconocible, empezar a los gritos y mover los brazos imitando el aleteo de un ave herida que trata de levantar vuelo, cómo reaccionarían, cómo debían reaccionar, si lo hacías dentro de un local te echarían a patadas a la calle, si lo hacías en la calle te mirarían desconcertados, algunos se sonreirían para disimular su turbación, quizá un grupo permanecería a prudente distancia y no verías sus ojos sorprendidos ni perplejos ni misericordiosos porque tus ojos tendrían que ser los de un loco con la mirada perdida aquí y allá, en todos y en ninguno, y si el asunto duraba demasiado terminaría acudiendo un patrullero con la fuerza pública y al final sólo sería cuestión de ir muriéndose de a poco en el camastro de una celda mugrosa, a las tres o cuatro de la mañana, la hora calma que la gente elige para morirse, sin estridencias, en soledad, apenas el tacleteo lejano de una máquina de escribir y la presencia de una señora a quien le robaron la cartera, y después el informe, hacia el amanecer con un fondo de bullicio de pájaros, muerte por causas naturales, la ambulancia forense, la mesada de mármol en quién sabe qué morgue descascarada y oscura, cubierto con una sábana, no, no eras eso, así no acababa la historia, tenía que haber otra posibilidad, un camino de emergencia, y fue antes de cruzar que se te ocurrió.
El sitio exacto de unión de las avenidas, el punto medio por donde pasaban las dos correntadas de automóviles, todo era cuestión de acertar en el momento preciso sincronizado por los semáforos, ese segundo donde el tránsito de un lado acaba de detenerse y el del otro no ha arrancado todavía, no era fácil porque algunos conductores aceleraban en rojo, apenas se ponía el amarillo de la calle transversal, no era fácil pero era la única alternativa y el centro de aquella cruz empezó a latir con su corazón de asfalto, empezó a latir aceleradamente, un corazón enloquecido que en cualquier momento iría a estallar como un volcán en erupción ante la sorpresa de todos y algunos cascotes volarían por los aires y terminarían cayendo en el techo de los colectivos y de los taxis, gran abolladura general, no había que pensarlo más, los semáforos estaban por combinarse con el rojo de ambos lados, sólo un segundo, nada más que un miserable segundo para correr con los brazos extendidos de pájaro que no puede levantar vuelo y acostarte en el corazón del cruce, que ni fue aparentar tropiezo ni caer despatarrado fingiendo un accidente, las cosas bien en claro, detenerte en el lugar preciso, sentarte y de inmediato extenderte cuan largo eras, boca arriba entre ruidos de motores y chirridos de ruedas y bocinazos histéricos y frenadas y carrocerías que se estrellaban y vidrios que se rompían, con la vista clavada en el cielo y después un tiempo impreciso donde nada pareció ocurrir, un estado latente de conmoción y de estupor y el universo entero paralizado mientras te preguntabas cómo era posible que no supieses qué hacer con los brazos, de pronto convertidos en injertos que parecían no pertenecerte, si entrecruzar los dedos sobre el pecho, bien apretaditos en expresión de ataúd, si entrecruzarlos a la altura del ombligo en paciente expresión de espera, si desplegar los brazos en expresión de Cristo crucificado, si dejarlos caer lánguidamente a los costados, hasta que decidiste pegarlos al cuerpo en posición de firmes, sólo que no eras un soldado sino un lunático emperrado en quedarse así hasta que te arrancasen a la fuerza, con la vista clavada en el cielo sin mirar a nadie de los que empezaban a arremolinarse y a asomar las cabezas por encima de aquella ridícula presencia entre cuchicheos y puteadas, hasta te pareció escuchar la pregunta más idiota señor ¿se siente mal? y alguien que quiso levantarte el brazo pero era cuestión de sostenerte duro, un bloque de cemento, en esa actitud que engendraba confusión, temor ante lo desconocido, porque nadie se atrevía ni se atrevería a tocarte ni arrastrarte a la vereda ni levantarte por los hombros y obligarte a ponerte de pie, una profanación, algo de religioso había en esa figura que no podían caratular dentro del mundo conocido, no, nadie se atrevería, y tu mirada abierta clavada en el cielo donde pasaba un batallón de nubes rosadas y fosforescentes porque la ciudad era al revés que el sol, iluminaba desde abajo y las nubes se desplazaban con rapidez y se enroscaban y retorcían en un firmamento de vientos huracanados, así, sin mover un dedo, los ojos abiertos concentrados en un punto del universo, una figura de cera de pronto aparecida en ese lugar, algo inexplicable, y debiste resistir la tentación de ocultar la mirada y de apretar los párpados con fuerza, porque no iban a vencerte, no ibas a dejarlos, cuánto tiempo con el tránsito obstaculizado, abriéndose como la correntada que encuentra en el medio el escollo de un islote, y de pronto la voz cargada de autoridad, la voz rigurosa de alguien que te zamarreaba por el hombro, un policía seguramente, pero tu mirada lo atravesaba como una exhalación de rayos X que perfora la piel y logra penetrar en las regiones oscuras del organismo, el firmamento empañado de nubes rosadas y fosforescentes, y estaba claro que no debías ceder un solo milímetro, duro, un bloque de hormigón, porque el más pequeño, el mínimo movimiento, un leve y apenas perceptible desvío de la mirada, podía significar la derrota y todo volvería a ser igual que antes y seguirías caminando olvidado por las calles de la ciudad, de nuevo sin destino y con un naufragio a cuestas por haber mandado a pique la última y única oportunidad que te quedaba.
Pero nadie te agarró ni intentó levantarte, sólo eran voces que te hablaban y hablaban entre ellas desde un lugar remoto y tal vez fue el policía que te cacheteó sin violencia como si pretendiera despertarte de aquel sueño metido en la vigilia, pero entonces tu cuerpo más sólido y granítico que nunca, soldadito de plomo yacente en la maqueta de un ciudad que no se detenía a pesar de las sorpresas mientras implorabas para espantar un posible acceso de tos, ni pestañear siquiera, la inmovilidad absoluta, inexplicada, con los brazos pegados al cuerpo en posición de firmes, tu última oportunidad, Edmundo, entre medio de luces y figuras y sonidos que no debías ver ni escuchar ni descifrar porque correrías el riesgo de salirte de tu madriguera y perderías asilo y aquello se notaría en la mirada y todo terminaría por desvanecerse igual a un sueño que pudo ser real, en nombre de qué, de qué versión de la decencia ni del recato si ya no había nada para perder y sí para ganar, la cama caliente de un hospital, cobijado entre las sábanas, la atención de un equipo de doctores que rodearían tu cama y teorizarían y examinarían y verificarían, el susurro de una enfermera despertándote en horas de la noche para hacerte tragar la medicina, la noche aséptica devorada por el silencio de la sala, convalecencia sin apresuramientos, un engranaje que lentamente se recompone, y después, horas más tarde, la agitación del amanecer, la rutina de los días, la presa de pollo deshuesado, el puré de zapallo, la sopa sin sal, fruta de estación en un platito de té con leche, la vida otra vez entrando en tu cuerpo, una nueva oportunidad, eso era todo, la oportunidad de seguir con vida, la satisfacción de sentir que Le habías ganado a Aquel que te condenó y que si algún día Lo encontrabas en la calle podrías preguntarle por qué, si no habías hecho nada, inocente como cualquiera, por qué Te había sentenciado a morir entre mantas apolilladas, vestido con traje ajeno y zapatos de suela partida, sobre diarios viejos en un habitáculo García Cordeiro Alquila empotrado en un sucio rincón de la ciudad, si algún día Lo veías, podrías preguntárselo, qué mal Le habías hecho, a Él o a alguno de los Suyos, por qué Te sentenció si ni siquiera Te conocía, y también podrías preguntarle cuál era el límite de Su prójimo, hasta dónde llegaba y qué era de los que quedaban fuera hasta que un sonido de alarma revolvió tus pensamientos y fue cuestión de volver a abstraerse en aquella estrella de las pocas que se ven en la ciudad y que aparecía y desaparecía entre nubes rosadas, y cuando te tomaron por los hombros y los pies, entonces más rígido que nunca, igual a esos ayudantes en un acto de ilusionismo que se sostienen en el aire mientras el mago hace pasar un aro a lo largo del cuerpo, así de duro, Edmundo, con tus ojos abiertos e inmóviles perdidos en el espacio, con tu desvergüenza y tu triste y ridícula anatomía colocada sobre una camilla que por fin era elevada hacia la boca de la ambulancia sin que por eso te movieses ni pestañeases un tantito así y ahora tus ojos clavados en el techo de la ambulancia que vibraba con el empedrado y se inclinaba en las curvas y esa sirena que se abría camino entre bocinazos enloquecidos y automóviles que se adelantaban con semáforos en rojo.
La operación no estaba del todo ganada pero ya estabas ahí, lo habías logrado, Edmundo, camino del hospital, estado de emergencia, la sala de internación, el grupo de examinadores, análisis, radiografías, inyecciones reconstituyentes, cápsulas, píldoras de colores, los arrumacos de la enfermera, el silencio aséptico de la noche, la comida insípida pero digna, lo habías logrado, aunque todavía sin saber si era conveniente aflojarte o persistir en tu rigidez de hormigón, porque una cosa, Edmundo, era un hospital y otra un loquero, y mirabas sin mirar a quienes te atendían en el interior de la ambulancia, apenas figuras borrosas a los costados que te desabrochaban el saco de crema, la camisa que no le faltaba un solo botón, y por qué pensaste por suerte no se les dio por aflojar los cordones y sacarme los zapatos porque entonces la suela partida, por qué lo pensaste, claro que no parecías un vagabundo andrajoso, quién lo diría, un pordiosero de la calle, y recién cuando la ambulancia dejó de aullar y se detuvo, tus ojos se atrevieron a ese leve desvío que por fin enfrentó otra mirada, un par de bolitas pardas que te escrutaban y te decían que ya estabas allí, irreversible, que lo habías logrado.
Colocado en otra camilla de ruedas, el camino por aquel corredor era un tembladeral con toda tu anatomía sacudiéndose por las irregularidades del embaldosado o por desgaste de las ruedas y cada vez que embestía las puertas de vaivén algo se desmoronaba dentro de tu cabeza y las cosas volvían a dar vueltas con las luces del cielorraso, una tras otra, luces que estallaban en resplandores, sonidos que se estremecían y se crispaban, se alejaban y volvían, figuras empastadas de contornos difusos y olor a desinfectante, pero antes que la camilla se detuviese, de nuevo esa sensación fluyendo hacia la boca, entonces ladeaste la cabeza para que se escurriera por entre la juntura de los labios aunque no reconocieses si se trataba de aquella consistencia púrpura y espesa o de un afluente de saliva, sobreabundancia de secreciones espumantes que burbujeaban por el costado de tu boca y recorrían la blancura de la camilla.
El médico te tomó el pulso y paseó el estetoscopio por el pecho y el abdomen, luego te hizo sentar para auscultarte la espalda, golpecitos secos del nudillo, exploración ocular, diga aaaaaaa, y enseguida gran revuelo, corridas de aquí para allá, enfermeras que iban y venían, agitación general, comunicaciones internas, urgencia, un accidente, al parecer un choque entre colectivos, varios heridos, todo aquello que giraba sin tocarte, la señorita va a tomarle los datos, de pronto en la periferia de un torbellino sin control y ella sentada a tu lado, rubia, imperturbable, de pelo lacio hasta los hombros, con un formulario entre manos, como si nada ocurriese, ajena al revuelo, la voz suave, de una dulzura embriagadora, le sonreíste, ¿cuenta usted con obra social? ¿alguna prepaga, centro médico privado?, volviste a sonreírle, ella también sonrió, ¿tarjeta de crédito? ¿ocupación? ¿aporte jubilatorio?, era agradable, educada, profesional, de amabilidad sin afectación, ¿número de documento, por favor? ¿domicilio?, volvió a mostrarte sus dientes blancos blanquísimos, hembra joven, acaso con algún furtivo aire de seducción, también sus ojos sonreían, ¿al menos recuerda su nombre?, el irresistible deseo de colocar tu mano sobre su mano, acariciarle el brazo, llegar hasta el cuello y rozarle la mejilla, su sonrisa te decía que podías hacerlo, pero algo detrás de su sonrisa amenazaba con lanzarte al abismo, echarlo todo a perder, el escándalo, la indignación social, la ira de Dios, Adán sin Paraíso y sin Eva, la Expulsión, todo por una miserable caricia, claro que no ibas a permitirlo, habías llegado hasta allí y retroceder significaría hundirse en las turbulentas aguas del pecado. Y sólo por ese sucio pensamiento pareció sobrevenir el castigo con el abandono de la asistente luego de una despedida formal y la aparición de ese enfermero musculoso con un enjambre de pelos en el pecho que te anudó una goma hasta que las venas del antebrazo saltaron en una orgía de protuberancias azules y desviaste la vista en el momento de sentir el pinchazo con media jeringa de calmante que te inyectó en apenas un pestañeo.
Después, un ayudante petiso, pelado y vestido de verde te trasladó por otros pasillos, otros corredores, pasadizos y galerías de un hospital laberíntico, el ascensor que debió llevarte a un nivel del subsuelo porque no había ventanas al exterior, nuevos corredores algo más oscuros y totalmente solitarios, sólo el sonido de los pasos del camillero que ni una palabra, aunque también sonriese pero su sonrisa fuera nada más que una mueca de labios pegados con las comisuras levantadas, sólo el sonido de sus pasos y el leve quejido de una rueda mal aceitada, la impresión de cruzar un sector deshabitado, con bombitas de voltaje mínimo que apenas si iluminaban el interior de unas bolas de cristal pendientes del techo, los mosaicos blanquecinos, por un instante te pareció que sobrevendría un nuevo acceso de tos pero hasta de aquella urgencia se adueñó el silencio, se te erizó la piel, hacía frío allá abajo, por supuesto que no tanto como afuera, pero un aire húmedo y callado se te metió en el cuerpo y llevaste un tanto más arriba la cobija con que te habían cubierto.
La sala estaba mejor iluminada. Una sala de aire blanco y aséptico como todo lo demás, con sólo tres camas que rompían el vacío más una enfermera que parecía estar esperándolos. Pero a pesar del calmante, estabas agarrotado, casi sin autonomía de movimientos, como si aquella rígida parodia del soldadito de plomo se hubiese transformado en endurecimiento real, la máscara finalmente convertida en rostro, y debieron trasladarte a la cama entre los dos. Después te sacaron los zapatos y el traje de crema batida. Los andrajos de las medias y el vaho que emergía por la abertura del calzoncillo terminaron de desnudarte. No te era posible ver dónde colocaron la ropa, tal vez se la llevaran, y se fueron cuchicheando cosas, como si temiesen despertar a alguien. Tu cama era la del medio. La izquierda estaba vacía y en la derecha yacía un anciano despierto y con los ojos fijos en el techo como tus propios ojos en el cruce de avenidas incrustados en aquella estrella que aparecía y desaparecía entre nubes rosadas. Te quedaste mirándolo tal vez en espera de llamar su curiosidad, hasta ensayaste un chistido que en ese silencio esterilizado quedó flotando como una intromisión, pero el anciano como si nada, con su rostro chupado, la boca entreabierta, algunos mechones de pelos crispados y de una blancura que se fundía con la almohada, un anciano de piel de pergamino con el cristal enlagrimado de su mirada perdiéndose más allá de los límites del cielorraso, apenas la respiración inflando de un modo casi imperceptible el montículo de la frazada hacia la altura del vientre, los brazos tendidos a los costados y ese único dedo, el dedo del medio que de tanto en tanto vibraba y que parecía dominar la pasividad de los otros, porque nunca habías sentido, Edmundo, una quietud como aquella, el reposo de las paredes, la inercia de los tubos fluorescentes, la parálisis de un espacio helado que pugnaba por meterse entre las sábanas, el letargo de ese silencio que podría estallar con un tímido estornudo, y era tanta la inmovilidad que pausaste tu propia respiración hasta llevarla al mínimo, apenas lo indispensable para que el aire entrase en el cuerpo. Entonces tocaste un pie con el otro y manoseaste la frazada para volver a sentir las extremidades, tus pies y manos fosilizados por el frío, aunque aquellos movimientos figurasen una profanación, la violación de un estatismo que empezaba a recorrerte los ojos y a colgarse de tus párpados y se materializaba en el peso de una sustancia que te obligaba a cerrarlos, despacio, con la lentitud de quien pierde la conciencia sin darse cuenta, pero no debías dormirte, no debías, acaso la decisión de esos aventureros envueltos por hielos eternos que saben que si el sueño los vence nunca despertarán, sin embargo ni siquiera se te dio por un bostezo, era un dejarte ir con la luz fluorescente entrándote por los ojos, filtrándose por la juntura de los labios, el aire inanimado acariciándote la planta de los pies, las paredes derramando su blancura de nieve, el techo elevándose y llevándose el calor de tu cuerpo. Volviste la mirada hacia el anciano. Seguía sin moverse, sólo la leve oscilación del vientre, el brillo de sus pupilas. Por dónde andaría la cabeza de ese anciano, en qué estaría pensando, tal vez en nada, la nada de alguien que permanece dopado boca arriba con su piel de pergamino, dura y amarillenta, igual a una costra reseca pegada a los huesos y recorrida por torrentes de venas azules, venas que simulaban gruesos ríos subterráneos con todos los afluentes, sus manos llenas de pecas, los nervios y los tendones marcados como trenzas de alambre bajo una lámina fibrosa a punto deshacerse, por dónde andaría el anciano, te preguntaste en un entresueño casi placentero como cuando uno se queda dormido de puro gusto, no vendría mal algo caliente, pero no tengo hambre, nada de hambre, supongo que en un rato va a volver la enfermera, o el médico con una planilla con sus anotaciones, los síntomas, la medicina, las dosis, tan siquiera si viniese el enano verde, no sé, el calmante, esa inyección, no quiero dormirme pero se me cierran los ojos, este cansancio carajo, debí preguntarle a la señorita rubia el pelo cayéndole hasta los hombros, hace cuánto una mano acariciándome, dejé las cosas en ese lugar, las cosas, el changuito y el sobretodo, las mantas, esta frazada es suave tocarla con la punta de mis dedos, después va a venir el enfermero, está bien, un poco de café el viejo con la vista ahí perdida en el techo, no parece pensar en nada, estarse ahí con la vista en ningún lado y no esta tanta luz que me lastima la mirada, cerrarlos, meterlos en los párpados igual que la frazada tapándome hasta arriba, así está bien, suave, la mano a contrapelo entre las orejas, el cogote las ancas y la cola plumero, saltó sobre la baranda pero no pude, demasiado impulso y cayó al vacío, fui a buscarlo abajo despatarrado en la vereda y quedaron la marca de las uñas en la baranda me escapé porque las malas notas del boletín insuficiente y la pelota para el otro lado quién se anima a buscarla hace frío aquí un buen tazón de leche caliente no me gusta la nata se me quedó pegada la boca casi vomité el beso de las buenas noches mamá metidito en la cama de vuelta el cole temprano yo no tuve la culpa señor Octavio no sabía que el precio era más y lo vendí claro que la veía cuando llegaba dicen que casa de putas los zapatos rojos como la sangre me voy las vías del ferrocarril y no quiero que nadie
Cuando despertaste enseguida te diste cuenta de que habían pasado horas, claro que no podías medir el tiempo con precisión, pero debían de haber transcurrido unas cuantas porque el tiempo te pesaba en el cuerpo y te había puesto lagañas que te pegoteaban los párpados y esos músculos reblandecidos, Edmundo, después de una dormida larga, te descubriste de costado, hacia la cama vacía, en algún momento de la noche volteaste el cuerpo y te pusiste de costado aunque la noche ya no existiese en aquel cuarto sin ventanas y paredes blancas y tubos fluorescentes, casi sin moblaje salvo el armario junto a la puerta y el piletón en una esquina con mesada de mármol y frascos color caramelo ubicados sin orden, y fue pedirle permiso a tu carnes acalambradas y al endurecimiento de los huesos cuando te reacomodaste y de vuelta boca arriba, no había noches ni días en ese cuarto habitado por una atmósfera propia, sin vínculos con el exterior. Nada más que el entumecimiento de tu cuerpo y el sueño profundo y la almohada recalentada hablaban de las horas, y cuando volviste la cara hacia el anciano descubriste su cuerpo amortajado, envuelto en parte por una sábana de desecho, rotosa y sucia, y otra parte por lo que parecía una tela de fardo, cubierto de la cabeza a los tobillos y atado como matambre por hilo de sisal, salvo los pies y los brazos sujetos con cinta de empaque, y bien dormido estarías que no despertaste ni escuchaste nada de todo aquello, debían de haberlo hecho en silencio, apenas cuchicheando palabras o quizá mudos en un procedimiento mecánico que ya conocerían de memoria, porque tras esas mantas y telas harapientas se adivinaban manos expertas, el relieve de cada parte del cuerpo permanecía dibujado con exactitud, la frente, la cavidad de los ojos, el tajo seco de la boca, el cuello estrujado por varias vueltas de hilo, los hombros caídos, el tórax con la terminación del costillar perfectamente destacado, las caderas a las que parecía habérseles arrancado todo vestigio de carne, los muslos como estacas en contraste con la hinchazón de las rodillas, y de aquella figura sólo quedaban visibles los pies, casi pegados uno contra otro, pies de un intenso amarillo mostaza, y hacia arriba también algunos pelos que emergían como mata de paja pisoteada por animales, desorientada por el viento y encanecida por la helada. Más que adivinar, podías sentir el frío de aquel cuerpo, de pronto detenido, sin el brillo enlagrimado de los ojos ni el movimiento leve de la respiración, más cerca del objeto que de la materia humana, mimetizado con la camilla sobre la que estaba acostado y el mueble junto a la puerta y la mesada de mármol.
Entonces pensaste que por fin alguien vendría, alguien tenía que venir a llevárselo porque ese cuerpo no podía permanecer allí por mucho tiempo, pero lo cierto es que tampoco podías saber si aquel zumbido del tubo fluorescente estuvo desde siempre y recién ahora empezabas a escucharlo o el desperfecto se había declarado mientras dormías. O es que ahora el zumbido del tubo agudizaba el silencio y lo que escuchabas, Edmundo, era el silencio.

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